martes, julio 26, 2011

Legados macabros: una recopilación de cuentos publicados en la mítica revista Weird Tales realizada por Mike Ashley

Me hice con este libro porque me interesaba leer algunos de los relatos incluidos en él. Pero claro, ya puestos, pues uno se lo lee entero, ¿no? Sería como hacer un feo a los demás. Un par de ellos suponían una relectura, pero nada mejor que releer un buen cuento.

La distorsión que vino del espacio (1934), de Francis Flagg (George Henry Weiss), era uno de los que me interesaba. Quería leerlo para tener más material que comentar en el programa dedicado a él en mis colaboraciones en la radio (AQUÍ). Y desde luego fue toda una magnífica sorpresa. En parte, se trata de un relato que sigue el camino que otros perfeccionarían o que ya a esas alturas habían desarrollado de manera magistral. Podría incluirse en el segundo grupo sin temor, pues aquí Flagg muestra auténtico genio en una historia tan breve como impactante, un perfecto ejemplo de “horror cósmico”, el terror provocado por una visión de la inmensidad del espacio y las estrellas lejanas, de los seres que lo habitan y su, para nosotros, incomprensible mundo. En fin, un hijo inteligente de H. P. Lovecraft.

Un meteorito cae en una desolada región de los Estados Unidos. Un fragmento destroza el tejado de un rancho y va a parar a una habitación. Allí, el tiempo y el espacio se distorsionan dando una imagen de la inmensidad del universo, una grandeza sobrecogedora y brutal a nuestros humanos ojos. Ante el terror de ver, de tener ante sí la vastedad del vacío estelar, se sobrepone la comprensión por el ser solitario y perdido que lo ha provocado: el meteorito transportaba un ser de otro mundo, y lo que asemeja un ataque no es sino un sistema de defensa. La ironía está servida, pues el intento de comunicación de este ser con los humanos resultará una tarea fútil: Stanislaw Lem, años después, nos haría sentir esto con la misma fuerza. Francis Flagg nos ofrece así una visión pesimista de la existencia humana: nuestra incapacidad para comprender lo que es distinto a nosotros supone una barrera infranqueable.

Relato nacido también de la teoría de la relatividad de Einstein cuyo descubrimiento había asombrado al mundo, esto no es sino una inteligente excusa para mostrarnos lo más lejano por medio de algo que bien podría ser un agujero de gusano primitivo. Impresionante el paseo “espacial” del protagonista en un lugar en el que nuestras leyes físicas han desaparecido, pues sucede dentro de un cuarto de una perdida casa en el campo. Es difícil transmitir una idea tan acertada de lo ajeno, de lo extraño, y Flagg acierta de lleno.

En resumen, un magnífico relato que guarda ciertas concomitancias con El color que cayó del espacio (1927) del mentado Lovecraft, pero no por esto hay que considerarlo menor.

Los tres centavos marcados (1934) de Mary Elizabeth Counselman era el otro relato que más me interesaba a priori de esta antología, pues también a ella le quería dedicar un programa en la radio (AQUÍ) y, siendo este cuento el más conocido de los suyos, pues no me venía nada mal poder leerlo al fin.

Counselman nos cuenta el devenir de un extraño concurso protagonizado por tres centavos marcados respectivamente con un círculo, una cruz y un cuadrado. Uno significará la obtención de un premio de 100.000 dólares, otro un viaje alrededor del mundo y el tercero la muerte. Las monedas son repartidas de manera anónima y van circulando por la ciudad, de tal manera que quien las encuentra puede decidir si quedarse con una y arriesgarse con el premio o bien pasarla a otra persona en cualquier transacción comercial. ¿Quién se arriesgaría a quedarse con una de ellas sin saber qué significan los signos? La tentación es fuerte por los premios positivos, pero morir por quedarse con la moneda equivocada provoca un pavor más fuerte que la tentación que supone tener buena suerte. Aunque la gran ironía es que tal vez todas las monedas serán igual de nefastas para los ganadores. Y la explicación de los signos, claro, todo un ejercicio de interpretación retorcida.

Excelente relato escrito como si se narrara una crónica de sucesos, lo cual acrecienta y hace más terrible su oscuro significado al no incidir dramáticamente sobre el mismo.

Calaveras en las estrellas (1929) es una aventura del héroe puritano Solomon Kane de Robert E. Howard. Ojo, que lo de puritano es de Howard, no mío, jajaja. Ambientación terrorífica, espíritu aventurero y pulp para un relato en el cual Kane se enfrenta a un fantasma infernal capaz de asesinar pese a su inconsistencia física. El páramo, el pantano, la ciénaga y la luna bañando todo con su irreal luz el enfrentamiento con la extraña criatura componen el escenario perfecto para esta historia de horror. Pero lo más interesante a mi parecer es cómo el héroe, que representa el bien, al tener que recurrir a la violencia y a la muerte para extirpar el mal no siente la bendición y la tranquilidad de haber hecho algo bueno. Por el contrario, la triste verdad es que al mal solo es posible derrotarlo con sus propias armas, una visión oscura de la existencia y de cómo Howard no justifica los actos de su héroe. También es verdad que tampoco es que los condene, pero es todo un acierto plantear la cuestión en un relato cuyo espíritu es, en esencia, contarnos una aventura macabra. Howard trabaja así con Kane, su héroe taciturno y silencioso, entregado a su tarea tal que una misión religiosa en la cual no hay compensación ni alegría. Un héroe oscuro y fatalista más acorde con nuestros días que con los de la era dorada del pulp. De ahí su modernidad.

En El que tenía alas (1938) Edmond Hamilton nos cuenta la historia de David Rand, una extrañeza, un mutante, un niño que ha nacido con dos anormales gibas en su espalda. Protuberancias que darán paso a unas alas que lo convertirán en el primer humano con la capacidad de volar. Pese a que la razón por la que la mutación ha tenido lugar no deja de ser un lugar común del más trillado relato pulp, Hamilton, como su héroe, pronto alza el vuelo y consigue dar vida y fuerza a una historia sobre lo que es ser diferente, la renuncia a esa diferencia para ser un hombre normal y la llamada continua de su yo interior que se rebela a su nueva condición de normalidad.

Hamilton logra momentos en verdad hermosos cuando nos transmite la alegría exultante y la libertad sin parangón de ese hombre capaz de batirse en vuelo con los halcones más veloces, de oler y escuchar el viento, de sentir con una fuerza irresistible la llamada del sur. Vendrán el amor y su lucha por convertirse en un hombre como los demás, pero ahogar la diferencia con una máscara solo puede dar una felicidad pasajera.

Gran relato de Hamilton que aúna de manera brillante momentos de una belleza contenida y sencilla con una tristeza tan inevitable como, en el fondo, enaltecedora. Imposible leerlo sin recordar en algunos momentos al gran film de Tod Browning Garras humanas (1927), aunque la tristeza de Hamilton no nace del desgarro y del dolor, sino de la aceptación de lo que uno es siendo distinto a todo lo que los demás son.

La suprema abominación es un relato del ciclo de Hiperbórea que Clark Ashton Smith dejó incompleto y que terminó el “especialista” en recosidos Lin Carter en el año 1973. Como es habitual en Ashton Smith, y Carter no le desmerece aquí, estamos ante un relato con gran capacidad de sugerencia y una inusual intensidad. Esta historia sobre invocaciones de olvidados dioses de criaturas-serpiente condensa horror, fascinación y una enorme capacidad de llevarnos en pocas páginas al corazón de lo desconocido. Un relato sin sorpresas pero perfecto en su atmósfera.

Retransmisión eterna (1973) de Eric Frank Russell es un extraño relato que nos lleva de viaje por la muerte con dos criaturas bien distintas: un humano y un ser del planeta Delta. Desde la plena conciencia del ser a la unión con el todo infinitamente grande, infinitesimalmente pequeño. Todo en la creación tiene un mismo origen y un mismo final. Parece cosa como de científicos, pero no. La deriva es teológica.

El que esquivaba las balas (1943) de Ray Bradbury resulta efectivo y curioso, pero adolece de ese tono blandito y algo beato del Bradbury que menos me gusta, al que se le nota que quiere trascender y resultar poético. ¡Si no lo necesita! Recuerdos de infancia, la inocencia de ser niño, un ser divino que protege esta inocencia… Todo muy película de la Amblin cuando no les sale bien. Bueno, claro, tenéis razón: al revés, que Bradbury llegó primero.

Robert Bloch y Henry Kuttner rinden homenaje a H. P. Lovecraft en El beso siniestro (1937), un relato de seres abominables que realizan sus siniestras llamadas desde el mar. Un joven pintor, una herencia (genética, cómo no) corrupta, sueños que se confunden con la realidad, el mar como lugar que oculta monstruosas criaturas ancestrales… Solo falta la ciudad oculta de R’lyeh. Buscando las fuentes más en los mitos clásicos (en concreto, la figura de las sirenas y sus cantos hipnóticos, aquí de marcado carácter deforme y animal) que en los mitos creados por Lovecraft, sí mantiene en lo formal (estilo y estructura del relato, personajes recurrentes, situaciones semejantes) y lo argumental las maneras del maestro. Si bien sin alcanzar en ningún momento las cotas de horror de aquel en quien se inspiran. Se cita a Arthur Machen en esa búsqueda de una mítica más centrada u original de las leyendas, pero en espíritu es a Lovecraft a quien se invoca.

Como curiosidad, bien podrían haberse currado un poco más el nombre de esa española procedente de Granada, la ancestro del protagonista: Morella Godolfo. Ni Poe ni Granada.

El superviviente (1954) de Howard Phillips Lovecraft y August Derleth es uno de mis favoritos de los recuperados y reescritos por Derleth del maestro de Providence. Las ciudades, los libros malditos mencionados, la longevidad insana, extraños y antiguos cultos dedicados a dioses infames… Y los Profundos, los hombres peces, los hombres saurios, los reptiles al servicio de estos dioses antiguos (¿os suenan Cthulhu y Dagon?). En fin, puro Lovecraft. Pero lo que engrandece el relato es que Derleth ha sabido mantener el tono intenso, la atmósfera malsana y maldita, el aire de perdición y el sentimiento de hollar aquello que no debe ni ser mirado con una fuerza magistral. Nada nuevo más allá de Lovecraft, pero es mucho teniendo en cuenta el año de publicación. Como ejemplo, esa casa embrujada donde se desarrolla la acción, heredera directa de las casas encantadas más clásicas del género de terror, pero aquí a la vez tan distinta. El maestro y el heredero en ebullición creativa.

Salvo la portada del libro, el resto de ilustraciones son de la maravillosa Margaret Brundage. Hay una estupenda selección de sus dibujos en el gran blog Jungle Frolics.

ASHLEY, Mike (sel.). Legados macabros. Traducción de Héctor Raúl Pessina. Buenos Aires: Lidiun, 1981. 175 p.

martes, julio 05, 2011

Marcus Sidéreo: el cielo es azul pastel, pero los humanos son detestables

Buceando en la serie B de la literatura a veces falta el aire. Hay sorpresas, imaginación, ingenuidad y diversión, pero también aburrimiento y cutrerío. Igualito que en cualquier otra faceta de la vida literaria de cada cual. Otra cosa es la vida normal, donde abunda lo segundo. El mundo de los bolsilibros es más justo.

Marcus Sidéreo, uno de los catorce seudónimos que llegó a utilizar la escritora María Victoria Rodoreda, es quien nos ocupa hoy. Una escritora desigual, de estilo básico, sin florituras, directo y, cuando le falla la imaginación, algo torpón. Cuando no, es un disfrute asegurado pese a sus limitaciones. En sus obras la acción es continua, trepidante, y cuando la historia se deja llevar por los destellos más fantásticos su lectura es una gozada.

Los “agentes” (1972) es un ejemplo perfecto de cuando Marcus Sidéreo se desata. Resulta una novela arrebatadora pese a su ingenuidad, divertida, trepidante y sorpresiva en su desarrollo argumental. Ingenua porque sus notas a pie de página (¡un bolsilibro con notas a pie de página: no me digáis que no es un encanto!) son un poquito sonrojantes, la verdad. O evidentes o inútiles, cuando no tras leerlas uno piensa que esa nota necesita otra que la explique (y entonces es cuando me parece genial). Ingenua porque en el espacio profundo para la buena de Marcus el cielo siempre es de color azul pastel. Ingenua porque cuando su imaginación corre sin freno suele caer en algún disparate argumental. Pero no nos importa. No importa en Los “agentes” porque desde su inicio hasta su final nos lleva de sorpresa en sorpresa.

El satélite Adverger I es un lugar solitario y lejano. Sus habitantes, colonizadores de otro mundo, deben vivir sometidos a la esclavitud de la falta de aire y verse obligados a precisar de continuo trajes con escafandras y oxígeno para vivir. Abandonados por su planeta de origen debido a que hay crisis y no se puede gastar dinero en la aventura espacial (¡sí, escrita en el año 1972!), los advergerianos (imagino que se llamarán así pues en la novela nunca se llega a especificar) viven sometidos a una vida que es una celda en la cual se consumen sus sueños.

Bajo un sistema militar, el joven piloto Ramsahil está cansado de todo. Adverger I lanza al espacio naves exploradoras en un desesperado intento por mantener su existencia plena de sentido: si pervive la idea de que aún se investiga el espacio, vive el satélite. Pero los recursos de este se agotan y las naves no podrán seguir cruzando los cielos ignotos. En uno de sus últimos viajes, una de estas naves retorna contaminada por un agente desconocido. Las autoridades quieren mantener en secreto el incidente, pero Ramsahill se rebela ante los mandos superiores. ¡Basta de la dictadura militar! ¡El ciudadano tiene derecho a conocer la verdad! ¡Libertad para el individuo, aunque ello conlleve la muerte! En la España de Franco, Marcus Sidéreo alzaba su pequeña voz. Tan válida hoy en día como ayer.

A partir de la solitaria revuelta y de la aparición de la profesora Kapra, la trama amorosa era inevitable en el mundo del bolsilibro, la acción se dispara y ambos personajes nos llevarán por un recorrido brillante en acción y espíritu de la maravilla. Otros mundos, otros soles, planetas devastados y civilizaciones alienígenas más cercanas al universo de Stanislav Lem que al habitual de estos relatos más aventureros jalonan un viaje que es un verdadero placer. Y con una sorpresa final tan feliz para los protagonistas como admonitoria para nosotros, los horribles y detestables humanos del planeta Tierra.

Porque otro aspecto que destacar de Marcus Sidéreo, además de su aire abiertamente libertario, es su mensaje pesimista en lo que a los humanos se refiere: bombas, odio, destrucción, países enfrentados, poderosos aplastando a los más débiles… Ecos de la guerra fría. El hombre ha hecho de un planeta hermoso un infierno detestable. Hay esperanza para ellos… ¡siempre que decidan cambiar! Un zas en toda la boca a la condición humana que rompe todos los esquemas que se podrían esperar de un bolsilibro. Y sí, los alienígenas son superiores a nosotros. Pero no porque su ciencia es superior, sino porque no la utilizan para la destrucción.

Lástima que la novela que me leí justo seguido, El invento (1972), me provocara sensaciones totalmente distintas. Y eso que en cuanto a lo que el mensaje de advertencia y la visión negativa del hombre si este se empeña en administrar de forma equivocada sus avances y sus conocimientos se refiere resulta igual de potente. Es el envoltorio lo que naufraga.

Aburrida, previsible y tontuela, El invento más que avanzar se arrastra hasta su final. Y eso que comenzamos en el año 1999, pasamos en el capítulo 2 al siglo XXIII, de nuevo a un apocalíptico 1999, vuelta al siglo XXIII pero en un planeta alienígena y otra vez a la Tierra postnuclear del siglo XXIII y de nuevo… En fin, que parar a respirar no se para, pero la bombona de oxígeno está agotada casi desde el inicio.

La novela ofrece una idea interesante: desde ese planeta lejano, unos alienígenas nos observan (un profesor y dos alumnos, una clase de historia terrestre), y con ellos asistimos al auge y caída de la Tierra. Pero esta idea pronto se torna un problema: lo que podría haber sido algo tan descabellado como valiente, a las pocas páginas se desvela como un recurso torpe, repetitivo y cansino. Porque nuestros amigos alienígenas a lo que se dedican es a explicarnos todo lo que va sucediendo interrumpiendo de continuo una acción que apenas interesa, pero que a saltos interesa aún menos, a modo de coro griego. Se cede la intensidad de los acontecimientos a las explicaciones del profesor alienígena y a las preguntas chorras de sus dos alumnos. En fin, un martirio. Y eso que los alienígenas siguen siendo superiores a nosotros en todos los aspectos. Y eso que el cielo en el espacio profundo continúa siendo de color azul pastel.

Y sí, de nuevo Marcus se reserva una sorpresa final tan delirante como efectiva (bueno, a mí me sorprendió, qué queréis que os diga), pero para entonces las aventuras de la pareja protagonista, unos nuevo Adán y Eva postnucleares enfrentándose a tribus salvajes a lo Conan, ya no nos importan un pimiento.

Una de cal y otra de arena, lo mejor y lo peor de los bolsilibros de la mano de la misma autora. Y es que cuando se bucea en la serie B a veces falta el aire. Pero cuando nos llega una bocanada su pureza nos resulta tonificante.

SIDÉREO, Marcus. Los “agentes”. Ilustración de cubierta de Antonio Bernal. Barcelona: Bruguera, 1973. 126 p. La conquista del espacio; 131. ISBN 84-02-02525-0.

SIDÉREO, Marcus. El invento. Ilustración de cubierta de Antonio Bernal. Barcelona: Bruguera, 1972. 126 p. La conquista del espacio; 114.

lunes, julio 04, 2011

La invasión de los seres sin cuerpo, de Kelltom McIntire (1980)

Bueno, seguro que os suena: en mitad del desierto (en esta ocasión, australiano) cae un enorme meteorito que provoca un socavón de espanto. En su fondo, una roca del espacio adornada con estratos y vidrios de diversos colores que más bien hacen pensar en una nave espacial. Los militares acordonan la zona, llegan los curiosos y extraños acontecimientos comienzan a suceder. Jeje, cuántas películas hemos visto con este comienzo, ¿eh?

Vale, pues este no es el comienzo de La invasión de los seres sin cuerpo (Kelltom McIntire, 1980). A ver, entendedme, no me lo he inventado, pero todo comienza cuando la bella y feliz pareja formada por Lin y Larry Burack regresan de su maravillosa luna de miel. Él empieza a trabajar de inmediato. Un buen empleo, bien remunerado, pero que le obliga a estar fuera de su hogar, viajando de manera continua y, sí, lo habéis adivinado, en muchas ocasiones atravesando el solitario y baldío desierto australiano. Hasta que un día desaparece. Y mira qué casualidad que el bueno de Larry desaparece el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar donde el dichoso meteorito con el que abría estas líneas ha ido a estamparse.

Kelltom McIntire (nombre real: José León Domínguez) narra estos sucesos desde el punto de vista de Lin, la esposa, en primera persona, por lo que los acontecimientos importantes siempre suceden en off. Más fácil a la hora de narrar, más aburrido de leer. Pero ojo, y esto es lo sorprendente: McIntire no lo hace nada mal. Quiero decir: posee cierto pulso narrativo, consigue que mantengamos la atención pese a que la historia nunca termina de alzar el vuelo, y contra las convenciones y topicazos que utiliza en su historia consigue que el libro no se nos caiga de las manos. No hay párrafos de una línea, no hay diálogos chorras, no hay relleno a paletadas… Lo único que falta es un poco de imaginación, algo de locura que empujara la narración hacia derroteros más interesantes.

Porque la verdad es que esta invasión de los seres sin cuerpo del espacio exterior debe de ser una de las más inofensivas y desastrosas de la ciencia ficción. Jamás la hipnosis sirvió para menos, y pocas veces el poseer un cuerpo (los seres ocupan mentalmente los cuerpos de los humanos dejando la conciencia del ocupado allá lejos, perdida en el miasma del subconsciente, aunque cuando conviene sale a flote para discutir con el ocupante) resultó una tarea tan fútil.

En fin, como comenta José Carlos Canalda en su artículo (buscad el capítulo 8) dedicado a este autor en el Sitio de Ciencia Ficción, McIntire no era un experto en el género, y aplica su buen oficio como puede. Sinceramente la leí con algo de pena porque su estilo está por encima de la media que suelen ofrecer los autores de bolsilibros, es solvente, pero más le hubiera valido escribir peor y haber sido más imaginativo. ¡No se puede tener todo!

Como curiosidad, destacaría una de las primeras cosas que hace uno de estos extraterrestres (Karchach) nada más instalarse de ocupa en el cerebro de Larry, el marido de la protagonista. Como son entes sin cuerpo, necesitan el de un humano para vivir fuera de su nave. El individuo parasitado queda en un estado de semi catatonia en el que parece no sentir nada. Solo obedece y hace lo que le dicen, salvo esos momentos que he comentado en los cuales, a exigencias de la conveniencia del relato, la personalidad original hace aparación estelar para discutir un ratillo con el ocupante. Bien, pues tenemos a Larry cual robot humano obediente. Hasta que se escapa de casa y Lin sale a buscarlo desesperada. Lo encontraron tras su desaparición en el desierto en este estado y ella teme en todo momento por él. ¡Y ahora se escapa! ¡Mecachis! Y lo bueno es que nuestro amigo el extraterrestre sin cuerpo, ahora que lo tiene, se ha escapado para visitar… ¡un prostíbulo! Hala, a chingar como un poseso, que son dos días y hay que aprovechar. En fin, uno se tiene que reír aunque no quiera, aunque momentos antes la búsqueda temerosa de Lin había sido llevada con un ritmo muy correcto.

Hay dos momentos en los que a McIntire no le temblequea la historia, lo cual le permite resultar muy efectivo porque, como ya he dicho, y lo digo de verdad, no escribe mal. Uno es cuando a Lin (la esposa, por si ya os habéis perdido) la intentan estrangular en su coche mientras conduce: un buen capítulo de acción angustiosa. Y otro, cuando Lin es invitada a visitar el interior del meteorito. Breves dentro del conjunto, pero dan una idea de lo que Kelltom McIntire puede hacer si da con una historia inspirada. Seguiremos buscando.

McINTIRE, Kelltom. La invasión de los seres sin cuerpo. Ilustración de cubierta de Tamurejo. Barcelona: Bruguera, 1980. 95 p. La conquista del espacio; 517. ISBN 84-02-02525-0.

domingo, julio 03, 2011

La décima víctima en la radio # 56: la revista Barsoom. Despedida y final



DESCARGAR (pulsar botón derecho y seleccionar guardar destino como) Duración: 12' 49''



Entrega 56 y última de lo que ha sido esta saga de literatura fantástica que La décima víctima ha acometido en el programa Los dos de la tarde de Canal Extremadura Radio. Se emitió el 28 de junio de 2011. Aunque se hable de un final de temporada y de un posible retorno, es un adiós definitivo. Quiero agradecer, por supuesto, a Carlos Macías y a Kanuto, codirectores y copresentadores del programa, el haber confiado en mí para llevar adelante esta sección y por haberme aguantado durante más de un año. También agradecer a Emilio León, producción, y a todo el equipo técnico su infinita paciencia. Mejor o peor, lo hice por puro amor a la literatura que me apasiona. Me despedí hablando de BARSOOM: LA REVISTA DEL PULP Y LA LITERATURA POPULAR.


Barsoom es, como queda claro en su título, una revista dedicada al pulp y a la literatura popular. Su espíritu es pulp, su corazón lo forman la aventura, el terror, la fantasía y la ciencia ficción. Por sus páginas desfilan autores que aquí veneramos y otros que suponen un maravilloso descubrimiento. O lo suponen para mí, claro. En cualquier caso, siempre un regalo para el lector. Un paseo con muchos de los escritores que nos gustan pienso que es la forma perfecta de cerrar una página del devenir de este blog. ¡Tuvo sus buenos momentos!


A todos los que habéis seguido la sección, bien de manera habitual, bien ocasional, quiero daros las gracias por haber dedicado algún momento de vuestras vidas a escuchar estas recomendaciones literarias. Solo si en algún momento os han sido de utilidad habrá merecido la pena.

¡GRACIAS!