John
Franklin Bardin (1916-1981) nos dejó una obra breve pero intensa. Si bien la
novela negra es el género bajo el que se adscribe, lo más interesante de la
misma, al menos para el espectro descarnado que esto firma, reside en los
vericuetos por los que se desarrolla, más afines a la más extravagante
literatura fantástica que al propio relato criminal.
El percherón mortal (The Deadly Percheron, 1946) quizá sea su
novela más conocida. Delirante, extraña, imbricada y con tantos giros
argumentales, sorpresas y casualidades como en el mejor Harry Stephen Keeler o
el mismo Paul Auster. Macabra y sórdida hasta el punto de provocar un mal rollo
considerable, hay que reconocer que una vez empezada es imposible abandonar su
lectura: se lee en trance. Podríamos emparentarla sin dificultad con la
excepcional película de Tod Browning La
parada de los monstruos (Freaks,
1932). ¿Qué tienen todos estos nombres en común? Pues su gusto por presentarnos
personajes deformes, monstruosos, que de una u otra manera viven en la miseria
o en la más completa marginalidad, un empeño casi suicida por permanecer en
ellas y un cúmulo insospechado de casualidades inauditas que los llevan de un
lado a otro como barcos en una tormenta. Bueno, más que tormenta, un ciclón del
Caribe o un auténtico maelström poetiano.
La
paranoia del protagonista, la absoluta locura que lo envuelve, esa sensación de
que ni lo que ve resulta de fiar pues su mente está trastocada, y la pregunta
que se eleva durante casi todo el relato (¿quién soy en realidad?) repitiéndose
y golpeándonos sin piedad hacen pensar también, claro está, en John Franklin
Bardin como el Philip K. Dick de la novela negra.
Porque
todo este desquiciante libro no deja en ningún momento de responder al esquema
clásico, convencional, del género negro: hay que resolver este maldito crimen,
este embrollo infernal. Y al final del mismo nos espera la consabida
explicación. Solo que en esta ocasión Franklin Bardin no nos muestra un final,
sino en apariencia dos: dos epílogos. El primero, un broche que, de haber
terminado así, habría que considerar en serio esta novela como una cumbre del
fantástico delirante. El segundo, la resolución que cabe esperar dentro del
género: parrafada final poniendo las cosas en su sitio. Una lástima que la
sensación que permanezca, claro, sea la del segundo. Sería interesante conocer
si Bardin pensó en el primero como el final definitivo y aterrorizado, bien él
o bien su editor, se viera impelido a añadir un final más digerible, o si por
el contrario desde el principio ya pensó que todo llegaría a su fin por cauces
más previsibles y asumidos por el género.
Las
palabras de Cabrera Infante que se reproducen en la portada del libro
(¡equipararlo con Poe, nada menos!) son, a mi entender, una evidente
exageración (tal es mi caso líneas más arriba a costa del maelström), pero tampoco
del todo descaminadas o gratuitas. No es el único que lo compara con él, en
cualquier caso. Si os animáis a leer El
percherón mortal, tened por seguro que entrará a formar parte de ese
selecto grupo compuesto por los libros más raros que habéis leído en vuestra
vida. Que la profusión de nombres que he utilizado para intentar definirlo no
os haga pensar que se trata de un imposible cruce de cosas impensables: es la
única manera que he hallado de acercarme, de forma vaga, a describir la
experiencia absorbente y enfermiza de su lectura.
BARDIN,
John Franklin. El percherón mortal. Traducción de César T. Aira. Barcelona:
Ediciones B, 2004. 269 p. Byblos narrativa; 1295, 1. ISBN 84-666-1632-2.