En el año de 1864 se publicó el
segundo de los Viajes extraordinarios,
el proyecto mastodóntico de Jules Verne de crear una enciclopedia del saber
universal en forma de novelas de aventuras, bajo la égida del editor Hetzel.
Este segundo viaje fue Viaje al centro de
la Tierra (Voyage au centre de la Terre), al que había antecedido en un año Cinco semanas en globo (Cinq
semaines en ballon), cuyo éxito fulgurante permitió a Verne dedicarse de
lleno a su obra, un sueño que llevaba gestándose muchos años ya en su
imaginación.
Viaje al centro de la Tierra es una de mis novelas favoritas de
Verne, y si me dejo arrebatar por la pasión, no pararé de decir que la mejor de
las suyas que he leído y una de mis predilectas en lo que al género de
aventuras se refiere. Aunque no solo de este género, pues Viaje al centro de la Tierra también es una fabulosa novela
fantástica. En cualquier caso, intentaré no desbordarme y detallar, en la
medida de mis posibilidades, por qué esta novela provoca en mí y en otros
lectores este sentimiento romántico tan poco científico, tan poco verniano. Al
menos en apariencia.
Ya desde el inicio de esta obra
Verne da muestras de su genialidad literaria: el magnífico retrato de Otto
Lidenbrock, el inolvidable científico despistado, colérico, impaciente, con
problemas de pronunciación, por completo ajeno al mundo que le rodea y solo
pendiente de rocas y minerales, estudio en el cual cuando se halla enfrascado
resulta el más desagradable y despótico de los hombres. Es un retrato que
podría parecer antipático, pero Verne pone la descripción, todo el peso del
punto de vista de la novela, en manos del joven Axel, sobrino de Lidenbrock,
que impregna de simpatía y buen humor todo lo que nos cuenta. Sentimos así que,
a pesar de sus múltiples defectos, se puede querer a semejante personaje: nos
contagia su cariño. Los primeros capítulos resultan modélicos al respecto.
Entramos de lleno en la cotidianidad de nuestros protagonistas justo el día en
que ese quehacer cotidiano y metódico resulta pulverizado por un hallazgo que
devendrá el detonante de la aventura, del viaje posterior.
Que el punto de vista adoptado
por Verne para narrarnos el devenir de la historia sea el de Axel es otra
muestra de genialidad. Porque Axel es el propio lector de Verne, ávido de
conocimiento y, si bien reacio al principio, más adelante se nos mostrará
anhelante de aventuras, de descubrimientos: esto es, el lector frente a la obra
de Verne. Pero también es el lector ese Axel comodón y desconfiado que de
continuo cuestiona la delirante aventura. Sus dudas y los razonamientos usados
contra su tío son utilizados por Verne para rebatir y convencer al lector menos
predispuesto a creer lo que se nos narra. La fe en el buen resultado de la
expedición que al final invadirá a Axel es también de esta forma la del lector
reticente, el cual ganado por la pasión ya no pondrá en duda, por ejemplo, que
en el cono de un volcán en ignición la temperatura máxima sea de 70º
centígrados. Axel es la mezcla paradójica del distanciamiento y el entusiasmo.
El tercer aventurero es Hans, el
guía islandés. El compañero perfecto, el que nunca cuestiona las decisiones de
Lidenbrock porque siempre confía en su inteligencia, que nunca se arredra ante
el peligro. Pero no es un mero adorno, un simple recurso, el hombre de acción
que está ahí para que todo se solucione: él representa la inteligencia práctica
y resolutiva, esa que consigue que los sueños se pongan en pie, se tornen
realidad.
En lo que respecta a los
personajes y a lo que estos representan y al estilo de Verne, recomiendo
vivamente el Apéndice de Eduardo del
Tío incluido en la edición de Anaya, colección Tus Libros. En estos dos
aspectos debe ser considerado modélico.
La aventura nace del criptograma
del islandés Arne Saknussemm, “un sabio del siglo XVI”, “un célebre
alquimista”, escrito sobre un pliego de papel oculto en un libro, un ejemplar
manuscrito del Heins-Kringla de Snorre Turlesson, “la crónica de los príncipes
noruegos que reinaron en Islandia”. Que todo parta del encuentro y resolución
de un criptograma, o que uno de estos aparezca en algún momento de la trama, no
es algo inhabitual en Verne. Admiraba El
escarabajo de oro (The Gold Bug,
1843) de Edgar Allan Poe y, como a su maestro, le gustaba recurrir a este
artificio casi mágico para dar más emoción y misterio a sus aventuras. Así se
van desvelando los secretos de la misma.
Pero Verne amaba también el resto
de la obra de Poe. El mismo año de la publicación de Viaje al centro de la Tierra, 1864, Verne daba a la imprenta Edgar Poe y sus obras (Edgar Poe et ses oeuvres). Hay más rastros de esta
pasión confesa en Viaje al centro de la
Tierra. Así, las “lecciones de abismo” que el profesor Lidenbrock le hace
tomar a su sobrino, o cuando este se inclina sobre la chimenea central del
volcán Sneffels, el camino que han de seguir en su viaje, y piensa: “La
sensación del vacío se apoderó de todo mi ser. Sentí que me abandonaba al
centro de gravedad y que el vértigo me subía a la cabeza como la embriaguez.
Nada hay más embriagador que la atracción del abismo.” Como bien nos ha
enseñado Poe en su relato El demonio de
la perversidad (The Imp of the
Perverse, 1845): “Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo,
sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el
peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar
y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por
grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, (...). Pero en esa nube
nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más
terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es solo un
pensamiento, aunque terrible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos
con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras
sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta
fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y
la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte
y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta
simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta
violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en
la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que,
estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él.” Ahora se
comprende mejor por qué Alicia cayó por la madriguera del conejo (aunque bien
mirado, aquí estamos quizá ante un caso de inconsciencia fruto del aburrimiento
de una tarde estival y la curiosidad nacida de ver a un conejo mirando su reloj
y corriendo porque llega tarde a alguna parte...). Pero bueno, a lo que íbamos:
la atracción del abismo. Normal, ¿no? Yo la siento varias veces al día. Casi
tanto como la atracción que en mí provoca el divagar...
Seguimos con Poe. Cuando Axel se
pierde en las entrañas del planeta, atrapado en la más terrible oscuridad: “No
puedo describir mi desesperación. No hay palabra en ninguna lengua humana que
pueda restituir mis sentimientos. Estaba enterrado vivo, sin otra perspectiva
que la de morir entre los tormentos del hambre y la sed.” No, no es un
fragmento de El entierro prematuro de
Poe. Es, sí, Viaje al centro de la Tierra,
de Jules Verne.
La soledad e inmensidad de los
caminos subterráneos, las vueltas, las rutas que llevan a pasos cerrados, el
desánimo que aflora a cada paso, y que a cada paso es vencido, es narrado por
Verne con morosidad (en el tramo final de la novela el estilo de Verne cambia,
la trepidación de la aventura, la velocidad toma forma en frases cortas y
rápidas que parecen precipitarnos al mismo ritmo que a nuestros protagonistas),
transmitiendo así las sensaciones de esfuerzo y lucha de los héroes, de los
espacios vastos y desconocidos que deben recorrer. La impresión de hollar
lugares nunca visitados por el hombre está conseguida a la perfección: la
aventura en estado puro. El sentido de la maravilla no puede resultar más
intenso.
Verne hace poesía de las listas
de materiales que precisan nuestros aventureros para el viaje. Hace poesía de
los nombres de rocas y minerales. Poesía abisal, poesía de lo profundo, poesía
de lo que se antoja desconocido, pero también de lo cotidiano. Y todo regado
con un fantástico sentido del humor: no hay página en la que el lector no
esboce una sonrisa. Hasta en los momentos de mayor peligro. Es fácil entender
que los viajeros no se desanimen, no desfallezcan, porque esa fuerza que los
mueve Verne la transmite al lector con perfecto detalle, dedicación y cuidado.
Los momentos de flaqueza son barridos por el incontenible deseo de conocer la
verdad: el objetivo fundamental de la ciencia. Y de la poesía. Poesía que llega
a lo metafísico, pues parece no haber límites para Verne, en el magnífico
momento en que Axel sufre una prodigiosa alucinación mientras navegan por el
mar interior, bautizado Lidenbrock, en el cual el joven se retrotrae al origen
mismo de la Tierra e incluso más allá...
El carácter “iniciático” que
muchos han visto en esta obra de Verne responde a su equiparación con diversos
autores clásicos, a “veladas” alusiones a la masonería y a la propia estructura
y concepción de la novela, el viaje de aprendizaje de Axel. Carácter este que
comparte con muchas obras de aventuras, desde La isla del tesoro (Treasure
Island, 1883) de Robert Louis Stevenson hasta El diamante (Moonfleet, 1898)
de John Meade Falkner, pasando por la sensacional (y desafortunadamente muy
olvidada) Huracán en Jamaica (A High Wind in Jamaica, 1929) de Richard
Hughes, o el El Señor de los Anillos
(The Lord of the Rings, 1954) de J.
R. R. Tolkien, ya en un ámbito más tradicionalmente fantástico. El mismo hecho de que todas las novelas de
aprendizaje permitan semejante juego de interpretaciones “iniciáticas” (no se
trata de negar las posibles claves esotéricas ocultas, sino de que esto no
añade calidad a una novela) resta fuerza, a mi modesto entender, a un análisis
de Verne desde este punto de vista, interesante y erudito, sí, pero que en el
fondo parece querer ocultar o avergonzarse de lo que Verne es por encima de
todo: un magnífico escritor de novelas de aventuras. Poco para muchos,
anhelantes de los grandes andamiajes filosóficos, olvidando que el propio
relato en sí ya encierra toda una concepción filosófica sin recurrir a autores
considerados “mayores”: de la lectura de Viaje
al centro de la Tierra se desprende toda una lección moral de superación,
una filosofía de vida que nos lleva siempre a un paraje desconocido que nuestra
mente, nuestro intelecto, debe domeñar y comprender no por la fuerza, sino por
el uso de la razón. La profunda vitalidad que emana de esta obra inflama el
corazón. Este es el mayor objetivo, el logro absoluto de esta novela: el de
mostrarnos la poesía en toda su magnífica desnudez, en toda su inconmensurable
belleza.
(Las ilustraciones que acompañan
a este comentario de Viaje al centro de
la Tierra son obra de Enrique Flores, 4ojos,y fueron
publicadas originalmente en la edición de Anaya de esta novela, colección Tus
Libros Selección, y se reproducen con permiso del autor.)
Este comentario fue publicado
originalmente en el homenaje que la página web Sedice dedicó a Jules Verne.
3 comentarios:
En su momento, cuando se publicó aquel especial sobre Verne para Sedice -en el que a mí me tocó escribir sobre "La vuelta al mundo en ochenta días"- ya había leído esta minuciosa y esmeradísima reseña. Al releerla hoy me han entrado unas ganas terribles de coger de la biblioteca otra vez "Viaje al centro de la Tierra" y deleitarme como cuando niño con las aventuras de Lidenbrock y su sobrino.
Excelente el paralelo con Poe.
Un saludo.
hola, muy buena reseña Atom, la vdd, es que te dire esta novela es mi favorita,cada que la lero me tranporto imediatamente a esos lugare que nuestros personajes visitan, es como si yo estubiera viviendo tambn esa gran aventura...nunca me cansare de leerla.Es fabulosa...=)
clau, noah, muchas gracias a los dos. Me alegro de que os haya gustado mi comentario. Lo escribí con verdadera pasión por este libro maravilloso.
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