No sé por qué he leído tan poco al escritor
norteamericano Fritz Leiber (1910-1992) cuando todo lo que de él ha caído en
mis manos me ha encantado. En especial su relato de ciencia ficción Un cubo de aire (A Pail of Air, 1951), uno de los mejores que he devorado del
género, o al menos uno de mis favoritos. Hacía ya mucho tiempo que me apetecía
leer su novela de terror Nuestra Señora
de las Tinieblas (Our Lady of
Darkness, 1977) y me he encontrado con una obra excelente, de atmósfera
absorbente y maligna y personajes muy bien definidos, que muestran una
naturalidad y una personalidad que los hace no solo creíbles desde el primer
momento, sino quererlos y preocuparnos por ellos. Esto de por sí es un logro
sobresaliente, pero hay que añadir que en algunos momentos resulta en verdad
escalofriante, así que no hace falta que insista mucho en lo que he disfrutado
leyéndola.
El protagonista, Franz Westen, un escritor de
historias de terror y novelizaciones de un programa de televisión dedicado a
temas paranormales, Profundidades
extrañas, pareciera un trasunto del propio Leiber. Ambos acaban de sufrir
la pérdida traumática de sus respectivas esposas y de salir de una destructiva
adicción al alcohol. Los efectos de esta aún los sacude a ambos. También era un
gran jugador de ajedrez como lo es Westen, y para rematar ambos se dedican a
escribir novelas de horror. Un alter ego que funciona a la perfección pues como
personaje posee una vida que trasciende con fuerza la ficción. Franz está
leyendo un extraño libro titulado Megapolisomancy:
A New Science of Cities, Megapolisomancia:
una nueva ciencia de las ciudades, escrito por el enigmático Thibaut De
Castries en la década de 1890, acompañado de un breve diario que atribuye a
Clark Ashton Smith. Realidad y literatura se confunden pues este moderno Necronomicón con su inventado autor
vienen avalados por un personaje real relacionado con el círculo de Lovecraft.
Esta sensación del lector es la que también embarga a Franz, que en todo
momento se ve atrapado en ese espíritu crepuscular de sueño vívido en el que
las cosas reales parecen perder sus contornos. El diario de Ashton Smith está
datado en 1928, y al parecer recoge una visita de este a De Castries en su
apartamento, que resulta no ser otro que el que ahora ocupa Franz. Cuando este
suba a la cima de Corona Heights, una colina que domina la ciudad de San
Francisco, buscando respuestas a ciertos misterios que se empiezan a mostrar a
sus ojos, viviremos uno de los sucesos más aterradores de la novela cuando
sepamos qué contempla desde allí con sus prismáticos. Dos veces realizaremos
con él este camino y por dos veces sentiremos un estremecimiento glacial cuando
Franz se lleve los binoculares al rostro y descubramos que ve con ellos en la
distancia. A mi gusto, son los dos grandes momentos escalofriantes de la
novela. Hay más, claro, pero en estos Leiber muestra un gran cuidado en
mantener la tensión y la sorpresa para que cuando el relato nos desvele sus
visiones nos produzcan un impacto inolvidable.
Son muy interesantes dos conceptos que Leiber
utiliza en la novela, de los cuales se sirve para trasladar los terrores
ancestrales a nuestras modernas ciudades sin que se pierda un ápice de horror.
Uno es la megapolisomancia, esta cualidad de presciencia y capacidad de
predecir acontecimientos, la clarividencia asociada a ciertos lugares místicos
de las grandes ciudades, y el otro la metageometría neopitagórica, un invento
del ínclito De Castries: “(…) una especie de matemática con la que podían
manipularse las mentes y los grandes edificios (¿y las entidades
paramentales?)” (pp. 113-114). Leiber se basa en esto para crear una alucinante
secta de elegidos entre los que cabe contar a los mismos Ambrose Bierce y Jack
London: la Orden Hermética de Ónice. Su nombre devenga tal vez como reflejo de
la real Orden Hermética del Amanecer Dorado, la cual también contó en sus filas
con reputados escritores como Sax Rohmer, William Butler Yeats o Arthur Machen,
el cual salió de allí, recordemos, molesto porque consideraba que la susodicha
Orden no era más que un grupete de crédulos que confabulaban y teorizaban con
grandes palabras sobre la nada. No es de extrañar que entre ellos se contara
también el fatuo Aleister Crowley, que los superaba a todos en tontuna hasta el
punto de que acabaron echándolo. Todavía hoy hay quién da crédito a esta Orden
y a su corpus teórico, Magick, por lo que la confusión entre fantasía y
realidad se multiplica en una espiral de confusión que literariamente es
apasionante. Leiber suma caos a la trama haciendo aparecer en ella a Dashiell
Hammett como el último discípulo de De Castries y trayendo a colación a H. P.
Lovecraft, a M. R. James, a Carl Gustav Jung y a Thomas De Quincey (una cita
suya, de la cual Leiber extrae el título de la novela, abre el presente libro)
en una conjunción formidable. En fin, un locurón tremebundo que nos arrastra
compulsivamente sin dejarnos tomar respiro. Porque Leiber, de manera más que
inteligente, sabe introducir de vez en cuando notas de humor que lejos de
romper la atmósfera ominosa de su relato lo hacen más cercano y real, más
vívido pues.
Es muy bonita la forma en que Leiber incide
en algunas de las ideas centrales subyacentes en la novela. Así las entidades
paramentales, en una pregunta que no es sino diáfana afirmación: “¿Por qué no
iban a tener las ciudades sus fantasmas especiales, como los castillos y los
cementerios y las grandes mansiones antiguas?” (p. 42), le dirá en una
conversación Cal, la joven y bonita vecina de Franz, a este. Y la
megapolisomancia, relacionando siempre los edificios de San Francisco en sus
descripciones con joyas, estrellas y estructuras antiguas y milenarias. La
ciudad mostrada como un moderno Egipto en el cual las pirámides serían los
altos rascacielos cuyo interior no albergaría a los muertos sino a los vivos.
¡Es el terror y el horror que supuran y expanden las grandes ciudades! “En
verdad, las ciudades modernas eran los misterios supremos del mundo, y los
rascacielos sus catedrales seculares” (p. 74). Inteligente también aquí el
ocasional uso del lenguaje religioso para potenciar el carácter esotérico y
espiritual que se desliza entre las líneas de este libro magnífico. Y repito, muy
divertido sin que renuncie a ofrecer excelentes momentos de puro terror.
LEIBER, Fritz. Nuestra Señora de las
Tinieblas. Traducción de Rafael Marín Trechera. Alcalá de Henares (Madrid):
Pulp Ediciones, D. L. 2002. 189 p. Avalon; 2. ISBN 84-95741-19-9.
6 comentarios:
Una maravilla, sin duda. Leiber merece mucho más reconocimiento del que actualmente se le tiene. Ojala la reedición de su excelentísimo "Ciclo de Lankhmark" via Gigamesh empuje una nueva era dorada de nuevas edicines de su obra.
Supongo que conoces su cuento "La Chica de Ojos Hambrientos". Otra obra de arte.
Un saludo!!
José Luis: Lords of Salem, Suspiria...
Yo conseguí la novela con la portada que pones al principio de la entrada en los puestos de Cánovas, hace tiempo, y recuerdo haberlo pasado mal con su lectura, pero por la atmósfera que desprende, que me produjo cierto bajón.
J
Wolfville: "La chica de los ojos hambrientos" es otro de los relatos de Leiber que he leído, y coincido contigo en que es magnífico. Los de Lankhmark sin embargo los tengo pendientes, ay.
J: sí que tiene un fondo oscurillo, pero también tiene su dosis de diversión...
Pues te recomiendo los de Lankhmar, por supuesto. Hoy por hoy -y dado mi hastío por el género- estos relatos son los únicos de fantasia épica que me apetecería releer. Bueno, estos y los de E. Howard, obviamente ;)
Pues me haré con él, que es verdad que el género de fantasía está cansino a más no poder. Será agradable encontrar algo apasionante de leer.
Me resultó intersante la atmósfera que crea en el libro, y como describe la relación que tienen todos los vecinos del inmueble, pero creo que al final la narración se desinfla, no es capaz de crear un clímax a la altura.
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