martes, octubre 30, 2007

El percherón mortal (1946), de John Franklin Bardin


John Franklin Bardin (1916-1981) nos dejó una obra breve pero intensa. Si bien la novela negra es el género bajo el que se adscribe, lo más interesante de la misma, al menos para el espectro descarnado que esto firma, reside en los vericuetos por los que se desarrolla, más afines a la más extravagante literatura fantástica que al propio relato criminal.

El percherón mortal (The Deadly Percheron, 1946) quizá sea su novela más conocida. Delirante, extraña, imbricada y con tantos giros argumentales, sorpresas y casualidades como en el mejor Harry Stephen Keeler o el mismo Paul Auster. Macabra y sórdida hasta el punto de provocar un mal rollo considerable, hay que reconocer que una vez empezada es imposible abandonar su lectura: se lee en trance. Podríamos emparentarla sin dificultad con la excepcional película de Tod Browning La parada de los monstruos (Freaks, 1932). ¿Qué tienen todos estos nombres en común? Pues su gusto por presentarnos personajes deformes, monstruosos, que de una u otra manera viven en la miseria o en la más completa marginalidad, un empeño casi suicida por permanecer en ellas y un cúmulo insospechado de casualidades inauditas que los llevan de un lado a otro como barcos en una tormenta. Bueno, más que tormenta, un ciclón del Caribe o un auténtico maelström poetiano.

La paranoia del protagonista, la absoluta locura que lo envuelve, esa sensación de que ni lo que ve resulta de fiar pues su mente está trastocada, y la pregunta que se eleva durante casi todo el relato (¿quién soy en realidad?) repitiéndose y golpeándonos sin piedad hacen pensar también, claro está, en John Franklin Bardin como el Philip K. Dick de la novela negra.


Porque todo este desquiciante libro no deja en ningún momento de responder al esquema clásico, convencional, del género negro: hay que resolver este maldito crimen, este embrollo infernal. Y al final del mismo nos espera la consabida explicación. Solo que en esta ocasión Franklin Bardin no nos muestra un final, sino en apariencia dos: dos epílogos. El primero, un broche que, de haber terminado así, habría que considerar en serio esta novela como una cumbre del fantástico delirante. El segundo, la resolución que cabe esperar dentro del género: parrafada final poniendo las cosas en su sitio. Una lástima que la sensación que permanezca, claro, sea la del segundo. Sería interesante conocer si Bardin pensó en el primero como el final definitivo y aterrorizado, bien él o bien su editor, se viera impelido a añadir un final más digerible, o si por el contrario desde el principio ya pensó que todo llegaría a su fin por cauces más previsibles y asumidos por el género.

Las palabras de Cabrera Infante que se reproducen en la portada del libro (¡equipararlo con Poe, nada menos!) son, a mi entender, una evidente exageración (tal es mi caso líneas más arriba a costa del maelström), pero tampoco del todo descaminadas o gratuitas. No es el único que lo compara con él, en cualquier caso. Si os animáis a leer El percherón mortal, tened por seguro que entrará a formar parte de ese selecto grupo compuesto por los libros más raros que habéis leído en vuestra vida. Que la profusión de nombres que he utilizado para intentar definirlo no os haga pensar que se trata de un imposible cruce de cosas impensables: es la única manera que he hallado de acercarme, de forma vaga, a describir la experiencia absorbente y enfermiza de su lectura.

BARDIN, John Franklin. El percherón mortal. Traducción de César T. Aira. Barcelona: Ediciones B, 2004. 269 p. Byblos narrativa; 1295, 1. ISBN 84-666-1632-2.

martes, octubre 09, 2007

Sincretismo: Jesucristo Mazinger



El antiguo cementerio de P., pueblecito moribundo en la provincia de Badajoz, en plena Siberia extremeña, ofrece un curioso pero creo que a la vez perfecto ejemplo de en qué consiste la pura esencia de los tiempos en que vivimos: cadáveres y telefonía móvil.


No deja de sorprenderme, fascinarme, cómo habiendo trocado los tradicionales cipreses por esas frías estructuras metálicas el lugar mantiene cierto aire melancólico. Tal vez debido a que las torres asemejan esqueletos de un futuro no tan lejano, las formas descompuestas de enormes robots de manga japonés, derrengados Mazinger Z esperando su reanimación por toda la eternidad. O que la estructura del nuevo recinto, levantado sobre el montón de escombros, huesos al aire, que era el antiguo cementerio no puede resultar más espartano (una pared de cemento) y al tiempo de un hortera abracadabrante (esa estatua del Cristo sobre el pedestal, fruto de una sobredosis de vídeos cutres del carnaval de Río de Janeiro).



Estos son en verdad los nuevos dioses que han venido a sustituir a los viejos. Y desengañémonos: no son peores.