miércoles, febrero 21, 2007

Nueve relatos de Edogawa Rampo



Tras el seudónimo Edogawa Rampo (pronunciación japonesa de Edgar Allan Poe) se ocultaba el considerado oficialmente como padre de la literatura de terror japonesa: Hirai Taro (1894-1965). Al fin se publica en España un volumen con algunos de sus relatos. Los aficionados al género lo esperábamos con impaciencia, pues quienes habían tenido acceso a ellos lo vendían como un prodigio al cual el resto de los mortales, qué pena, no podíamos aspirar a conocer. Pues ya sí. Y, como por desgracia suele suceder, no era para tanto. Hay autores de culto que parecen serlo única y exclusivamente por lo difícil que resulta acceder a su obra. Un valor ciertamente fútil.

Pero tampoco neguemos lo evidente: su importancia en la implantación y difusión del género en Japón es incuestionable, así como la impronta que ha dejado en otros autores, tanto en el campo de la literatura como en el del cine y el manga, hasta el día de hoy. Solo basta decir que la importancia no siempre va unida a la calidad, y que de su admirado Poe a su propia obra median unas distancias que ni el más alucinado de sus seguidores se atrevería a acortar. Esto no quita que algunos de los relatos aquí incluidos me parezcan excelentes, claro, pero pienso que resultará de más ayuda a quien no conozca a este autor y le apetezca leerlo que no se lo disfracen con trajes que no le vienen bien.

El primer relato (aunque aviso que en adelante no seguiré en mi comentario el orden del libro) incluido en esta recopilación, Relatos japoneses de misterio e imaginación (Japanese Tales of Mistery & Imagination, atención a este título original que nos hace temer que la traducción no es del original japonés sino de una traducción al inglés, lo cual puede desvirtuar más de lo común la apreciación de estos relatos), de increíble portada de la edición de Jaguar (cuesta trabajo imaginar algo más cateto y feo: esa silueta de la niña con los ojos como dos estrellitas habrá conseguido que este libro venda menos aún de lo que ya esperarían los editores... o bien a los amantes de la literatura de terror ya nos da todo igual, que también) es La butaca humana (Ningen Isu, 1925). Más grotesco que terrorífico (hay que reconocer que este relato se puede prestar a un sano cachondeo), atrapa por la sencillez y clasicismo de su estructura y desarrollo en curiosa combinación, de fuerte contraste, con la delirante trama. También jugando con lo grotesco y lo exacerbado de los sentimientos humanos, destaca otro gran relato: La oruga (Imomushi, 1929). Relato negro, más bien negrísimo, en el que se entremezclan el rechazo y la atracción mórbida por lo monstruoso, por lo deforme. De una gran crueldad, resulta aún más terrible por lo que sugiere que por lo que se nos cuenta directamente, si bien tampoco es que pase por alto detalles escabrosos: es solo que podrían serlo más aún... Por ejemplo, en sus referencias fálicas, tan salvajes como nunca explicitadas. Un relato morboso, efectivo y de tremenda fuerza gracias a la sabia combinación de lo que nos es narrado con detalle y lo que es dejado a nuestra (maltrecha) imaginación.

Tal vez sea en estos dos relatos donde se aperciban de manera más clara las influencias que sobre los autores nipones de terror ha ejercido Rampo. No es difícil, leyéndolos, pensar en directores como Takashi Miike o Yasuzo Masumura o dibujantes de manga como Hideshi Hino y Suehiro Maruo. Estos han leído sus relatos, no lo dudéis ni un instante.

Rampo también creó un detective al estilo de Sherlock Holmes y Auguste Dupin: el Dr. Kogoro Akechi. Lo que no se nos cuenta en el prólogo es que su creación se encuentra a años luz de sus modelos. Así se puede comprobar en El test psicológico (Shinri Shiken, 1925), tan entretenido como intrascendente. El resto de relatos de misterio o detectivescos que se incluyen en el libro son lo peor del mismo. Así El precipicio (Dangai, 1950), historia criminal desgranada en forma dialogada, teatral. Presenta un curioso juego sadomasoquista de la protagonista, pero la trama de asesinatos que plantea Rampo es torpe, está infestada de tópicos, su desarrollo es aburrido hasta el hastío y su banalidad llama la atención al más despistado. Así en La cámara roja (Akai heya, 1925), un relato de crímenes perfectos cuya gracia quizá consista en que el criminal nunca se mancha las manos con ellos. No negaré que resulta simpático, pero también de un tontorrón que casi da la risa. Y la sorpresita final es un trago que bien Rampo nos podría haber ahorrado. Así en Los gemelos (confesión de un criminal condenado ante un sacerdote) (Sôseiji, 1924). El doble, la suplantación de personalidad, el horror a los espejos y el crimen son temas recurrentes en los relatos de horror y han dado notables obras maestras en el género. No es este el caso. Un relato criminal que parte de un buen puñado de ideas, si no originales sí al menos sugerentes, pero que son desechadas por el típico conflicto nacido de la pregunta "¿qué error cometí en el crimen que creía perfecto?" La respuesta no interesa lo más mínimo. Y así en Los dos inválidos (Ni Haijin, 1924), en el que encontramos de nuevo el tema del crimen perfecto y en el que una vez más la sorpresa final resulta algo tontuela. Pero aquí el ritmo es bueno y se lee con interés. Al menos con mayor interés que los cuatro precedentes.

En contraposición al relato Los gemelos, en El infierno de los espejos (Kagami-jigoku, 1924) el protagonista lo que siente es una morbosa atracción por los espejos. Una obsesión que lo lleva a la locura y al castigo por la transgresión. El modelo narrativo no presenta nada que no hayamos leído otras mil veces. Rampo vuelca toda la fuerza del cuento en lo estrambótico de la fijación del protagonista, siendo su desarrollo absolutamente convencional.


El último relato que voy a comentar es también el último del volumen: El viajero con el cuadro de las figuras de tela (Oshie to Tabi-suru Otoko, 1929). Imagino que me ocurre lo que a todos los que gustan de leer cuentos: sea cual sea el autor, en una colección de relatos siempre esperamos encontrar al menos uno que nos conmueva, que nos lleve a pensar que al fin dimos con esa joya que anhelamos disfrutar. En algunos casos son muchos, en otros por desgracia ninguno. En esta colección de cuentos de Rampo hay una joya prodigiosa. Y es este. Perfecto en la creación de una atmósfera de ensoñación, irreal, de espejismo, de atisbo de un auténtico mundo fantástico. En esta historia de amores más allá de lo terrenal y objetos mágicos que la hacen posible, Rampo está sensacional de principio a fin. No hay más que ver con qué sencillez y maestría nos introduce en los mares en los cuales habita lo increíble, lo sorprendente: con algo tan común como es subir a un vagón de tren e iniciar un viaje. Lo extraño es siempre una cuestión de mirada. Y la de Rampo en este relato es única, maravillosa. En un libro dominado por la mediocridad, este cuento justifica al resto.

RAMPO, Edogawa (Hirai Taro). Relatos japoneses de misterio e imaginación. Traducción y notas de Juan José Pulido; prólogo de Antonio Ballesteros: ilustraciones de M. Kuwata. Madrid: Ediciones Jaguar, 2006. 205 p. La Barca de Caronte. ISBN 84-96423-22-0.

jueves, febrero 15, 2007

Jeeves y el espíritu feudal (1954), de P. G. Wodehouse


Las aventuras del señorito Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves son una gozada, y si no las conocéis os las recomiendo. Se pasa un rato divertido de mil demonios. La cosa es siempre más o menos la misma: el descerebrado del señorito que se ve envuelto en mil líos y el mayordomo que le salva de ellos. Lo genial está en que, como se adopta siempre el punto de vista del petimetre de Bertie, los hechos se narran desde una perspectiva, por decirlo suave, curiosa (esto es: el pobre no se entera de nada). No es fácil que el narrador, Bertie Wooster, transmita tanta estupidez y, al tiempo, todo lo que se nos cuenta quede diáfanamente claro para el lector, mérito del estilo mordaz y no tan edulcorado como en un principio se puede pensar del gran P. G. Wodehouse (Sir Pelham Grenville Wodehouse, 1881-1975).

Debo confesar que Bertie me cae fenomenal. Envidio (y lo digo de veras) que su única preocupación en este mundo sea el campeonato de dardos que se celebra cada año en su Club, el Club de los Zánganos. Bueno, y los encargos que le hace su tía favorita, o esos líos de faldas que se le caen encima. O cómo cita a Jeeves para darse aires de intelectual, equivocándose siempre y quedando como un idiota. En fin, que resulta simpático por el calibre inmenso de su ineptitud: es una persona que no sirve para nada. Ni falta que le hace.

En esta novela, Jeeves y el espíritu feudal (Jeeves and the Feudal Spirit, 1954), la séptima de la serie protagonizada por el genial mayordomo y su señorito botarate, los líos se suceden, entre otro montón de cosas, gracias a Florence, una joven bella e intelectual cuyo novio tiene amenazado de muerte a Bertie porque ella, por darle celos, flirtea con nuestro héroe (que solo piensa en la paliza que le dará o no el cabreado novio). Un ejemplo (podéis leer, pues esto no resume más que una página de la novela y no desvelo nada): Florence desea visitar un garito, un antro de mala muerte, pues quiere documentarse para una novela que está escribiendo (una novela con una trama imposible, hay que decir). Recurre, claro está, al snob de Bertie, que se los conoce todos, y allá que se van, él con pocas ganas pues teme demasiado al novio de la bella y veleidosa Florence. En el local, la orquesta está tocando y el cantante desgrana todo su almíbar. Y aquí entra el genial Bertie a describir el número:

"Es curioso. Conozco a uno o dos compositores de canciones y los cuento entre los más joviales de mis conocidos, siempre dispuestos a sonreír y llenos de salidas graciosas y cosas así. Pero en el momento en que aplican la pluma al papel, nunca dejan de adoptar el punto de vista lúgubre. Me refiero a todas esas historias de "Nos estamos distanciando y me rompes el corazón". La cuestión que este pájaro nos exponía a través del micrófono tenía que ver con un tipo que lloraba sobre su almohada porque la chica a la que amaba iba a casarse al día siguiente, pero, y ahí estaba el quid o la pega, no con él. Eso no le gustaba. Contemplaba la situación con pesadumbre. Y el del micrófono extraía hasta la última gota de jugo de este planteamiento." (p. 41)

Genial Bertie Wooster. Y su papá, P. G. Wodehouse.



WODEHOUSE, P. G. Jeeves y el espíritu feudal. Traducción de Jordi Mustieles. Madrid: Anagrama, 2005. 203 p. Hoy libro. ISBN 84-9832-001-1.

miércoles, febrero 14, 2007

Nazareth Hill (1996), de Ramsey Campbell



Pues allá que me lancé con una novela de uno de los "grandes" del terror contemporáneo. O eso dicen, porque tras leer este mamotreto hinchado, pretencioso y tontorrón, a mí al menos me caben dudas. Ya me venían de antes, del puñado de cuentos que de Campbell había leído en diversas antologías y que indefectiblemente se me habían antojado insufribles. Pero con Nazareth Hill (The House on Nazareth Hill, 1996) debo reconocer que nuestro "maestro" del horror se ha superado. Es uno de los bodrios más gordos que me he echado a la cara en el último año, sin duda. Y el caso es que me fascinan las historias sobre casas encantadas: muy poco tendría que haber hecho el autor para atraparme. Pero no lo ha hecho. Ni ese poquitín que hubiera bastado.

En fin, tenemos entonces una casa encantada por brujas que fueron torturadas en ella y quemadas por un cruel y castrador hombre de leyes, o algo así. Estas malvadas brujas se adueñarán de la hija y el maligno inquisidor del padre, los nuevos habitantes de la casa. Posesiones, o algo así, pero da igual, porque Campbell resulta tan incongruente al final de la novela, un desenlace que contradice las más de trescientas páginas de apretada letra anteriores, que discutir sobre lo que nos quiere contar resulta ridículo. Nada nuevo en su argumento, nada nuevo en el desarrollo, que Campbell hace avanzar por medio del terrible enfrentamiento entre padre e hija, rememorando, o mejor reviviendo, lo que en su día pasó en la casa (el pasado siniestro que se repite en el presente, como es de rigor). La ominosidad de la casa no llega a hacerse palpable en ningún momento pese a la insistencia de Campbell por conseguirlo. Y las apariciones fantasmales... Pues eso, de bocas abiertas y hacer ¡BUH!

Su forma de narrar, que no sé si llamarla de escribir, es lenta y pesada, páginas y páginas de descripciones (parece que uno esté leyendo un catálogo) mortecinas hasta la exasperación, sin añadir nada al carácter de los personajes ni dando densidad a la oscuridad que debería impregnar cada línea. Una manera de rellenar folios de manera tan insustancial como dedicar tres páginas a cómo la chica saca tres tornillos de una puerta o bien otras tantas a cómo dos personajes se encuentran por la calle y hablan de... ¡nada! Pero ojo, ni de lejos la desazón del horror y el delirio ante el vacío de la existencia, que esto no es un libro de Samuel Beckett. Hablan de puras naderías con el bastardo objetivo de engrosar la novela.

Confieso que la comencé con auténticas ganas y espíritu positivo, si bien sabía que no se iba a tratar de una lectura enjundiosa, y hasta ha habido momentos en los que he conseguido que me entretuviera. Pero ha resultado una tarea superior a mis fuerzas. Esa morosidad que denota tan a las claras su deseo de conseguir cuantas más páginas mejor la hunde en la más absoluta mediocridad. Para rematar el desastre, la edición está muy poco cuidada, plagada de errores gramaticales y faltas ortográficas, dando ese empujón final que explica la cara de idiota que se le queda a uno tras perder horas de su vida leyendo esta moñería.


CAMPBELL, Ramsey. Nazareth Hill. Traducción de Manuel de los Reyes y Manuel Mata. Madrid: La Factoría de Ideas, 2001. 335 p. Solaris Terror; 1. ISBN 84-8421-483-4.

martes, febrero 13, 2007

El superviviente (1976), de James Herbert



En El superviviente (The Survivor, 1976) vamos a encontrar la ración habitual del salvaje Herbert, que si bien aquí parece más comedido que en otras ocasiones no deja de sembrar su relato de momentos “fuertes”. Es un poco lo de siempre, la verdad: locura colectiva que lleva a la gente a cometer crímenes atroces, alternando la trama principal con capítulos dedicados a las explosiones de violencia, siempre exacerbada y visceral, buscando el efecto más desagradable e impactante en el lector (y consiguiéndolo a veces). Una estructura nada original y que Herbert utiliza hasta lo cansino, pero tampoco se le puede negar su pulso narrativo. Aunque no se muestra tan inspirado como en Hechizo (Haunted, 1988), La oscuridad (The Dark, 1980) o Las ratas (The Rats, 1974), desde luego no cae en el aburrido y mortecino deambular de Los fantasmas de Sleath (The Ghosts of Sleath, 1994), la tristona continuación de Hechizo.

Resulta curioso que pese a que se nota demasiado su forma de hacer, el esqueleto de su manera de construir una novela, y que algunas situaciones idénticas resultan más efectivas e intensas en Hechizo (en concreto la sesión espiritista y las diversas posesiones), el libro no se hace pesado y entretiene. Podría dar más de sí, pero tampoco está mal lo que ofrece. Hay que añadir que ensambla un buen final. No es nuevo ni remitiéndonos a su obra, pero funciona.

Y como regalo imprevisto, nos ofrece esta frase que me encanta:

“(...), la vida se apartó de él como harta de su compañía.” (p. 189)


HERBERT, James. El superviviente. Traducción de César Armando Gómez. Barcelona: Planeta, 1979. 239p. Fábula; 41. ISBN 84-320-4140-8.