Parece ser, sin temor a equivocarnos
demasiado, que La última aventura de
Sherlock Holmes (The Last Sherlock
Holmes Story, 1978) de Michael Dibdin es uno de los pastiches más odiados
por los fans del famoso detective consultor. Esto ya hace de entrada que nos
resulte simpático. No puedo evitarlo: cuando todos odian (aunque hay
excepciones: el gran Alberto López Aroca en su monumental Sherlock Holmes en España la reivindica un tanto) algo, no puedo
evitar un sentimiento de calidez y reconocimiento. ¡A mí también me odia mucha
gente! ¡Nadie nos comprende! (Etc.) Pero dejando a un lado este cariño entre
hermanos, la verdad es que la novela de Dibdin no es ninguna maravilla. Se deja
leer, ofrece una buena ambientación y una lograda atmósfera a ratos, pero nos
entrega una historia que exige demasiada suspensión de la incredulidad, en
especial en su tramo final, ése en el cual determinado personaje tiene a dos
palmos frente a sí a otro y es incapaz no sólo de reconocerlo, sino que lo toma
por un archiconocido villano. Esto resulta tan ridículo, por muchas páginas que
mal que bien Dibdin haya dedicado a hacérnoslo creíble (valoramos su dedicación,
y creedme que hay veces en que se siente el sudor provocado por el esfuerzo entre
párrafo y párrafo), que consigue que la gamberra y desmitificadora idea central
del libro no importe demasiado.
Dibdin cumple a rajatabla con el canon
pastichero holmesiano: todos los objetos del 221 B de Baker Street, todas las
manías de Holmes, las costumbres de sus protagonistas (¡esos desayunos!), los
personajes… En fin, todo el listado habitual que Arthur Conan Doyle fue
distribuyendo a su buen albur en sus relatos de Holmes recopilado sin piedad y
lanzado al lector con la esperanza de que esto refuerce la idea de encontrarnos
inmersos en una aventura de Holmes. Otro que gana la batalla de ese concurso de
“a ver quién sabe más sobre Sherlock en esta sala” que, al menos a mí, me
aburre a muerte cuando el guiño se convierte en golpe en la cabeza. A su favor,
hay que alabar las muy conseguidas descripciones de los barrios de Whitechapel
en la noche londinense, sus callejones como laberintos diseñados por el mismo
demonio y la espesa y fría niebla que se arrastra con la misma fuerza del mal.
En conjunto, la novela muestra un tono serio
y circunspecto que no casa bien con lo delirante de la propuesta. Dibdin avisa
desde el principio que esto será así con la reproducción de la anécdota de
Doyle cuando le contestó al actor William Gilette, ante le petición de éste de
introducir una trama amorosa en su adaptación de Holmes a los escenarios, “haga
con él lo que quiera”. Y justo eso es lo que nos trae aquí Dibdin: su forma de cumplir
con creces el deseo de Doyle. Pero su descarada (y en principio divertida)
anécdota casi seguro que hubiera funcionado mejor si en lugar de formalmente
haber intentado ser tan fiel al canon holmesiano (el de las obras firmadas por
Doyle) se hubiera lanzado sin red a contarnos lo que con los ojos como platos
acabamos descubriendo. Como platos digo no por el secreto que se nos desvela,
sino porque tenemos que creernos que Watson es capaz de quedarse dormido de pie
durante dos horas en mitad del callejón más miserable y sórdido de Whitechapel
en el momento más importante de la novela. Una vez más (como ya ocurriera en la
inferior a ésta que nos ocupa Adiós,Sherlock Holmes), encontramos un exceso de contención en un pastiche que
pide a gritos locura, delirio, desmadre y diversión.
Hay que reconocer, también, que juega un poco
en contra el que haya momentos en los que nuestros héroes resultan
irreconocibles. ¡No se trata solamente de tocar el violín, inyectarse cocaína,
ser un antipático imposible y que guarde su tabaco en una babucha persa para
tener ante nosotros a Sherlock! O un Watson tan desconfiado desde el principio
de su eterno compañero. No hubiera pasado nada si el tono elegido por Dibdin
hubiera sido otro, pero optando por la extrema seriedad todo esto nos chirría.
Es en definitiva, pese a esto, una lectura muy entretenida, al menos hasta el
tedioso, extenso y algo tontuelo desenlace en Reichenbach, en el cual la novela
se viene abajo y se echa en falta el riesgo en su composición que Dibdin sí
muestra en su desafiante argumento.
Y sí, sale Jack el Destripador, no es un
error de la ilustración de portada, pero de este pobre sí que se burlan un rato…
DIBDIN, Michael. La última aventura de
Sherlock Holmes. Traducción de Carlos Gardini. Madrid: Valdemar, 1993. 203 p.
Los archivos de Baker Street; 12. ISBN 84-7702-082-5.
5 comentarios:
Ah, qué duros sois con el buen Dibdin...
Jajaja, que no, si señalo muchas cosas buenas. Pero es verdad que el desenlace me remató...
Ahora me he quedado con a duda de si leerlo o no jaja
No, Gerard, ¡leerlo siempre! La verdad es que se lee en una tarde y sólo por la ambientación de ese Londres victoriano, neblinoso y fantasmal ya merece la pena. Después la trama te gustará más o menos, te enganchará o no, pero si eres sherlockiano encontrarás cosas buenas. ¡Un saludo!
Esta bien jaja en ese caso me lo leere :D ¡Navidades Sherlokianas, halla vamos!
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