El escritor inglés Robert Aickman (1914-1981) está considerado uno de los mejores y más elegantes escritores de literatura fantástica del siglo XX. Debe su fama a 48 relatos publicados en diversas antologías. Sus novelas, libros autobiográficos y estudios sobre el sistema de canales inglés parecen no haber dejado la misma huella. Horrorizado por que se le considerara un autor de género, huía en todo momento de esta clasificación y siempre prefirió considerarse un escritor de cuentos extraños, buscando la sugerencia y huyendo de imágenes directas, más cercano al desasosiego que al terror. En fin, algo que define a prácticamente todos los autores del fantástico europeo sin que estos se rasgaran las vestiduras ni sintieran pavor de en qué dichoso lugar de la historia de la literatura les iban a encuadrar.
Se suele citar a Kafka como una de sus influencias, aunque sinceramente yo no logro verla por ningún lado. Imagino que estará presente en cualquiera de los otros 42 cuentos que no he leído de él. En estos seis, ni por asomo. Sí lo veo más cercano a un Dino Buzzati, por ejemplo, aunque desde luego ni en capacidad de sugerir lo extraño ni en fuerza evocadora logra acercarse al gigante italiano.
El vinoso ponto es el relato que abre esta recopilación. Es un cuento en verdad excelente, que rememora tanto en su historia como en sus formas un perdido paraíso clásico. Aunque más que recordar debería decir recrear: en una pequeña isla de Grecia perviven tres mujeres descendientes de aquellas que una vez dominaran la tierra, cuando el matriarcado regía nuestros destinos, cuando la belleza y la comunión con la naturaleza constituían la esencia de la vida. Un vistazo a un paraíso de raíces paganas ya imposible, pues ni el pasado soñado logra sobrevivir a nuestros grises y materialistas días. Un relato atravesado por un poderoso aliento epicúreo, enfangado un tanto por su tontuelo y pretendidamente poético final, pero disfrutable al máximo.
Aickman muestra siempre un deseo de contención que no juega a su favor en todos los relatos. Justo cuando se desata o comienza a desatarse el horror, Aickman se retira. Una elección por supuesto legítima y que cuando funciona da grandes resultados, pero su mismo afán por no ser considerado un escritor de género le lleva, me temo, a huir de lo que él pensaba eran los estigmas de la literatura de terror. Quizá hubiera sido preferible pensar qué era mejor para su historia que pensar en qué demonios iban a pensar los demás de su historia.
Aickman busca lo esquinado, la sugerencia, lo que nuestra mente percibe pero el ojo no termina de ver. En Los trenes esto funciona a la perfección. Lo que el autor deja a la imaginación del lector es tan potente como lo que nos muestra del camino. Lo extraño va invadiendo la realidad en una progresión desbordante y perfecta, su atmósfera resulta cada vez más enrarecida hasta el desasosegante final (muy Buzzati, por cierto). Pero en Che gelida manina justo ese retirarse antes de terminar de mostrar del todo provoca un anticlímax notable al final del relato. En el mismo momento en que sentimos el primer y terrible escalofrío recorriendo nuestra espalda, Aickman da por finalizada su historia de una manera más convencional aún que aquella que trata de evitar. Así tenemos un cuento de fantasmas truncado, en el que el momento más típico, el de la aparición, apenas se intuye y resulta estremecedor y de aliento realmente fantástico, para alejarse enseguida de esta atmósfera y presentarnos a otros personajes del relato que nos importan un soberano pimiento cerrando la historia con unas explicaciones que hasta se contradicen con su estilo. Porque de repente leer sobre dos personajes que en plan como seriote dan veracidad a la alucinante historia de fantasmas que acabamos de entrever da un poquillo de risa. De verdad que era innecesario estropearlo. ¡Todo lo sugerido había funcionado muy bien!
¡Ay! Sigo adelante, pero antes indicar que tanto El vinoso ponto como Che gelida manina pertenecen a su libro Powers of Darkness (1966), mientras que Los trenes es del volumen coescrito con Elizabeth Jane Howard We Are for the Dark: Six Ghost Stories (1951). Los tres restantes de esta antología pertenecen a The Unsettled Dust (1966).
En La habitación interior Aickman juega todas sus cartas y las juega con verdadera maestría. Partiendo de la idea de la casa de muñecas encantada, todo un tema clásico del género de terror, Aickman construye un relato en verdad extraño, desconcertante, terrorífico y fantasmal, casi brumoso en su inconsistente sentido de lo que es real, una pesadilla mórbida en la cual, esta vez sí, lo sugerido es tan terrible y mareante que dejarlo ahí, instalado en nuestra mente sin decir una sola palabra, provoca auténtico pavor. El mejor relato del libro a mi gusto, y una pequeña joya del fantástico.
Nunca vayas a Venecia no es un mal relato, pero no comparto su visión de una Venecia vista a todas luces desde el punto de vista del turista anglosajón más recalcitrante. Bien es cierto que el carácter del protagonista incita esta mirada incapaz de comprender ni el país ni la ciudad que visitan, ese prurito de sentirse único y especial, de no ser como los otros turistas. Pero amigos, hay una abismal distancia entre creerse superior a los demás y serlo. Me temo que no era la intención de Aickman provocar animadversión hacia su personaje, pero a mí me resulta en extremo desagradable. El protagonista viaja a una Venecia soñada que no se distingue de la real, en parte porque la real que se nos muestra en el relato es la soñada por el típico turista que reniega de la Venecia actual y solo ve en ella restos de un esplendoroso pasado. Ya sabéis: el turista que espera que todos los lugares que visita estén conservados en una vitrina para él. Una Venecia que se torna destino al cual ir a contemplar el final de los días, otro topicazo, en la cual por no faltar ni se nos evita la presencia de una bella y misteriosa joven oculta tras una máscara veneciana. Se recurre a evocar la figura del Barón Corvo en su condición de gran extraño en Venecia. El problema está en que Corvo era un extraño en cualquier parte a la que fuese y su figura inmensa empequeñece aún más la del ridículo oficinista inglés. A estas alturas os estaréis preguntando qué demonios me ha hecho escribir que este no era un mal relato. Yo también. Lo he olvidado.
Y llegué al último relato, En las entrañas del bosque, el que se prometía desde el prólogo como el mejor, más intenso y metafórico de los seis aquí incluidos. Se citan grandes nombres para avalarlo, curiosamente algunos de ellos grandes escritores de terror, pero ni por esas. Para mi gusto es el peor con diferencia del libro: pretencioso, vacío (claro, si no, no sería pretencioso…) y tan cómodo como aburrido de leer. Parte de una idea excelente, o llamativa al menos: un sanatorio en el cual todos los pacientes padecen de insomnio, rodeado de un misterioso y profundo bosque. Pero todo queda ahí, diluido en las insufribles idas y venidas de su protagonista y en dos conversaciones con sendos pacientes. Ochenta páginas que resultan excesivas para no contar nada y que, en el momento en que todo comienza a tornarse un poquillo raro, el autor nos endilga una explicación cuya pretenciosidad me hizo llevarme las manos a mi rostro ruborizado por la vergüenza ajena.
Ejemplo perfecto del relato que se utiliza para aquello tan típico de los que detestan la literatura fantástica de que es una obra maestra que horrorizará a los habituales de las emociones fuertes y etc., pero que a mí más bien me recuerda a esa historia del traje nuevo del emperador: si no aprecias sus ricos y espléndidos ropajes te darán por tonto, pero por más que miro yo solo veo que el emperador está desnudo.
AICKMAN, Robert. Cuentos de lo extraño. Prólogo de Andrés Ibáñez; traducción de Arturo Peral Santamaría. Girona: Atalanta, 2011. 349 p. Ars brevis; 53. ISBN 978-84-937784-3-9.