Jamás había leído nada de Adam Surray. Ya
sabéis que me encantan las novelas y relatos con cambios de cabezas y cerebros
que van de aquí para allá a una velocidad que ni que estuvieran escapando de algo.
Así que no he visto mejor manera de adentrarme en sus libros que uno con tan
irresistible y atrayente título: ¡Devuélveme
mi cabeza! (1980). Un auténtico diez que da lo que promete: locura, horror
y dislate todo en uno. Porque creedme que he disfrutado como un loco con este
pequeño bolsilibro. Y eso que nada más empezar creí haber topado con el mismo
Joseph Berna, el rey del punto y aparte: frases de una palabra que dan a las
páginas una configuración de lo más curiosa, casi parecieran listas de la compra
antes que propiamente un texto narrativo. Tal es así que no solo en las formas
asemeja ser un trasunto de Berna, sino también en cómo está tratada la trama y
sus ambientes y localizaciones. La historia comienza en un club de striptease
con sus tres primeras páginas dedicadas a cómo una chica se desnuda en público
ante una horda de hombres que más parecen bestias. Con detalle, de manera
pormenorizada, se nos va contando cada movimiento de su cuerpo, cada prenda que
se quita, las reacciones del público… El sexo tratado como en una película
clasificada S, salvo que en este caso el softcore resulta de una ingenuidad
desarmante. Solo falta el exacerbado humor, uno nunca sabe si pretendido o
involuntario, de Berna. Pero enseguida veremos que Surray (digamos ya que su
verdadero nombre es José López García, más hispánico no cabe) se aleja de este
no en el estilo, que continúa imperturbable, sino en el tratamiento y la
atmósfera de su narración. Perdón, no tan “enseguida”, porque las páginas
siguientes a la introducción en el club nocturno están dedicadas a contarnos el
polvazo del siglo, pero bueno, al menos ya empieza a adelantar la trama de
terror. No por el polvazo, sino por una conversación entre los dos
protagonistas del mismo. Y es que la chica del striptease, Debra Segal, que se
pasa todo el tiempo que está en escena desnuda o semi desnuda, le cuenta al
protagonista (Steve McLeod) que ha visto con vida a una amiga común (Elizabeth)
la cual murió en un brutal accidente de tráfico dos meses atrás. Steve no la
cree, por supuesto, pero Debra le enseña unas fotos que hizo dos días antes de
la conversación y Steve el súper tío duro da trazas de ceder. Va a resultar que
sí, que Elizabeth la muerta está viva. Y es entonces cuando Surray empieza a
tomarse en serio la novela. Asistimos entre aterrados y alucinados a un
terrible y despiadado asesinato que, en serio, consigue horrorizar por su
violencia y desnudez (de hechos, que de ropa también). Debra es negra, y el
racismo del criminal no puede ser más estomagante. Conciso, explícito sin
llegar a lo gratuito, Surray logra mantener a partir de este momento un
excelente tono de relato entre lo violento (la policía gusta de usar esos
métodos que ya conocemos tan bien de primero golpear y preguntar después,
aunque a veces ni preguntan) y el suspense (el ataque a Steve y a su nueva
novieta Samantha en el depósito de cadáveres, del que todavía se desconoce su
propósito, que supone una sorpresa tanto argumental como narrativa, pues Surray
no deja a un lado la tensión que puede provocar un buen momento de acción
localizado en un recinto pequeño y cerrado).
La novela avanza con buen pulso hasta casi el
final, donde asistiremos al gran momento en que el pastel quedará descubierto,
doctor loco incluido, y con personas que caminan con las cabezas de otras, cosa
que reconozco que siempre me encanta. No alcanza las cotas de locura del gran
Lou Carrigan, pero no le va a la zaga. El desenlace, ay, es precipitado: Steve
se quita a todo el mundo de en medio con demasiada facilidad, aunque esto es un
mal menor. Hasta aquí todo ha sido emoción y tensión dignas de la mejor serie
B. Con ella comparte sus más que claros y evidentes defectos: el estilo
entrecortado y la precipitación. Pero en conjunto es una obra más que
disfrutable. Y de paso el autor deja claro, en boca de su protagonista Steve,
que lo suyo no es Shakespeare sino James Hadley Chase y Mickey Spillane.
Permitirse una declaración de principios en una novela de bolsilibro, la
compartamos o no, siempre gozará de nuestro afecto.
En Las
brujas de Woodsville (1981) ya se percibe el alejamiento de Surray de las
formas de Joseph Berna, aunque algo queda. El ricachón Jeffrey Sutton pasa unas
vacaciones en su yate con un amigo y dos chicas que, como ya os lo podéis
imaginar, tienen serios problemas por permanecer vestidas. Enredando por aquí y
por allá el caso es que encuentran en el fondo del océano cuatro cajas
alargadas unidas en forma de cruz. Sacan el armatoste a las arenas de la playa
y al abrir las mentadas cajas hallan en su interior cuatro ataúdes, dentro de
los cuales hay cuatro cuerpos decapitados, tres mujeres y un hombre. No está
nada mal este inicio, que al menos promete algo de desquicie pues estamos en
California, lugar idóneo para el surgimiento de todo tipo de sectas adoradoras
del Diablo. Porque no otra cosa son los dichosos cuerpos: los fundadores de la
tenebrosa secta de los Adoradores de la Sangre, cuyos cadáveres incorruptos son
motivo de peleas y robos pues los actuales miembros de la secta los quieren
recuperar. Así los roban, con el nada sorprendente deseo de devolverlos a la
vida con los habituales ritos satánicos. Robert Badham, el típico brujo de
pandereta, es el nuevo líder, un trasunto de tantos Crowley y Lavey como
pululan por esas costas y que tanta admiración provocan en algunos. Yo me quedo
con este Badham, que al menos es más divertido, dura como malo un aliento y
tiene poderes de verdad. No sé de qué le valen si, como ya he dicho, lo
liquidan con una facilidad pasmosa. Surray demuestra haberse documentado sobre
brujería, quizá lo justo, sí, pero suficiente para hacer creíbles y peligrosas
las actividades mágicas y satanescas de la secta. Lástima que todo se desmorone
en un precipitado final en el que además los protagonistas del lado “bueno”
reciben una ayuda casi más milagrosa que la Mano de Gloria de los diabólicos.
Entretenida y ágil, apunta maneras aunque no termina de arrancar en
condiciones. Justo cuando empezamos a paladear lo bueno, esto es, los malos en
acción, va y se acaba.
La
llamada de los muertos (1983) nos presenta a un Adam Surray que parece haber
depurado un poquito su estilo. Las frases son más largas y ya no se suceden los
puntos y aparte a lo bestia, aunque ahí están pertinaces. No es mucho, vale,
pero está bien si el arranque de la novela es tan encantador como lo es en esta
ocasión. Una joven pareja de recién casados retorna de su viaje de luna de miel
en coche. Este sufre una avería, está anocheciendo y solo les queda avanzar
hacia Wardsville, un pueblo perdido en ningún lugar precedido por un inmenso
cementerio sin muros a su alrededor. Sus tumbas llegan hasta la misma
carretera. Sopla el viento golpeando los árboles, pero los oscuros cipreses del
camposanto no se agitan, permanecen petrificados, más tiesos que los cadáveres
en sus tumbas. Bueno, esto último es un decir, ejem. El automóvil se detiene
definitivamente y deben abandonarlo penetrando a pie en el villorrio. El
cementerio queda atrás, pero es entonces cuando, de forma increíble, desde él
les llega un lamento, una llamada: “¡Gladys!” ¡Y Gladys es el nombre de la
joven esposa! Dos capítulos iniciales que, con todos sus maravillosos tópicos,
suponen una buena y atmosférica introducción.
Los verdaderos protagonistas no aparecen
hasta la página 23: Janice Holm, la hermana de Gladys que está buscándola, el
detective privado Adam Bruckman, contratado por esta, y la secretaria de Adam,
Mariam Scott, un bombonazo que se pasa casi todo el tiempo que está viva en la
novela o en la bañera o fuera de ella a punto de entrar o justo al salir.
Vamos, que con ropa apenas si la podremos imaginar. Casi todo el desarrollo de
la trama consiste en la búsqueda del matrimonio desaparecido, dejando notar
Surray los gustos literarios que expusiera en ¡Devuélveme mi cabeza! Solo hacia el final la cosa se pone algo
locuela, con un monstruoso matrimonio que vive en lo más profundo de una cripta
bajo el cementerio de Wardsville. Han formado una simpática secta, la secta de
Shakan (no el Shazam del Capitán Marvel, parece), un demonio al que se adora
con violaciones, aberraciones sexuales y canibalismo del más salvajote. Vamos,
el lote habitual. Con una buena paliza a los malotes y el bueno de Shakan
destruyéndolo todo nos plantamos en el final. Entretenida y correcta, en
resumen, si bien falta algo de chispa.
Por lo que estoy comprobando, en las novelas
de Adam Surray todas las chicas tienen algún rasgo felino, son esculturales
como “diosas del Olimpo”, la ropa es algo que debe quemar como el fuego por lo
que les molesta estar con ella puesta y tienen los labios “gordezuelos”,
húmedos y lujuriosos. Elissa Scott, la que abre fuego en El siniestro doctor Sternberg (1984), también. Ella y su noviete
Fred Bottoms son dos rateros que están en problemas. La policía y el rey del
hampa, Paul Hawkins, los persiguen sin descanso. Elegir la mansión del doctor
Sternberg como el lugar de su próximo golpe quizá les ayude a dejar de huir:
los muertos no pueden correr, jajaja (risas maléficas). Pero cuidado, que
aunque yo esté aquí haciendo chistes malos no significa que no me haya gustado
esta novela de Surray. De hecho, es la que más me ha gustado de las cuatro, y
no solo eso: me ha parecido de verdad sensacional. Un puro disfrute, una novela
reivindicable cien por cien. Bueno, algo menos porque… Pero iré por partes, que
si no nadie me va a creer (como si alguien fuera a creerme explicándome mejor,
ay, qué iluso).
En el tramo inicial, tras la presentación de
Elissa y Fred y su rocambolesca situación, bien expuesta pero nada original si
os gustan las películas y las novelas de serie negra porque os habréis topado
con escenas semejantes cientos de veces, otro detalle que delata los gustos
literarios de Surray confesados por él mismo, pasamos casi sin respiro a la
tensa narración de la incursión de Elissa por la mansión de Sternberg buscando
un botín. No resulta brillante, pero sí eficaz: con gran sencillez ya nos
adelanta el escenario macabro en el que tendrá lugar el desenlace de la
historia. Las referencias a los mitos del terror más clásico se suceden: el
Frankenstein de la Universal se cita como ejemplo para describir el tipo de
laboratorio que posee el doctor Sternberg, este es una especie de doctor Moreau
y tenemos un periódico que se llama Zaroff. Son detalles simpáticos y quizá no
muy importantes, pero a los amantes de lo fantástico nos resultarán agradables
más que nada porque no es otra la intención de Surray. Lo que sí nos parece
fascinante es cómo el autor nos adelanta qué personajes van a ir muriendo
asesinados de manera horrible, jugando así más con el suspense que con la sorpresa.
Toda una apuesta narrativa que, además, no va a ser la única que nos va a
deparar este gran bolsilibro.
El hampón Hawkins hace su entrada y
descubrimos a un personaje genial, a un malo de impacto con el honor de
resultarnos en verdad desagradable. Su venganza sobre Fred es brutal, con sus
matones apalizándolo a muerte mientras él permanece sentado bebiendo champán
celebrando el espectáculo. Surray demuestra un pulso literario excelente, pero
la cosa va a mejor con el ataque de unas tremendas ratas-perro a un par de
matones y cómo el siniestro doctor Sternberg resulta de lo más simpático ante
la locura homicida de la pandilla de gángsters. Aquí no acaba la cosa, porque
Surray nos va sacudiendo guantazo tras guantazo, muerte tras muerte: ¿pero
quién demonios es el protagonista en esta historia? ¡Todos van muriendo casi
según van apareciendo! Me resulta magnífica la idea de que no haya protagonista
real. El protagonismo pasa de un personaje a otro a ritmo endiablado sin dejar
títere con cabeza. El mismo Sternberg, ante nuestros alucinados ojos, cae en
este baño de sangre y violencia tan disparatado como genial. Uno de los
hampones, Perry McNicol, es quien lo asesina mientras exclama: “¿Acaso estás ya
en el infierno?” Y esto porque, mientras Sternberg muere entre sus manos, “(…)
era tal el demoníaco destello en aquellos ojos desorbitados que, ciertamente,
parecía como si Sternberg hubiera cruzado los umbrales del Averno.” (p. 64) Si
pensáis que os estoy destrozando la trama, pensad que no cuento nada que antes
no anuncie el propio autor: no hay sorpresas salvo la de que todo el conjunto
es una sorpresa.
En la página 65 Eddie Hackford, un escritor
de novelas de denuncia, toma el relevo. Poco después se unirá a él la
misteriosa Kathryn Streep (no la Meryl, creo). Como sustituto de Sternberg
tenemos a Allen Warden, un doctor aún más loco que el primero: este sí es ya un
desatinado y enloquecido Moreau. Ha pasado años en un manicomio, el científico de
serie B perfecto, y McNicol y los suyos lo han reclutado para sustituir al
doctor cuyo nombre figura en el título de la novela y que hemos visto pasar
ante nuestros ojos como un bólido. “Allen Warden mesó sus cabellos. Era un
individuo de ojos saltones. Unos ojos que acusaban un sempiterno destello
demente.” (p. 77) Parece increíble que estemos casi en el final, pero al llegar
descubrimos que el desenlace es brutal. Y con más referencias clásicas, en esta
ocasión al Jekyll y Hyde de Stevenson. Sobra el epílogo, que incluye una
bochornosa nota machista, pero hasta ahí podemos considerar esta novela de
Surray como excelente: enloquecida, delirante y salvaje, es una perfecta
muestra de pulp patrio que nada tiene que envidiar al de otras latitudes.
Incomprensible, eso sí, qué demonios pinta la novia del monstruo de Frankenstein
en la portada, quizá el ilustrador se excedió al querer mostrar el parecido
entre los laboratorios de los dos doctores, pero dejando esto aparte, El siniestro doctor Sternberg me ha
hecho disfrutar como un loco. Un bolsilibro que rompe muchos de los esquemas
habituales impuestos por la propia editorial a sus colecciones y que supone
toda una delicia para los degustadores de las más esquinadas y menos preciadas
obras de la literatura fantástica.
SURRAY, Adam. ¡Devuélveme mi cabeza!
Ilustración de portada: Miguel García. Barcelona: Bruguera, 1980. 95 p.
Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 396. ISBN 84-02-02506-4.
SURRAY, Adam. Las brujas de Woodsville.
Ilustración de portada: Bernal. Barcelona: Bruguera, 1981. 95 p. Bolsilibros
Bruguera, Selección Terror; 442. ISBN 84-02-02506-4.
SURRAY, Adam. La llamada de los muertos.
Ilustración de portada: Desilo. Barcelona: Bruguera, 1983. 93 p. Bolsilibros
Bruguera, Selección Terror; 531. ISBN 84-02-02506-4.
SURRAY, Adam. El siniestro doctor Sternberg.
Ilustración de portada: Pujolar. Barcelona: Bruguera, 1984. 93 p. Bolsilibros
Bruguera, Selección Terror; 584. ISBN 84-02-02506-4.
4 comentarios:
Estos pulp son una delicia. Román
¡Y que lo digas, Román! Un saludo.
Me has convencido con este artículo.
(Y además, me acabo de leer "Caza de monstruos"... ¡qué bueno, el Surray!)
Genial, Alberto. Yo tengo alguna novela más de Surray, pero ya pertenecientes a otras colecciones: Punto Rojo y varias de ciencia ficción.
Sobre todo me encantaría que pudieras leer "El siniestro doctor Sternberg", más que nada para comprobar si de verdad es excelente o es que me volví loco leyéndola, jajaja.
¡Saludos!
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