Hubo un tiempo en el cual los quioscos
hervían de revistas de historietas. La terrorífica Creepy, con sus autores españoles que venían de la Warren; Zona 84 y Totem, serias y con mucha ciencia ficción, que a mis ojos de niño
se me hacían tan fascinantes como pesadotas de leer pues los dibujos rara vez
me gustaban, sumado esto a que siempre las leía en casa de mis primos de más
edad y me veía impelido a hacerlo a toda prisa antes de que mis padres dieran
por finalizada la visita de rigor; Cimoc,
plagada de historias de fantasía y ciencia ficción; el incombustible El Jueves; Cairo, que era mi favorita, y a la que me suscribí a partir del
número 8 o 9, no recuerdo, el adalid de la línea clara y de las aventuras más
escapistas, trufada de dibujantes que me encantaban y que me descubrió a Rivière,
a Floc’h, a Goffin, al Daniel Torres de Tritón,
a Micharmut, a Mique Beltrán, Cifré, al Pere Joan de entonces y, sobre todo, a Edgar
P. Jacobs; había muchas, tampoco es mi afán ser exhaustivo, sino más bien
destacar solo una pocas del verdadero y maravilloso aluvión entre el que era
más o menos difícil decidirse. Y entre estas también estaba El Víbora, el comix para supervivientes, mi favorita tras Cairo, aunque cuando en su interior coincidían Robert Crumb,
Gilbert Shelton y Charles Burns resultaba imbatible. El Víbora representaba a la línea chunga, autores underground y
temáticas más realistas siempre desde el punto de vista más subversivo. Me
encantaba cuando algún miembro de la redacción del Cairo lanzaba una elegante ironía a costa de El Víbora, o cuando estos soltaban un sonoro insulto contra los
primeros. Se notaba un aire de fraternidad en ese supuesto enfrentamiento. ¡Si
hasta jugaban partidos de fútbol los unos contra los otros!
El
Víbora
contaba a su vez con su propia pléyade de autores autóctonos: Nazario y su Anarcoma, Pons, Carratalá, Max, Gallardo…
Y también estaba Martí: el más extraño, el más salvaje, el más inclasificable. Su
Taxista es uno de los mejores cómics
que ha dado nuestro país, pese lo que le pese a los modernos de hace dos días que
desconocen qué es ser eterno. La editorial La
Cúpula ha editado un álbum, Atajos,
que recopila muchas de sus historietas breves publicadas en El Víbora. Como defecto, la falta de
alguna nota o texto indicando la fecha y los datos referentes a la publicación
original. Y para de contar, porque en este volumen podemos leer algunas de las
mejores historietas breves de Martí, esto es, de las mejores historietas del
cómic español de todos los tiempos.
La primera impresión al terminar de leer el
álbum es que, quién lo diría, las historietas que conocía es como si no hubiera
pasado el tiempo por ellas. Esa influencia tan marcada, sobre todo en las más
antiguas, de Chester Gould, su línea limpia y sus humanos monstruosos, del
trazo sin sombras a lo Burns o de la película Cabeza borradora (Eraserhead,
1977) de David Lynch. Así la historieta que abre el álbum, El mundo de Óscar, con sus paisajes industriales y desolados,
reflejo del mundo enfermo en el que vive su protagonista, en el que el sexo y su
represión buscan la salida más retorcida, uno de los ejes temáticos en los que
se mueve la obra de Martí. Sin dejar de lado el sentido del humor, siempre
negro y macabro, bañado en una oscuridad que lo aleja totalmente de cualquier
zona de seguridad para el lector. Aquí si entras y lees es bajo tu
responsabilidad. Este terreno está a años luz de lo políticamente correcto, de
lo aceptado como normal, más que nada porque en muchos casos la aberración nace
de la imposición de esta normalidad y sus valores embarrados en la religión, en
ese concepto tan hispánico de la patria que consiste en mentarla a voces
mientras se la viola en silencio y en el patio de cotillas y correveidiles que
es nuestro país. Porque Martí bebe visualmente de fuentes externas, pero su
corazón nace en este terruño nuestro que retrata de manera tan despiadada como
certera. Estás pisando camino minado, pero minado de verdades que laceran como
puños. Martí quizá resulte un autor incómodo para muchos, cuando no
directamente aberrante, pero eso es porque sus historietas llegan a lo más
profundo de nuestras entrañas, no nos dejan dormir y nos hacen pensar una y
otra vez en horrores y pesadillas espetadas con la sonrisa del descreído, del
que los ha sufrido y nos cuenta con voz firme qué es lo que sus ojos han visto.
Y no todos podrán soportarlo.
Las páginas se suceden entre el humor macabro
de Romeo y Julieta 1981 y el más
amable, aunque no exento de mala baba, de Sospecha
letal. No llevamos ni 20 páginas y entonces toca enfrentarse a Repulsión, una de las mejores del álbum y
terrible gracias a su narración en tercera persona, fría y descriptiva, hasta
la imaginamos monocorde detallando el horror. Una historia que permite varias
lecturas: desde la más salvaje, la del horror por el horror, hasta la más simbólica,
la de ese hombre incapaz de darse muerte y al que todos miran en mitad de la
calle como una atracción de feria. ¿Culpable?
traza de manera firme una historia de lo que quizá sea un falso, eso mismo,
culpable, un tema que aparece de forma intermitente en su obra, utilizando la
perspectiva, habitual en el autor, de mostrar los hechos y dejar al lector que
saque sus propias conclusiones. Aunque mentiríamos si no dijéramos que Martí sí
deja clara su posición. Lo real es
una curiosa e interesante reflexión sobre el propio trabajo de historietista
del autor, no sin su dosis de cachondeo. Y Calma
chicha es otra obra maestra de la concisión y la aparente sencillez. Tres páginas
en las que no pasa nada pero nos describen un mundo y una forma de verlo. Pocos
como Martí han sabido reflejar el lumpen, los barrios de chabolas y el
extrarradio, mezclar la crónica negra más castiza con referentes extranjeros
sin que nada chirríe. Quizá Luis Buñuel pudiera haberle enseñado algún paso,
pero nadie más que él.
Uno de los momentos álgidos del libro llega con la adaptación que Martí realizó del relato de Juan Rulfo No oyes ladrar los perros. Llegamos a masticar el polvo y el dolor de sus protagonistas. Y de ahí al final se recoge su obra con tintes más políticos o de descarada y gamberra, con desvíos a lo macabro en su vertiente más asilvestrada (Babykiller), burla social. El volumen se cierra con Monstruos modernos, una de las más antiguas. Se adivina por el trazo y la composición de las viñetas en la página. Y también, ejem, porque es de las primeras que recuerdo haber leído de él. Una historieta donde demuestra que nadie, pero absolutamente nadie en este país, ha llegado a donde ha llegado Martí. Hay un terreno solitario y baldío, oscuro y terrible donde crecen obras magníficas y únicas. Es una zona crepuscular y obsesiva. Pocos se atreven a mirar, o hay quien mira y adopta la pose del que piensa que bueno, tampoco es para tanto. Es comprensible, hay que defenderse. Pero también es una zona donde habita la verdad sin cortapisas, el subconsciente desatado, salvaje y libre. Da miedo mirar, pero Martí consigue que no apartemos la vista sin dejar de reflexionar.
Uno de los momentos álgidos del libro llega con la adaptación que Martí realizó del relato de Juan Rulfo No oyes ladrar los perros. Llegamos a masticar el polvo y el dolor de sus protagonistas. Y de ahí al final se recoge su obra con tintes más políticos o de descarada y gamberra, con desvíos a lo macabro en su vertiente más asilvestrada (Babykiller), burla social. El volumen se cierra con Monstruos modernos, una de las más antiguas. Se adivina por el trazo y la composición de las viñetas en la página. Y también, ejem, porque es de las primeras que recuerdo haber leído de él. Una historieta donde demuestra que nadie, pero absolutamente nadie en este país, ha llegado a donde ha llegado Martí. Hay un terreno solitario y baldío, oscuro y terrible donde crecen obras magníficas y únicas. Es una zona crepuscular y obsesiva. Pocos se atreven a mirar, o hay quien mira y adopta la pose del que piensa que bueno, tampoco es para tanto. Es comprensible, hay que defenderse. Pero también es una zona donde habita la verdad sin cortapisas, el subconsciente desatado, salvaje y libre. Da miedo mirar, pero Martí consigue que no apartemos la vista sin dejar de reflexionar.
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