El
escritor francés, nacido en París, George Langelaan (1908-1972) es uno de esos
autores cuya vida resulta tan apasionante que casi opaca su obra. En sus
memorias afirmaba que había sido agente secreto británico (nacionalidad que
compartía con la francesa, añadiendo a esto que ejerció de periodista en los
Estados Unidos) durante la Segunda Guerra Mundial, destinado a su país de
origen ocupado por los nazis, y se había sometido a la cirugía estética para no
ser reconocido. En el prólogo de este libro, Diez fantasmas (Treize fantômes,
1971) confiesa a su vez ser un buscador de fantasmas. Con un fantástico sentido
del humor nos narra sus dos experiencias fantasmales, en realidad casi
experiencias porque no llega a ver ninguno, y otras donde el encuentro, siempre
anhelado, no tuvo lugar pese a sus búsquedas. De nada le valió dormir en camas
visitadas por espectros, en casas por donde se pasean sin destino determinado o
en lugares donde se jactan de aparecer. Sus investigaciones son tan apasionadas
como infructuosas. En este volumen recopiló diez historias producto de sus
viajes en pos de fantasmas reconocidos. Diez en esta edición de la editorial
Noguer de 1975, porque como de seguro ya habréis adivinado por el título
original eran trece. Es un misterio saber por qué se eliminaron tres de ellas
para esta ocasión, si bien es peor aún la otra edición de este libro, a la que
ya de manera definitiva eliminan el número en su cabecera, Los fantasmas, publicada por la editorial Caralt en su colección El observador de la actualidad, número
69, en 1991 (podéis cotejar estos datos en, cómo no, la página de la web La tercera fundación dedicada a este
libro). Como curiosidad indicaremos que los relatos que se dejaron fuera, vete
a saber si se les acabó el presupuesto para pagar a la traductora, Mary Rowe,
son estos: La dame blanche de la rivière
(el de título más sugerente), La bague au
doigt y L’homme en gris.
La mujer de piedra (Le femme de pierre) acontece en la isla francesa de Ouessant, o Isla de Ushant, su nombre verdadero: Isla del Miedo. Es la misma en la que transcurre la acción en la maravillosa novela La sangre de la sirena (Le sang de la sirène, 1901) de Anatole Le Braz, la cual comentamos en un programa del podcast dedicado a la literatura fantástica Todo tranquilo en Dunwich (en el número 27, Cielos sombríos). Como en esta, el relato de Langelaan nos detalla una triste historia de amores fatales, en esta ocasión dos hermanos, marineros, enamorados de la misma joven de belleza salvaje y carácter infantil. Todo se centra en este triángulo fatal, la leyenda que dio origen al actual fantasma, apenas tal pues no es más que una pétrea presencia en una cama de una casa solitaria. Lo mejor es el arranque del relato en el presente, con Langelaan, el narrador, y como hará siempre en el resto de cuentos, visitando, esta vez por la noche, la casa misteriosa donde pervive la presencia fantasmal.
Estos serán tanto la estructura como el desarrollo que Langelaan adoptará para todas estas historias: el narrador, en primera persona, trasunto del propio autor, llega a un sitio e indaga la historia de fantasmas correspondiente; se quedará como invitado o como visitante hasta dar con el origen de la tradición espectral esperando a su vez tener un encuentro con la aparición, esa que los lugareños dicen haber vivido; y en tercer lugar, conformando el grueso del relato, la narración de la leyenda o la historia que dio origen al fantasma o fantasmas. Todo en un tono muy clásico, sin detenerse en lo escabroso pero tampoco evitándolo si se presenta el caso, un estilo que encantará a quien ame las historias de espectros más tradicionales y que aburrirá sin remedio a quienes esperen sustazos a cada línea. Tan etéreo y sutil como los auténticos protagonistas del libro.
En El prisionero de la torre (Le prisonnier de la tour) nos vamos a Escocia, a lo que queda del castillo de los MacGowen, a la vista del Lago Ness y de la isla de Skye (“siempre envuelta en brumas”, p. 39). Retrocedemos al año 1810, o quizá al 1812, la leyenda es imprecisa en este aspecto, para conocer al ancestro menos generoso y despiadado de los MacGowen, el laird Ian. Un hombre brutal que abusando de su poder seduce y deja embarazada a una sirvienta para después abandonarla. La historia se torna trágica, suicidios y emparedamientos en vida de por medio, con un padre en busca de justicia que anunciará con una gaita, cómo no, su deseo de reparación. Y este sonido es el que perdurará en el tiempo, aunque el pobre Langelaan jamás llegará a escucharlo por más que pernocte en la habitación del horror. De hecho, él será la única persona que ha dormido allí que no se habrá topado con espectro alguno.
Viajamos ahora a la mansión de Barlon Towers, en Irlanda, con Los zapatos que bailan (Les chaussons qui dansent), de la cual fue dueño un viejo baronet enamorado de su sobrina. Irá asesinando sin piedad a todos los pretendientes de la joven cegado por el amor y el deseo. No deja de ser un poco un trasunto del típico familiar malvado de las novelas góticas, solo que aquí se muestra un intento real por parte del tío maligno por encaminarse hacia el bien, destruido por su baja pasión y una sobrina que decide enfrentarse con sus propias armas al temible dragón que afirma protegerla recurriendo al crimen. Y seguimos en Irlanda, ahora en el condado de Tipperary, en Dunbarra House, La casa de los postigos cerrados (La maison des volets fermés), donde encontraremos un esquivo fantasma de mujer cubierto con un velo. Dunbarra es “una casa grande, de postigos siempre cerrados. Se diría que surge de un cerro, como el pálido rostro de un hombre monstruoso que hubiera sido enterrado en él hasta el cuello” (p. 98). Con maldición brujeril de manos de una gitana, es esta al final una historia de amor trágica que desemboca en un salvaje odio entre hermanas. Descarnado y triste, algo que no deja de ser común en el origen de estas leyendas. Por esto no pueden descansar en paz sus protagonistas.
En El duelo (Le duel) nos trasladamos al castillo del marqués de Bath, en Inglaterra: el castillo Longleat. Y atención que aquí no se trata de un fantasma solitario, sino de cinco. Pero los que le interesan a Langelaan son los tres que hacen ruido en un largo corredor en las alturas del edificio: el entrechocar de sables, los pasos, la respiración entrecortada y jadeante de unos combatientes enfrentados en duelo y el grito aterrorizado de una mujer. Nuestro autor, cómo no, pasará una noche en una habitación del corredor encantado, pero antes el marqués le contará la génesis de estos fantasmas, la cual se retrotae hasta el siglo XVII. Aunque se trata de un drama, el tono levemente picaresco y el deje jocoso que asoma en ciertos momentos de la narración le restan pomposidad al venerable conjunto y le dan un aire, valga la paradoja, muy vivaz.
Con La bruja del molino (La sorcière du moulin) entramos en la segunda mitad de los relatos del libro, y adelanto ya que son los que más me han gustado. Estamos ante el caso del fantasma del molino de Dykelman, en Holanda. Se trata de una leyenda difícil de datar pero que pudo acontecer entre los siglos XIV y XVI, el apogeo de la Santa Inquisición en ese país. Al morir su padre, la joven Helga se hace cargo del molino. Esto es mal visto por las gentes de lugar pues no es esa tarea para una mujer. La sociedad patriarcal ahogando la independencia femenina, hombre y mujeres unidos contra la joven Helga, con excepción de su enamorado Dirk, que apenas puede ayudarla en ambiente tan hostil. Helga es acusada de bruja y sobre ella empiezan a circular las más increíbles historias, el fruto envenenado de ser diferente. El dramático y en parte sorprendente desenlace es el que dará origen a la leyenda fantasmal. Es este un relato excelente donde Langelaan brilla con un estilo muy cuidado y detallista, cálido con sus personajes y certero en las descripciones, en especial en lo concerniente al viejo molino y su funcionamiento, un entorno muy original donde desarrollar la trama. Conviene destacar el trabajo de Mary Rowan en la traducción, que se siente cuidadoso y atento.
Volvemos a Irlanda en La casa sobre el mar (La maison de la mer), y volvemos a encontrarnos con el Juez, un abogado muy anciano, casi centenario, al que ya conocimos en La casa de los postigos cerrados. En esta ocasión él hace de narrador pues ha sufrido una maldición, la temática de este relato. El Juez llevará a Langelaan a visitar la casa Mara, una casa sobre el acantilado de la bahía de Dublín, una casa que poco a poco va desapareciendo bajo el continuo picoteo de las gaviotas. Es este un relato que se torna pura pesadilla, muy en la línea de la película Los pájaros (The Birds, 1963) de Alfred Hitchcock basada en el cuento de Daphne Du Maurier. En el pasado, las gaviotas acosaron y atacaron con constancia y crueldad a los dueños de la casa, no sin cierta parte de razón, y hoy día no cejan en su ataque en su deseo de demoler la última piedra del lugar aunque ya nadie more allí. ¿O aún queda alguien? Salvaje, desolador y de una violencia explícita.
En La niña sola (L’enfant seule) conoceremos al padre espiritual de Langelaan en su condición de buscador de fantasmas, James Dixon, el cual le cuenta al entonces joven autor una aventura con su extravagante tío Theobald. Estamos en Londres, y contaremos con la presencia estelar de Oscar Wilde, George Bernard Shaw y Winston Churchill. Todos creen en aparecidos salvo Dixon, por lo que lady Devonshire, en representación de todos, le propondrá una apuesta que Theobald aceptará en su nombre. Dixon deberá pasar una noche en una casa encantada, Thornington House, en Dencross, un pueblo cercano a Londres. Si después sigue sin creer en fantasmas, ganará la apuesta. ¡No hay nada más típico y propio de un relato con casa encantada! Un buen cuento de conseguida atmósfera fantasmal, si bien el componente fantástico quizá, y solo quizá, nos haya sido arrebatado.
El salteador de caminos (Le voleur de grand chemin) pareciera que va a estar protagonizado por el fantasma de Markyate Cell, en 1648, en la Inglaterra bajo la tiranía de Cromwell. Pero en realidad asistimos a la fascinante historia de una dama bandido que nos embargará de tristeza en su final, con ese sabor agridulce que dejan las aventuras olvidadas o un manuscrito perdido que atesoraba en su interior una narración apasionante. Y cerramos nuestros espectrales viajes en Rockley Castle, cuya vieja torre de piedra ya se ha desmoronado y ahora ha sido sustituida por una refinería. Lo cual no impide que su fantasma aún se aparezca a quienes allí trabajan. En El juicio de Dios (L’ordalie) por primera vez es el mismo Langelaan quien narrará la historia a otros. Y supone un magistral cierre, un buen cuento de tiempos antiguos y final feliz, aunque esto sea gracias a un par de muertes… Nuestro periplo termina y no podemos dejar de sentir algo de pena, porque ha sido genial poder ir de la mano de Langelaan por estos maravillosos lugares encantados y haber sentido, si bien por desgracia nunca visto, la presencia de tantos vetustos fantasmas a nuestro alrededor.
LANGELAAN, George. Diez fantasmas. Traducción de Mary Rowe. Barcelona: Noguer, 1975. 282 p. Weekend. ISBN 84-279-0755-9.