El escritor norteamericano Benjamin Franklin Norris (1870-1902) es conocido por ser uno de los máximos abanderados del naturalismo según Émile Zola en los Estados Unidos. Su novela McTeague (1899) tal vez sea su obra referencial, al menos en cuanto a popularidad, pues en ella basó el director de cine Erich von Stroheim la monumental Avaricia (Greed, 1924), sin duda una de las películas más duras, amargas, sórdidas y feroces que jamás se hayan rodado nunca, por no decir la que más. Ahora parece que anda olvidadilla, pero el mundo del cine también se mueve por modas y figuras de culto de temporada, por lo que no hay que hacer mucho caso a si una película deja de figurar en todas las listas o si aparece en ellas.
La capitana de la «Lady Letty» (1898) da comienzo narrando una práctica habitual de la época: Ross Wilbur, un pizpireto jovenzuelo de la alta sociedad de San Francisco, es drogado, raptado y vendido como marinero al capitán del barco Bertha Milner. Así es como reclutaban a su tripulación algunos capitanes. Esta práctica no era exclusiva de barcos que se dedicaban a negocios cuestionables o directamente punibles. La Marina Inglesa recurría a ella con regularidad. En fin, de esta forma tan poco romántica se ve el joven Wilbur a bordo del Bertha Milner junto a seis chinos de aspecto y conducta asilvestrada, siendo Charlie, el cocinero, el cabecilla e intérprete de éstos, y un capitán que deja a los chinos como damas de la alta sociedad, el tremebundo Alvinza Kitchell.
Aunque la historia bien podría haber tenido un enfoque dramático, Norris no abandona hasta el final un sano sentido del humor, un optimismo contagioso que frente a las mayores desventuras antepone el espíritu aventurero tanto de la narración como el del propio Wilbur, que antes de lamentarse por su situación se adapta rápidamente, sufriendo sin concesiones la dura vida de un marinero en una goleta tripulada por salvajes bajo el mando dictatorial de un capitán medio loco, sí, pero maravillándose de continuo ante la belleza inconquistable del mar. El capitán Kitchell descubrirá pronto que su Lirio del Valle, así llama a Wilbur, su señorito adinerado y finolis, es un joven inteligente: un aliado en sus aventuras y tropelías, un segundo de a bordo perfecto. Eso sí, siempre dispuesto a partirle la nariz si es preciso a la mínima impertinencia. Así se describe a sí mismo el capitán: “-(…) Escucha, hijo- continuó, plegando rápidamente el catalejo y metiéndolo en su estuche-, me llamo Kitchell, y soy un auténtico cerdo- fue subrayando las palabras con el índice levantado, brillantes los ojos-. C.E.R.D.O., muy bien deletreado: Alvinza Kitchell, noventa y nueve y yo suman un centenar de cerdos. Soy un cochino con ambas patas dentro del abrevadero, antes, después y siempre. (…). Supongo que soy un carroñero del mar por naturaleza más que por otra cosa.” (p. 64)
La narración se va desarrollando así en este tono de aprendizaje aventurero salvajuno hasta que se encuentran con un fantasmal barco abandonado, el Lady Letty. Cargado de carbón de antracita, el cual al calentarse desprende un gas mortal que provoca que el barco arda sin llama y lo esté reventando. Y allí, en la nave moribunda, entrará en la historia el personaje que convertirá esta entretenida novela en una experiencia sensacional: la intrépida, solitaria y salvaje Moran.
A partir de su llegada, la novela entra en un tramo apasionante en el que se suceden terroríficas tormentas, barcos tragados por las aguas, sucesos extraños e inexplicables dignos de William Hope Hodgson, piratas malayos despiadados en acción, disparos, machetazos, ojos invadidos de codicia… y una arrebatadora historia de amor. Y como marco para todo ello, la despiadada y salvaje pesca del tiburón, del cual sólo interesa su hígado para hacer aceite, por lo que el resto del cuerpo, una vez pescado y abierto en canal, es devuelto a las aguas como un pecio macabro.
Pero es la nórdica Moran el carácter que nos arrastra y nos impide dejar de leer la novela hasta el final. Una de las muchas veces en que ella y Wilbur se dan de cara con la muerte, la joven le susurra: “-Formamos una pareja muy rara para morir juntos.” (p. 104) Muestra esta frase de todo su espíritu único, valeroso, irrefrenable: ante la muerte, sólo revela este pequeño sentimiento de sorpresa, quizá perplejidad.
La salvaje Moran carece de piedad en la lucha. Apresan a Hoang, un capitán de desastrados y horripilantes piratas, y para hacerle hablar Moran no duda en torturarlo de manera en verdad espantosa. Moran pide una cuerda y una lima y, en fin, comprobad vosotros mismos: “Trajeron la cuerda y a pesar de los esfuerzos de Hoang y de retorcer el cuerpo enérgicamente, la lima fue introducida en su boca y le ataron las mandíbulas pasando la cuerda sobre su cabeza y por debajo de la barbilla. Unas cuatro pulgadas de lima salían por entre sus labios. Moran la cogió por el extremo y la fue sacando por entre los dientes del carroñero, luego, lentamente, volvió a insertarla dentro.” (p. 125) A ver quien se queja ahora del dentista, amigos.
Para el final Frank Norris abandona su estilo sencillo y directo para adoptar un tono más poético acorde con una idea que, a pesar de su tristeza algo convencional, es bonita. Pero no está del todo conseguido. Se precipita un tanto y todo queda algo forzado, no logra alcanzar el tono mítico que pretende, aunque por momentos llegue a rozarlo. Y quizá eso sea suficiente. Por desgracia el amor pone a nuestra admirada Moran en su sitio. Hubiera sido magnífico que el hecho de descubrir su corazón no la transformase tanto.
En lo que a este espectro se refiere, se queda con la idea de que toda la peripecia termina en nada. Se ha estado avanzando para volver al punto de partida. Más sabio, sí, pero Wilbur retornará a su apagada vida de señorito rico de ciudad. Atrás para siempre quedará su aventura increíble con la más apasionante mujer que jamás conocerá: Moran de la Lady Letty.
NORRIS, Frank. La capitana de la «Lady Letty». Edición y notas de Alberto Laurent; traducción de Miguel Giménez Saurina. Barcelona: Abraxas, 2002. 187 p. Narrativa del mar. ISBN 84-95536-76-5.
La capitana de la «Lady Letty» (1898) da comienzo narrando una práctica habitual de la época: Ross Wilbur, un pizpireto jovenzuelo de la alta sociedad de San Francisco, es drogado, raptado y vendido como marinero al capitán del barco Bertha Milner. Así es como reclutaban a su tripulación algunos capitanes. Esta práctica no era exclusiva de barcos que se dedicaban a negocios cuestionables o directamente punibles. La Marina Inglesa recurría a ella con regularidad. En fin, de esta forma tan poco romántica se ve el joven Wilbur a bordo del Bertha Milner junto a seis chinos de aspecto y conducta asilvestrada, siendo Charlie, el cocinero, el cabecilla e intérprete de éstos, y un capitán que deja a los chinos como damas de la alta sociedad, el tremebundo Alvinza Kitchell.
Aunque la historia bien podría haber tenido un enfoque dramático, Norris no abandona hasta el final un sano sentido del humor, un optimismo contagioso que frente a las mayores desventuras antepone el espíritu aventurero tanto de la narración como el del propio Wilbur, que antes de lamentarse por su situación se adapta rápidamente, sufriendo sin concesiones la dura vida de un marinero en una goleta tripulada por salvajes bajo el mando dictatorial de un capitán medio loco, sí, pero maravillándose de continuo ante la belleza inconquistable del mar. El capitán Kitchell descubrirá pronto que su Lirio del Valle, así llama a Wilbur, su señorito adinerado y finolis, es un joven inteligente: un aliado en sus aventuras y tropelías, un segundo de a bordo perfecto. Eso sí, siempre dispuesto a partirle la nariz si es preciso a la mínima impertinencia. Así se describe a sí mismo el capitán: “-(…) Escucha, hijo- continuó, plegando rápidamente el catalejo y metiéndolo en su estuche-, me llamo Kitchell, y soy un auténtico cerdo- fue subrayando las palabras con el índice levantado, brillantes los ojos-. C.E.R.D.O., muy bien deletreado: Alvinza Kitchell, noventa y nueve y yo suman un centenar de cerdos. Soy un cochino con ambas patas dentro del abrevadero, antes, después y siempre. (…). Supongo que soy un carroñero del mar por naturaleza más que por otra cosa.” (p. 64)
La narración se va desarrollando así en este tono de aprendizaje aventurero salvajuno hasta que se encuentran con un fantasmal barco abandonado, el Lady Letty. Cargado de carbón de antracita, el cual al calentarse desprende un gas mortal que provoca que el barco arda sin llama y lo esté reventando. Y allí, en la nave moribunda, entrará en la historia el personaje que convertirá esta entretenida novela en una experiencia sensacional: la intrépida, solitaria y salvaje Moran.
A partir de su llegada, la novela entra en un tramo apasionante en el que se suceden terroríficas tormentas, barcos tragados por las aguas, sucesos extraños e inexplicables dignos de William Hope Hodgson, piratas malayos despiadados en acción, disparos, machetazos, ojos invadidos de codicia… y una arrebatadora historia de amor. Y como marco para todo ello, la despiadada y salvaje pesca del tiburón, del cual sólo interesa su hígado para hacer aceite, por lo que el resto del cuerpo, una vez pescado y abierto en canal, es devuelto a las aguas como un pecio macabro.
Pero es la nórdica Moran el carácter que nos arrastra y nos impide dejar de leer la novela hasta el final. Una de las muchas veces en que ella y Wilbur se dan de cara con la muerte, la joven le susurra: “-Formamos una pareja muy rara para morir juntos.” (p. 104) Muestra esta frase de todo su espíritu único, valeroso, irrefrenable: ante la muerte, sólo revela este pequeño sentimiento de sorpresa, quizá perplejidad.
La salvaje Moran carece de piedad en la lucha. Apresan a Hoang, un capitán de desastrados y horripilantes piratas, y para hacerle hablar Moran no duda en torturarlo de manera en verdad espantosa. Moran pide una cuerda y una lima y, en fin, comprobad vosotros mismos: “Trajeron la cuerda y a pesar de los esfuerzos de Hoang y de retorcer el cuerpo enérgicamente, la lima fue introducida en su boca y le ataron las mandíbulas pasando la cuerda sobre su cabeza y por debajo de la barbilla. Unas cuatro pulgadas de lima salían por entre sus labios. Moran la cogió por el extremo y la fue sacando por entre los dientes del carroñero, luego, lentamente, volvió a insertarla dentro.” (p. 125) A ver quien se queja ahora del dentista, amigos.
Para el final Frank Norris abandona su estilo sencillo y directo para adoptar un tono más poético acorde con una idea que, a pesar de su tristeza algo convencional, es bonita. Pero no está del todo conseguido. Se precipita un tanto y todo queda algo forzado, no logra alcanzar el tono mítico que pretende, aunque por momentos llegue a rozarlo. Y quizá eso sea suficiente. Por desgracia el amor pone a nuestra admirada Moran en su sitio. Hubiera sido magnífico que el hecho de descubrir su corazón no la transformase tanto.
En lo que a este espectro se refiere, se queda con la idea de que toda la peripecia termina en nada. Se ha estado avanzando para volver al punto de partida. Más sabio, sí, pero Wilbur retornará a su apagada vida de señorito rico de ciudad. Atrás para siempre quedará su aventura increíble con la más apasionante mujer que jamás conocerá: Moran de la Lady Letty.
NORRIS, Frank. La capitana de la «Lady Letty». Edición y notas de Alberto Laurent; traducción de Miguel Giménez Saurina. Barcelona: Abraxas, 2002. 187 p. Narrativa del mar. ISBN 84-95536-76-5.
4 comentarios:
¡Qué bueno encontrar esta reseña! Hace años que leí la novela y me encantó, la recordé... Menudo final, Dios.
¡Un saludo!
¡Gracias por tu comentario, Hypathia! Ya ha valido la pena si te ha hecho recordar un buen momento: el de su lectura.
Saludos.
Pues, y no es un chiste a cuenta de la lima, me ha sacado usted los dientes largos... desconocía a este señor Norris y voy a intentar hacerme con la novela...
Estimado Abuelito: un gran amante de la aventura como demuestra usted de contínuo en sus comentarios de películas y seriales ancestrales disfrutará de este sencillo librito, estoy convencido, con pasión. Es de los nuestros.
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