domingo, abril 27, 2008

Carta a t-bone acerca del oscuro escritor Arthur Machen




Hace mucho tiempo, en un fenecido foro dedicado a la literatura fantástica (y que no se trataba del añorado Cyberdark), recomendé a un compañero de aventuras literarias, el insigne t-bone, un libro de relatos de Arthur Machen. Él preguntaba cuál sería bueno para iniciarse en su culto, y tanto otros como yo rápidamente le contestamos que, sin lugar a dudas, comenzara con cualquier recopilación que incluyera el relato El pueblo blanco (The White People, 1904). Craso error: nuestro buen compañero t-bone salió horrorizado de la experiencia. No comprendía que aquel cuento tan malo, según su criterio, nos hubiera embaucado de tal forma. Estando yo convencido de que le había servido una copa del más delicioso néctar literario y resultando para su paladar el más amargo de los venenos, de alguna manera me sentía responsable de haberle hecho pasar tan mal trago. Así pues le escribí esta carta en la cual trataba de explicarle el por qué de mi recomendación, aunque al mismo tiempo tratando de entender por qué a t-bone le había defraudado de tal forma. He aquí pues una reflexión en la que mi amor por la obra de Machen se halla tamizada por el intento de racionalizar mi sentimiento y hacer funcionar la razón objetiva. Una total estupidez, si queréis, pero esto fue lo que escribí.

   

Estimado t-bone:

Con un retraso imperdonable, que no por ser habitual en mí lo hace disculpable, paso a contarte el por qué de mi pasión por Arthur Machen. No es una pasión ciega, como verás, sino llena de dudas y contradicciones. Por eso es una pasión.

Comenzaré por el estilo literario, pues es lo primero que comentabas. Bien. En este sentido, a mi entender, Machen es capaz de lo mejor y de lo peor. Para ello, El pueblo blanco no sirve solo como epítome de cierta parte de la obra de Machen, sino también de su estilo. Siempre teniendo en cuenta que parto de una traducción, y cualquier tipo de análisis riguroso partiendo de una traducción es una falacia, me gustaría aclarar, por lo que mis palabras son, lo aclaro una vez más, las de un aficionado.

Aquí, como he dicho, se da lo mejor y lo peor de su autor. Lo peor: la cursilería de devocionario y misa de cinco de la tarde, que resulta patente en ese estilo torpón y espeso que utiliza, por ejemplo, en la historia de la niña pobre que encuentra joyas en la poza. Cuando quiere ser poético, Machen, a mi gusto, naufraga: así el final de ese magistral relato largo (o novela corta, que uno nunca sabe) que es Un fragmento de vida (A Fragment of Life, 1904), a mi gusto una obra aún más personal que esta del pueblo, cerrado con un poema que, en fin, la primera vez que lo leí me dio vergüenza ajena. Con el tiempo hasta le he tomado cariño, pero si queremos buscar algo alejado de la buena literatura en Machen, recomiendo la lectura de ese poema. Pero en el mismo relato El pueblo blanco encontramos también páginas muy inspiradas, casi mágicas, como para mí son las descripciones de ese mundo que la niña visita tras pasar por el túnel en la fronda: las colinas y las piedras, todo ese entorno extraño y ajeno, el Mal (como buen reaccionario que era, para Machen lo ajeno y extraño, lo que no es de este mundo, representa el Mal, una postura curiosamente materialista para quien en principio parecía presumir de lo contrario) que Machen reflejaba tan bien.

En ocasiones su prosa es tan forzada que resulta increíble: curiosamente, cuanto más realista es lo que cuenta, con menos realismo lo trata o, mejor, menos realista le resulta. Así la conversación inicial entre Ambrose y Cotgrave, que vale que no sea más que un pretexto para exponernos su pensamiento, pero todo el diálogo resulta forzadísimo (como casi todos en Machen). No dejo de pensar en ese amigo que lleva a Cotgrave a casa de Ambrose y queda abandonado, para de repente anunciar que se va… ¡cuando ha perdido el tranvía! No sé, da la sensación de que Machen lo necesita para presentar a sus protagonistas, después se le olvida que está allí y cuando lo recuerda, pues lo larga y ya está. Al pimiento toda pretensión de credibilidad. Los encuentros entre los personajes de sus relatos son casi siempre fruto de coincidencias o casualidades increíbles. Y esto sumado, si no es fallo del traductor, al uso de expresiones dignas del escritor más bisoño: en La luz interior (The Inmost Light, 1894), se marca un "estaba muerto, completamente muerto" que parte el alma.

Hasta aquí me dirás: "pero... ¿a ti te gusta Machen?"


Pues sí. Pero ya dije que era pasión, y en mi caso las pasiones no son ciegas. Si no, no serían pasiones. 

¿Qué me gusta entonces de Machen, o por qué? Pues Machen tiene esa fuerza, esa capacidad de hacerme creer todo lo que cuenta como si fuera estrictamente cierto. Vale, termino la lectura de El pueblo blanco y mi arraizada incredulidad me lleva a no creer, pero mientras lo leo, lo más normal del mundo me parece que es ponerse a pasear por el campo y perderse en otro mundo, o como en otros relatos de Machen, N (N, 1936) es paradigmático al respecto, uno puede pasear por las calles de su ciudad y de pronto verse envuelto en el aroma, la arquitectura de épocas pretéritas. Tiene la capacidad de trasladarme a ciegas allá a donde se proponga. Y esta es para mí su grandeza.

Dije que en lo realista resulta increíble, pero lo maravilloso es que cuando se adentra en lo de verdad increíble... ¡pocos escritores pueden resultar más verídicos!

¿Que no es el mejor estilista del mundo? Pues no. Hay escritores dentro del género que a mi gusto lo superan en la forma con creces: Leo Perutz, Alexander Lernet-Holenia, Dino Buzzati o Henry S. Whitehead (este apenas tenido en cuenta por nadie, pero un escritor de una elegancia y un gusto admirables; que le pregunten a Bioy Casares de dónde le vino la inspiración de determinado cuento...), por citar algunos sin pensar mucho. Pero en capacidad de maravilla, de fascinar al lector (no a todos, ya), de arrastrarlo por los caminos que él desea, iguala al más pintado.

Con un amigo estuve hablando recientemente sobre la calidad o no de los relatos de Sherlock Holmes escritos por Arthur Conan Doyle. Él opinaba que Doyle era un escritor mediocre. Mi respuesta era que dónde está la mediocridad cuando se ha sido capaz de crear un personaje de alcance universal, que permanece y vive en la memoria de todos. ¿No es esa la grandeza de escribir? ¿Que tus personajes sobrevivan en el tiempo? No la única, vaya, pero es grandeza. Haber creado algo único, un mundo propio. Y Machen también lo hizo. 

Usando un referente que sé te es más cercano, pensemos en Philip K. Dick. Siempre escuchando y leyendo opiniones acerca de lo mal que escribe, que vaya horror literariamente hablando, pero si esa capacidad de crear un universo tan inmenso, tan personal, tan atrayente y tan fascinante no es literatura pura, ¿qué es entonces la literatura? 

Y para mí eso es lo que posee Machen, la capacidad de hacerme temblar cada vez que abro un libro suyo porque sé que me espera el más increíble y fantástico viaje.

Esto es todo, estimado t-bone. Solo espero que el fracaso de esta recomendación no te lleve a pensar que otras posibles te resulten igual de tediosas.

Un abrazo: Llosef.





martes, abril 08, 2008

El canto de la tripulación (1918), de Pierre Mac Orlan



No pude comenzar con más ganas la lectura de El canto de la tripulación (Le Chant de l’équipage, 1918) de Pierre Mac Orlan (Dumarchey era su apellido real): resulta tan difícil encontrar obras suyas traducidas al español que dar con una ya es toda una alegría. ¡Inocente de mí! Las risas de la más desaforada alegría pronto se tornaron lágrimas de decepción. Aunque al final no tanto. Después de todo, Mac Orlan nunca decepciona. Otra cosa es que el muy maldito se haga esperar.

Aunque se trata de una novela de aventuras, la mitad del libro Mac Orlan se lo pasa presentando personajes y describiendo después los preparativos del loco viaje que emprenderán sus protagonistas. Todo resulta tan ingenioso como superficial. El estilo de Mac Orlan es muy brillante, muy visual, pero por eso mismo cae con extremada facilidad en lo vacuo. La forma intenta hacernos olvidar que sus personajes no son sino meras marionetas. El bueno de Mac Orlan pone más interés en que todos resulten pintorescos, curiosos o incluso extravagantes al lector antes que vivos.

Cuando se detiene en las tabernas, en especial en el tabuco infecto del capitán Heresa, Mac Orlan muestra sus mejores páginas, aquellas en las que describe los barrios bajos canallas con sus vividores, hombres y mujeres capaces de las mayores felonías, de los más grandes sacrificios. Tal que en su obra maestra El muelle de las brumas (Le Quai des brumes, 1927).


La aventura en sí no da comienzo hasta la mitad del libro, pero la historia no gana en interés. Sí narra una tormenta al modo del Joseph Conrad de Tifón (Typhoon, 1902) o el Poe de Un descenso al Maelström (A Descent into the Maelström, 1841), por poner los primeros ejemplos que se me vienen a la cabeza (siempre acuden a mi cabeza los mismos: por algo será), de una forma vívida, pero a años luz de los mencionados.

Y cuando todo parece ya perdido, cuando nos acercamos al final convencidos de la mediocridad que nos ha endilgado en esta ocasión nuestro admirado autor, este nos sorprende de manera genial. Sus últimas páginas resultan apabullantes, abrumadoras: estallan en un desenlace brutal. La historia deviene un cuento tan cruel como delirante. Casi tan despiadado como Una avanzada del progreso (An Outpost of Progress, 1896) del gran Conrad. Como si hubiera estado guardando el tipo durante mucho tiempo, empeñado en demostrarnos ser un escritor elegante y ocurrente, algo canallesco pero bonachón en el fondo, Mac Orlan se deja de florituras y saca de sí todo lo que uno esperaba (o al menos yo esperaba) de él: una historia sorprendente, con giros imposibles pero nunca cuestionables desde el momento en que Mac Orlan nos sumerge en ellos, de personajes ahora sí rebosantes de vida y pasiones, de deseos y desesperación. Y la maldad, esa maldad inocente, pura y desarmante de aquellos que hacen el mal porque en su vida no han conocido otra cosa.


La edición cuenta con una traducción arcaica de Julio Gómez de la Serna, que a pesar de indicarnos en los créditos del libro que ha sido sometida a una revisión, de seguro que esta ha sido algo perezosa (por ejemplo, se mantienen las tildes en dio). En su descargo, diremos que cuenta con un cuadernillo central con magníficas ilustraciones a cargo de Antonia Santolaya, Enrique Flores y Felipe Hernández Cava. Si a esto añadimos un prólogo del excelente Raymond Queneau y unas palabras finales a cargo de Ramón Gómez de la Serna, como siempre escribiendo sobre el autor utilizando greguerías, como siempre oscilando entre lo genial y lo idiota, pues mucho mejor.

MAC ORLAN, Pierre. El canto de la tripulación. Prólogo de Raymond Queneau; epílogo de Ramón Gómez de la Serna; ilustraciones de Antonia Santolaya, Enrique Flores y Felipe Hernández Cava; traducción de Julio Gómez de la Serna. Vitoria-Gasteiz: Ikusager, 2003. 192 p. Correría; 17. ISBN 84-85631-93-5.