lunes, septiembre 16, 2019

El pueblo del Polo (1907), de Charles Derennes



Charles Derennes (1882-1930) es un escritor francés que gozó de prestigio a principios del siglo XX gracias a su extensa obra cimentada tanto en su faceta narrativa como poética. También brilló en el terreno del ensayo y como periodista, si bien a día de hoy no sea su nombre tan recordado como su esforzado éxito hiciera prever en el pasado. El pueblo del Polo (Le peuple du Pôle, 1907) es una de sus novelas más recordadas debido en parte a la recuperación que de ella hizo en el año 2008 el autor británico de ciencia ficción Brian Stableford, quien la tradujo al inglés. En español nos la acercó Javier Martín Lalanda en la colección Última Thule, colección a la que es imposible no tener cariño pese a que esté mitificada en exceso, quizá sobre todo debido a la dificultad de encontrar los libros que la componen a un precio que no sea un absoluto disparate en el mercado de segunda mano. La fascinación por los descubrimientos, la aventura, la ciencia como clave del progreso y evolución humanos serán los ejes creativos de este libro deudor en gran parte de la obra de un compatriota de Derennes, el gran Jules Verne, no solo por su gusto en el detalle a la hora de narrar la preparación del gran viaje que conformará el corazón de esta novela, sino también en la suave deriva fantástica que esta tomará en sus principales pasajes. Aunque queda lejos de su modelo, Derennes construye con emoción e interés este viaje a los desconocidos, por entonces, y misteriosos hielos que también deslumbraran a Verne.


Louis Valenton es miembro del Instituto y profesor del Colegio de Francia, un científico y viajero que ha hecho un sorprendente descubrimiento en el norte de Asia: el esqueleto de una especie desconocida a la que ha bautizado antroposaurio, seres presumiblemente inteligentes que evolucionaron de los saurios en una línea diferente al hombre, convirtiéndose quizá en rivales de este y exterminados en su lucha por la preeminencia de la especie. También ha encontrado un manuscrito dentro de un bidón conservado en el hielo que narra una historia increíble. Este manuscrito, publicado por el imaginario autor del Prólogo de El pueblo del Polo, amigo de Valenton y receptor de su descubrimiento, es el libro que vamos a leer. También vemos aquí ecos de Edgar Allan Poe como los había siempre en la obra de Verne. Así conoceremos a los dos protagonistas de esta aventura. El primero de ellos es Jean-Louis de Vénasque, el autor del manuscrito mentado y bajo cuyas palabras seguiremos la aventura, un soñador de alma viajera prisionero de una vida rutinaria de la que anhela escapar, huir de la realidad que le ha tocado afrontar. Y que encuentra su alma gemela en el ingeniero Jacques Ceintras, el otro gran protagonista de la aventura, el cual sueña con la conquista del aire y con alcanzar el distante Polo Norte en un globo dirigible.

En 1907 el Polo Norte aún no había sido descubierto, no sería hollado por el hombre hasta el año 1968, y por entonces no solo era objeto de múltiples expediciones científicas sino también el depositario de misterios y leyendas que lo convertían en una de las grandes cimas inalcanzables de la Tierra. El país que lograra alcanzarlo se llevaría la gloria de su hazaña en un momento en el que los nacionalismos buscaban a la desesperada logros con el que dar fuerza a sus jóvenes existencias. Como curiosidad, sería en el año 1926 cuando por primera vez se sobrevolaría el Polo Norte, y se hizo en dirigible, lo cual convierte la novela de Derennes en una curiosidad visionaria, una obra de anticipación científica al estilo de las que tantas nos dejó Verne. Aunque no es por esto por lo que resultan tan brillantes hoy en día, sí es hermoso recordarlo.


Los buenos de Vénasque y Ceintras comparten pues la pasión y la felicidad de tener en común un sueño que además es doble: el de la exploración y el de los hallazgos científicos. Sin embargo, pronto surgen los problemas. Tienen el mismo sueño, es cierto, pero difieren en el modo de llegar a él, el camino que se debe tomar para hacerlo realidad. A Ceintras lo posee el afán de la celebridad y la gloria personal y lo domina un insufrible carácter bipolar que los lleva a mantener una mala relación que solo subsiste por el ya empeñado viaje al Polo. La narración se detiene en la evolución de una enemistad que se resiste a declararse por el interés de ambos viajeros en que no llegue a mayores. Y también en la preparación y primeras etapas del viaje, que se desarrollan con rapidez cumpliendo con precisión todas las previsiones. Hasta llegar al reino de lo desconocido, allí donde la nieve y el frío desaparecen retando toda lógica y una vegetación imposible se alza allá donde solo cabrían los eternos hielos: “(…), después de haber deseado ardientemente contemplar prodigios, temblaba mientras me acercaba a ellos” (p. 61).

Estos prodigios se suceden de manera casi instantánea nada más alcanzar las lindes norteñas, páginas en las que Derennes da lo mejor de sí desatando su imaginación y anegando nuestras pupilas de maravillas sin fin. Pero pronto el dirigible es atraído a tierra y el viaje encontrará una brusca interrupción. Quedarán atrapados en una extraña región, un lugar donde la luz es uniforme y no provoca sombras (nuestros héroes, como tantos personajes que han pactado con el Diablo, carecen así de sombra). Allí tendrán el gran encuentro final, el inaudito descubrimiento que por desgracia vendrá acompañado por la locura de Ceintras. El pueblo del Polo se convierte entonces en una novela de “tierra perdida” en la que nuestros dos aventureros tendrán que desentrañar las costumbres de un extraño pueblo que vive en pasillos subterráneos y que desconfía de los hombres. No es para menos, pues Vénasque y Ceintras cada vez se llevan peor y su modo de proceder llena de espanto y terror a unas criaturas cuyo aspecto es, a nuestros ojos, monstruoso. 

Derennes impregna de amargura y desesperanza el tramo final de su novela. Los humanos solo llevamos el mal allá donde llegamos. Tantas maravillas solo sirven para generar el deseo y la ambición de la posesión y el poder. Derennes no confía en que el hombre sea capaz de buscar la paz y el entendimiento con una especie inteligente distinta. Los toques de narrativa utópica devienen en pesadilla egocéntrica y ciega. Y para rematar, en un giro final se nos recuerda que lo que estamos leyendo es obra de uno de los protagonistas, el cual perfectamente puede estar mintiéndonos con el objetivo de que sea él quien pase a la historia como el héroe del viaje. Son quizás los aspectos más conseguidos en la novela, de la que es obligado decir que no resulta tan brillante en el dibujo de los dos protagonistas, sobre los que se aplica una mirada quizá demasiado fría, tan lejana que nos distancia de sus errores y apaga un tanto la fuerza de sus propuestas: pareciera que el hombre quizá no sea tan estúpido como estos dos desatinados ejemplares cuando nada llama a la mínima esperanza en las palabras de Derennes. También resulta algo decepcionante la deriva de la historia, que acaba por abandonar el camino del prodigio para detenerse en las miserias de las peleas sin fin de Vénasque y Ceintras, a los que confieso que en más de una ocasión hubiera abofeteado con gusto de haberlos tenido delante. Bueno, si hubiera podido, porque vaya dos locos con una pistola en sus manos… El relato al fin se sume en la oscuridad y nos arrastra en su negrura sin apenas capacidad de remisión. Las luces se apagan y el sabor de la aventura deviene amargo. Y aquí, aunque como autor esté lejos de sus antecesores, es donde quizá Derennes es más Poe y menos Verne, sin dejar nunca de ser ambos.


DERENNES, Charles. El pueblo del Polo. Introducción y traducción de Javier Martín Lalanda. Madrid: Anaya, 1994. 167 p. Última Thule; 13. ISBN 84-207-6267-9.   


viernes, septiembre 13, 2019

René Daumal: quemado por la vanguardia


“Resulta muy tentador, cuando se cuentan acontecimientos pasados, poner claridad y orden donde no había ni lo uno ni lo otro.” (La gran borrachera, p. 31)

El escritor francés René Daumal (1908-1944) dedicó gran parte de su vida a la búsqueda de lo Absoluto, una quimera propia de un espíritu soñador para la cual siguió caminos bien terrenales: las sustancias psicotrópicas y el alcohol. Ni fue el primero ni será el último en esforzarse en hallar las musas de la creación y de la revelación de esta forma. Su viaje fue un fracaso absoluto, con el resultado de su salud destrozada y alcanzar la muerte enfermo de tuberculosis. Solo al final de su existencia se apercibió de lo fútil de este camino y emprendió el de la religión, el del pensamiento hindú y las creencias que por entonces difundía el iluminado maestro Gurdjieff. No es que le fuera mejor, pero al menos su cuerpo encontró un breve descanso que no pudo disfrutar pues la enfermedad ya lo había convertido en su presa. En sus años de juventud escribió poesía, fundó una revista (Le Grand Jeu), formó el grupo vanguardista “Los Simplistas” y se enfrentó de manera encendida con André Breton y los surrealistas. Marginal entre los marginales, Daumal se sumerge en las drogas y la bebida buscando “una realidad superior” que nunca encontrará. Desencantado de esta vía, escribirá en 1938 su novela La gran borrachera (La grande beuverie), en la que nos narra en sus dos primeras partes las formas de búsqueda que había emprendido, dejando para el final la constatación de su error y el inicio de un nuevo camino de iluminación. Todo esto queda esclarecido de manera excelente en el prólogo de Javier Bassa Vila, ¡Desconfiad del alcohol y de la literatura!, en la edición del libro por parte de la editorial Cabaret Voltaire, introducción eso sí que recomendamos leer después de la novela de Daumal.  


En La gran borrachera Daumal no solo exprime su devenir existencial, siempre enmarcado en una confusión, una marabunta de imágenes, lugares entrevistos, ensoñaciones con la fuerza de la realidad misma y una realidad que se despereza con la lentitud de la duermevela, adoptando las formas metafóricas, extravagantes y experimentales de los movimientos vanguardistas que habían revolucionado para no llegar a nada, tal como su propia experiencia le había enseñado, el mundo de la literatura. Personajes imposibles que van y vienen y hablan y beben: es el caos de la borrachera interminable, la lucidez etílica que no es sino una sarta de sandeces, un engañabobos monumental para creadores mediocres con ínfulas artísticas. Daumal se muestra sensacional en su conjunción de fondo y forma, en muchos momentos deudor de su admirado y genial Alfred Jarry: es más importante cómo nos narra sus aventuras, todas ellas enmarcadas en el transcurso de una noche y el amanecer siguiente a ella, que lo que de manera directa nos cuenta, pues por ese cómo descubrimos el qué y su porqué. La segunda parte de la novela, Los paraísos artificiales, es un paseo simbólico por el horrendo y falso mundo de los Evadidos, los que ya no beben, atrapados sin ser conscientes de ello en la convención y el auto engaño. Este viaje le sirve no solo para hacer una dura y burlesca crítica de la sociedad, sino también del mundo vano y vacío de los artistas, que contrapone con los verdaderos, que serían aquellos que no viven allí y que además no son bienvenidos. En el mundo de las mentiras, la verdad está exiliada. Las camarillas “artísticas” son atacadas de manera certera y sin piedad: pintores, poetas, críticos, novelistas, escultores, cineastas, actores, arquitectos, políticos, científicos, religiosos… Todos caen ante su guadaña, pero no de forma gratuita: solo la sufren aquellos entregados a lo falso o a objetivos espurios. Es cegador descubrir cómo su crítica es válida para nuestros días de la misma forma y con la misma fuerza que entonces lo fue para los suyos. Pero Daumal no se sienta a despotricar de los demás desde su poltrona, es demasiado inteligente para esto, sino que se reserva un capítulo para sí mismo, es responsable y consecuente: ve los grandes defectos en los otros, pero no elude desnudar los suyos. Las búsquedas artificiales de la felicidad o de la inspiración a través de ideales inventados o las drogas suponen para Daumal otra falsedad orquestada por los mercaderes de armas, opio y cocaína. Una quimera a la cual arrojar a los jóvenes para exterminar los excedentes de humanos. 

“Todo esto era tan aburrido, tan poco consistente, y yo estaba tan al margen de todo que ni siquiera intenté ponerme de pie, ni agarrarme, así que me encontré de repente al borde del agujero de la trampilla, manteniendo el equilibrio en el filo, como una hoja muerta que espera el siguiente golpe de viento sin preocuparse de dónde vendrá. Y el siguiente golpe me hizo caer.” (La gran borrachera, p. 168)

El tramo final es absolutamente soberbio, con el protagonista tomando conciencia de esa gran casa-máquina en la cual él y nosotros vivimos, con la luz del sol brillando e iluminando el cielo tras la gran noche de la borrachera.


Su segunda y última novela, El Monte Análogo (Le Mont Analogue, 1944), quedó inacabada. Las ediciones francesas de la misma en Éditions Gallimard, en 1952 y en 1972, recogían todos los textos (sinopsis, un artículo, planes de trabajo y capítulos incompletos finales) que permiten que nos sea posible conocer su desenlace. Con un maravilloso aire a narración de aventuras en el más clásico estilo Jules Verne entremezclado con una simbología diáfana, sin afán de oscurantismo, Daumal nos dejó aquí una pequeña obra maestra que quizá provoque cierta frialdad al lector habitual de literatura fantástica debido a su truncado final, pero que hará las delicias de todos los amantes de lo raro y lo extraño. Y con un sentido del humor vital y contagioso que ya da apuntes desde su mismo título, pretendidamente grandilocuente y exagerado: El Monte Análogo: novela de aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente auténticas.

Todo comienza cuando el narrador recibe una carta entusiasta de un lector que ha leído un artículo suyo sobre el significado simbólico de las montañas en diversas culturas, religiones y mitologías, consideradas como una vía que une la Tierra con el Cielo, lo humano con lo divino. Fue publicado en La revista de los fósiles y, a pesar de haber transcurrido solo tres meses desde su publicación, él mismo ya lo había olvidado. El desconocido lector le propone, nada más y nada menos, una excursión a ese Monte Análogo, del que desde su cima se podrá observar el Universo desde una nueva perspectiva, al cual el protagonista hacía alusión en su texto. El autor de la eufórica misiva es Pierre Sogol, un personaje estrambótico y genial, y sin duda uno de los mayores aciertos de esta novela: uno de esos caracteres que, por medio de la fascinación y el asombro que provocan en el narrador, se contagia enseguida al lector. La presentación de Sogol es divertida y apabullante, digna de las mejores páginas de Verne, desde su permanencia en un monasterio herético hasta sus alucinantes inventos (el espejo que mire quien se mire en él se ve a sí mismo con cara de cerdo, por ejemplo, o el alucinante sistema instalado en su jardín con notas para recordar). La pasión de Sogol es la de entender, la necesidad de saber el por qué de las cosas, de ahí su pasión por no dejar de intentar alcanzar la cima del misterioso Monte Análogo. Este se oculta a la vista debido a una curvatura del espacio a su alrededor. Einstein, Eddington y Crommelin adaptados al más delirante y brillante relato fantástico.


Los títulos de los dos primeros capítulos (los del tercero y cuarto son más convencionales), y en especial los extensos subtítulos a la manera de las novelas antiguas, son geniales: suponen una descripción irónica y muy divertida de todos los acontecimientos que se narrarán en ellos, como un resumen en clave humorística. El coqueteo de Daumal con las vanguardias, sobre todo con el surrealismo, con el cual pronto chocó por la estrechez programática de André Breton y los suyos, y por su condición de poeta han provocado que su obra en prosa sea analizada siempre desde un prisma intelectual, cuando lo que precisamente más destaca y la convierte en inolvidable sea aquello por lo que sus exégetas menos lo aprecian: El Monte Análogo es una brillante, luminosa y magnífica novela de aventuras. Permite, cómo no, todo tipo de lecturas filosóficas, como por otra parte sucede con muchas otras obras del género, pero se olvida con frecuencia esta que, a mi gusto, es la que convierte esta narración inconclusa en una joya. Aunque el viaje se presenta en su preparación y desarrollo de una forma verista y detallada a la manera del genial Verne, la inclusión de unos inventos que bordean la ciencia ficción especulativa más naif rompe este tono ultra realista y nos mantiene en el terreno de lo fugaz y lo imaginario. Esto y el sistema de medición de la potencia del pensamiento humano de Sogol, una fruslería intelectual que se nos antoja entrañable porque viene de él. Si hubiera sido cualquier otro quien nos lo hubiese presentado de seguro nos habría parecido una banalidad insufrible.

El relato avanza con las sempiternas notas divertidas, así el nombre del barco de la expedición, que no es otro que Imposible, o bien, también siguiendo esa tradición de las novelas primigenias desde El Quijote, utilizando el recurso de introducir en el cuerpo de la narración principal un relato breve que sirve de entretenimiento, en este caso, a la un tanto aburrida tripulación mientras todos esperan encontrar la entrada al campo que rodea al Monte Análogo, ese que oculta la isla sobre la que se alza a los ojos de los humanos. “Esperar durante mucho tiempo lo desconocido desgasta el motor de la sorpresa.” (p. 91) Así la maravillosa historia de los hombres-huecos y la Rosa-amarga, que nos deriva de lleno al fantástico más desatado. Ya al pie del Monte, el más extraño vergel de la Tierra, nos encontraremos con el Puerto de los Monos, cuya fascinante población está formada por todos los descendientes de viajeros y marinos de todas las épocas que han ido llegando hasta allí buscando coronar el Monte. Algo de condenación, de penar eterno, subyace sin forma concreta pero de manera real en esa sociedad en la cual los guías de la montaña suponen el escalafón más alto de la misma. Los fenómenos ópticos y mecánicos imposibles se suceden: las cámaras no graban ni registran imágenes, el sol sale y se hunde por el mismo punto del horizonte… El hecho de dejar constancia de que entre los viajeros ha habido diversas pero naturales fricciones fruto de tener que compartir un espacio reducido, el del barco, es una prueba más del deseo de Daumal de nunca dejar de contar una historia de aventuras a la Verne pero desde la perspectiva más moderna de un autor de mediados del siglo XX. Como sucede con el clásico autor, su obra se presta también a múltiples interpretaciones filosóficas y religiosas, ya lo hemos comentado, pero no tienen por qué ser las únicas, puede que incluso ni las prioritarias. Están ahí, son el producto de la educación y las vivencias de ambos escritores, y como toda aventura las suyas también son historias de iluminación y crecimiento.


El Monte Análogo termina de manera abrupta en el capítulo cinco, justo en mitad de una narración que tiene como eje central el efecto mariposa. Daumal tenía previsto que constara de siete capítulos. Dejó cuatro completos y un quinto incompleto, pero por sus notas y guiones podemos conocer el resto de la historia. Se añaden además en la edición de Atalanta otros textos que se relacionan o en algún caso explican detalles de la obra, de los que destacaría unas líneas de gran belleza que escribió Daumal para presentar su novela. También se incluye un sensacional artículo, Unos cuantos poetas franceses del siglo XXV (1941), que es toda una genial muestra de otro tipo de ciencia ficción: el del ensayo sobre un tema imaginario o inventado. Daumal ofrece dos cosas: una burla despiadada de todas las escuelas y corrientes poéticas de su presente y un divertido retrato de cómo podría ser esa sociedad del futuro vista a través del original enfoque de analizar a sus poetas. En ambos casos, el autor sale triunfante. Lo cual presta mayor fuerza a su conclusión final: la verdadera poesía está allí donde no se habla de ella. Aunque Daumal la ha tocado con sus dedos en sus hermosas palabras finales.

En el epílogo de Clara Janés, curiosamente esta atribuye el final de la expedición de los “rajados” que no van en la de Sogol y el protagonista, esto es, la formada por los cuatro personajes iniciales que deciden no acompañar a nuestros héroes, al desenlace de la expedición de estos. Así pues ese viaje infernal a la codicia humana no es el que corresponde a los primeros, sino a los que abandonaron el camino desinteresado y puro de los protagonistas. El final ideado por Daumal está mejor explicado, y con más claridad, en la Nota preliminar de Alberto Laurent en la edición de la editorial Abraxas de la novela. El Monte Análogo es un clásico de la novela de aventuras y también de la ciencia ficción. Merece la pena compartir su fantástico viaje y perderse en las visiones de ese Monte misterioso e incomprensible que por momentos nos recordó al que se eleva en el corazón de esa otra obra magnífica y única que es Al otro lado de la montaña (La montagne morte de la vie, 1963) de Michel Bernanos.   

“Ahí, en ese pico, más puntiagudo que la aguja más fina, sólo está el que colma todos los espacios. Allá arriba, en el ambiente más sutil en que todo se hiela, solo subsiste el cristal de la última estabilidad. Allá arriba, en pleno fuego del cielo en donde todo se quema, solo subsiste el perpetuo incandescente. Allá, en el centro de todo, está el que ve cómo todas las cosas se consuman en su comienzo y en su fin.” (p. 139)




DAUMAL, René. La gran borrachera. Introducción, traducción y notas de Javier Bassas Vila. (Barcelona): Cabaret Voltaire, 2011. 195 p. Cabaret Voltaire; 27. ISBN 978-84-937643-8-8.

DAUMAL, René. El Monte Análogo: novela de aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente auténticas. Epílogo de Clara Janés; traducción de María Teresa Gallego. Girona: Atalanta, 2006. 177 p. Imaginatio vera; 6. ISBN 978-84-934625-5-0.

DAUMAL, René. El Monte Análogo: novela de aventuras alpinas no euclidianas y simbólicamente auténticas. Edición y traducción de Alberto Laurent. México D. F., Barcelona: Editorial Océano de México, Editorial Abraxas, 2001. 155 p. Fantasía. ISBN 970-651-491-0. 



jueves, julio 18, 2019

La máscara de la muerte y otras historias (1920), de H. D. Everett



Henrietta Dorothy Everett (1851-1923), Huskisson hasta el día de su boda, fue una escritora británica que publicó su obra bajo el seudónimo masculino de Theo Douglas, al menos hasta que decidió mostrarse con su verdadero nombre: el éxito de sus libros no se vería ya mermado por la circunstancia de que quien los escribiera fuera mujer. De hecho, el volumen que incluía originalmente todos los relatos mostrados en este La máscara de la muerte y otras historias (The Death-Mask and other Ghost, 1920) ya fue firmado por H. D. Everett, una feliz anciana de casi setenta años que había iniciado su carrera literaria a los cuarenta y cuatro. Pero dejemos ya estos pequeños datos que podemos encontrar sin mayores problemas en la Wikipedia y vamos a lo importante: ¿merece la pena leer estos antiguos, casi un siglo de vida, cuentos de fantasmas? Pues vaya pregunta si estáis aquí, en el blog de los terrores viejunos. Pero cuidado, que antiguo no es viejo, y que H. D. Everett demuestra que mantener maneras amables y enmarcarse en un modelo de literatura tradicional no impide respirar auténtico horror en sus momentos más inspirados, y que no salpicar las paredes con vísceras e imágenes de impacto no significa que sea incapaz de conmoverte y dejarte tocado por dentro. Los relatos fantasmales de Everett crean una atmósfera enrarecida y extraña que te va envolviendo como una bruma sobrenatural, una niebla mefítica que te hiela los huesos justo cuando crees que todo es paz ante esa chimenea junto a la que humea tu taza de té. Que no os engañen los comentarios que los tildan de apolillados: si lo que queréis es estremeceros de verdad y no realizar una visita a la carnicería de tu barrio, estas son vuestras historias.

La antología se abre con el relato que le da título, La máscara de la muerte (The Death-Mask, 1920). En él nos encontraremos a un apagado viudo que deberá serlo por siempre pues su esposa muerta no le permitirá que abandone su condición impidiéndole que vuelva a contraer nupcias. Y esto gracias a un endemoniado pañuelo embrujado que hará que el rostro de la difunta se dibuje en cualquier trozo de tela cuando el atribulado ex marido se encuentre con otra mujer. Sus contornos aparecerán de manera antinatural acosándolo sin piedad. Una curiosa y refinada venganza de ultratumba, o una condena en la que el espectro encadena a un vivo a su último deseo antes de morir: que él no intime con nadie más. Narración contada por el protagonista a un amigo tras una copiosa cena en el saloncito de fumar, funciona a la perfección hasta llegar a su truncado final. Pareciera que Everett se conforma con desvelar el horror pero sin llegar a una solución. Incluso siguiendo la idea propuesta por la autora de que nuestro hombre acepta su funesto designio, la sensación que permanece es la de que la historia termina justo cuando acaba de empezar. En Los dedos de una mano (Fingers of a Hand, 1920) acontece algo parecido: lo importante es la descripción del instante en el que lo fantasmal se desata, aquí una mano (bueno, para ser exactos, solo los tres dedos que sostienen la pluma) espectral que advierte del peligro en el que se encuentran los habitantes de una casa, una aparición que previene, que avisa de un inminente desastre. Aunque en esta ocasión sí que la narración se dirige hacia un fin. Estos dos primeros relatos cumplen de sobras con su función de hacernos vibrar de miedo, que ya es bastante, pero es justo a partir de ellos que el tono sube y ya no se trata solo de hacernos temblar, sino de que las historias profundizan en el sentido del horror y permanecerán por más tiempo en nuestra memoria, o en nuestro subconsciente volviendo a cada instante en que nuestro día a día nos retrotrae de manera accidental a algún momento coincidente con lo leído, impregnándolo todo de un sentido de lo fantasmagórico difícil de dejar a un lado.

El teléfono (Over the Wires, 1920) es una perfecta mezcla de los horrores de la I Guerra Mundial con una trama fantástica. Aunque la idea de recibir una llamada telefónica de ultratumba a día de hoy se nos antoje poco original, Everett nos la narra con la fuerza de quien transita terreno aún apenas hollado. Aquí entramos en aguas más desoladoras y tristes, el fantasma que se despide de su ser amado, aquel a quien no volverá a ver en vida. Se alinea con un clásico del calibre de Los amigos de los amigos (The Friends of Friends, 1896) de Henry James, pero con el toque más actual y moderno, en la época de la autora, de que sea un teléfono la herramienta de comunicación entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Alejándose de los castillos góticos, de los pasadizos húmedos y de las mansiones lúgubres, como ya estaba haciendo su coetáneo M. R. James y como lo había iniciado pocas décadas antes Joseph Sheridan Le Fanu. ¡Lo del “terror actual” no es cosa de los ochenta del siglo XX!

En El pequeño fantasma de Anne (Anne’s Little Ghost, 1920), un fantasma con el aspecto de una niña de seis años, que bien podría ser el que tuviera la hija de la pareja protagonista, Anne y Godfrey, si aún estuviera viva, se materializará en el lugar más improbable: la casa que han elegido para pasar las vacaciones de verano. Entorno luminoso y vibrante que no impedirá que la aparición se muestre con inusitada solidez, sus rápidas pisadas reverberando con su sonido en las calurosas tardes de estío. El que la joven Anne pierda sus fuerzas y se marchite también apunta a que el pequeño espectro esté tomando forma a partir de su deseo de volver a tener a su perdida niña entre los brazos. ¡Se parece tanto a ella! El amor maternal dando vida a un espíritu. Everett conforma así un excelente relato de estructura y desarrollo sencillos, pero preñado de profundidad y múltiples lecturas.


La cortina carmesí (The Crimson Blind, 1920) es, lo digo ya, un sensacional relato de casa encantada contado en dos tiempos o partes. El protagonista, Ronald McEwan, es un niño bastante crédulo: cree sin dudar en la existencia de los fantasmas. Es retado por sus dos burlones primos por esto mismo a pasar una noche en el exterior de una casa embrujada, ante una ventana famosa porque al llegar la noche se ilumina, estando la mansión abandonada, en su luz perfilándose una sombra allí donde no debería de haber nada. Ronald teme que el reto conlleve una pesada broma por parte de sus parientes, por lo que accede pero con cautela. Sin embargo, para sorpresa de los tres, viven una verdadera e impactante experiencia sobrenatural. Años después, Ronald, convertido ya en un hombre maduro, retornará a la misma casa como invitado de unos amigos que la han reformado y hecho habitable. Tan cambiada está que el pobre Ronald al principio ni la reconoce, aunque también influye en el olvido o el débil recuerdo que han pasado veinte años desde su primera visita. Y ahora es alojado en la habitación que tanto tiempo atrás mostró el porqué de su fama. La cortina carmesí no deja de ser un relato clásico de empaque tradicional, pero la viveza y el juego entre lo que es real y lo que es falso, lo representado o lo incluso imaginado, le dan un toque soberbio: el de la absoluta credibilidad. Everett nos sumerge en él sin escapatoria. La noche que Ronald adulto pasará en la habitación encantada nos hará sentir los fríos dedos de lo espectral con una intensidad poco común.

En El camino solitario (The Lonely Road, 1920) nos encontramos con un perfecto ejemplo de fantasma protector. A la hora de enfrentar una caminata nocturna en un sendero con reputación de peligroso… ¡qué mejor compañía podríamos hallar! Modélico y sencillo hasta el punto de que podría ser narrado como anécdota personal por cualquiera que se pusiera a ello sin problemas. Una de esas historias, sí, que bien podrían hacernos pasar por real en cualquier programa de parapsicología. Los gaiteros de Mallory (The Pipers of Mallory, 1917) nos inundará con el sonido de las gaitas escocesas, aquí por supuesto sopladas por gaiteros fantasmales cuya música será preludio de muerte para una conocida familia de las Highlands. La pared susurrante (The Whispering Wall, 1916) nos lleva de nuevo de visita a una casa encantada dominada por las voces que recorren las paredes susurrando anuncios de muerte, de nuevo fantasmas que profetizan desgracias. Y que tengamos como telón de fondo la I Guerra Mundial impregna de mayor tristeza aún la muerte de un amigo.

La leyenda ancestral transmitida de padres a hijos que pervive en el presente y las solitarias y salvajes Highlands serán también en La bruja del agua (A Water Witch, 1920) el escenario donde se desarrollará la historia. La misteriosa mujer blanca que atrae al ganado al río, donde los animales se ahogan tras oír su llamada, es el viejo cuento que atemoriza a todos los habitantes de la zona, sobre todo porque también ha sido vista tomando forma en la espuma del agua al golpear las rocas, allí donde su voz resuena más irresistible, y es capaz de arrastrar a los pobres incautos que se crucen con ella al fondo oscuro de las aguas. Pero Everett no se detiene en esta ya de por sí fascinante historia arraigada en el recuerdo y la tradición: hay una profunda nota de tristeza en este relato difícil de explicar. Quizá sea porque la protagonista, Frederica (Freda), no deja de ser una joven solitaria ahogada en un lugar que vive inmerso en el espanto y un hombre que la reclama para sí sin derecho alguno. La evidente antipatía que la narradora, Mary, su cuñada, siente por ella nos hace más patente aún, de manera indirecta, su soledad. La frialdad de las palabras de Mary al describirla, su distanciamiento de la joven pese al respeto debido (Freda es la esposa de su hermano) y la manera de juzgar negativamente las muestras de amor hacia su esposo refuerzan la sensación de aislamiento de Freda. Es como si se superpusieran dos historias aquí: una la de Mary, la que ella a través de su voz nos cuenta, y otra la de Freda, que solo conocemos interpretando lo que su cuñada nos dice tras su mirada de cierto desprecio, o cuando menos carente de cariño. La narración fantasmal contribuye a la melancolía, la tristeza y soledad en las que se desenvuelve Freda. Esta misma no parece nada más sino otro espectro débil, enfermizo, casi inconsistente, en un mundo fantasmal. La bruja del agua es un relato excelente, de atmósfera opresiva casi sin que nos apercibamos de ello, inaprensible de alguna manera. Todo es sutil aquí, un rastro de suspiros y zozobra, todo pareciera inofensivo en su sobrenatural delicadeza, pero la muerte y el horror yacen latentes bajo sus amables formas.          

La máscara de la muerte y otras historias ha sido editada por La biblioteca de Carfax, con lo que podemos afirmar que viene siendo su habitual buen gusto, y una portada espectacular obra de Rafael Martín Coronel, cuyas imágenes al frente de todas las publicaciones de la editorial contribuyen a darle una evidente unidad y personalidad. Ha resultado una experiencia fantástica comprobar que al leer estos relatos de Henrietta Dorothy Everett se muestran inmunes al paso del tiempo: su hálito fantasmal, como corresponde a todo buen espectro, es inmortal.


EVERETT, H. D. La máscara de la muerte y otras historias. Ilustración de cubierta: Rafael Martín Coronel; traducción de María Pérez de San Román. Madrid: La biblioteca de Carfax, 2019. 183 p. (La biblioteca de Carfax); 12. ISBN 978-84-949232-1-0.


martes, julio 16, 2019

El sanguinario Barón Rojo (1996), de Kim Newman



¿Pero cómo es posible? ¿El conde Drácula dueño y señor de Inglaterra con una reina Victoria siendo su esclava en los albores del siglo XIX? Menos mal que nuestros héroes la vampira Geneviève Dieudonné y el agente del Club Diógenes Charles Beauregard estarán allí para poner un poco de orden y cordura en ese sinsentido de reinado de horror que ostenta sin tapujos el avieso noble de los Cárpatos. Y eso que Jack el Destripador anda haciendo de las suyas y contribuye no poco al espectral panorama. Esto era a grandes rasgos el motor de la novela de Kim Newman La era de Drácula (Anno Dracula, 1992). El sanguinario Barón Rojo (The Bloody Red Baron, 1996) es la continuación del relato del siglo de terror al que Drácula, según la pluma del autor inglés, sometió a toda Europa. O así lo imaginamos pues de la saga en la que se narran estos hechos solo tenemos traducidas a nuestro idioma las dos primeras novelas de la serie. Ya escribí sobre la primera de ellas y conté un poco sobre esta serie de libros y el uso que hace Newman de nombres ficticios y reales del mundo de la literatura y del cine para construir sus personajes AQUÍ, por lo que no me repetiré en este sentido: os invito a visitar la entrada donde escribí sobre esto. En el libro que nos ocupa Newman vuelve a utilizar una inabarcable lista de caracteres nacidos en otros lugares pero que confluyen en esta siniestra y arrolladora aventura con la fuerza de quien está creando desde el mismo barro primordial. Su fuerza estriba en que no usa estos nombres para evitar esfuerzos a la hora de crear sus personajes, sino que se apoya en su aura mítica para potenciarlos hacia la leyenda con visos de realidad alternativa.

En el primer capítulo Newman nos presenta el nuevo escenario en el cual el imperecedero conde Drácula anda liado implantando su negro imperio. Y este no es otro que el de la espectral Primera Guerra Mundial. La Escuadrilla Cóndor está formada por un grupo de ases aliados de la aviación que se enfrenta noche tras noche a las huestes de los alemanes liderados por el Barón del título. Han sobrevivido a todo, por algo todos ellos salvo su líder son vampiros, pero al lado de los siniestros alemanes parecen unas hermanitas de la caridad. Newman luce genial en sus descripciones de las misiones nocturnas de los aviadores y en la creación de ese ambiente infernal de una guerra que parecía no tener fin y en la que se estaba desatando un horror de magnitud inimaginable. El entorno fantástico no hace sino acrecentar el tono de pesadilla vívida del relato, en especial cuando este se traslada al castillo de Malinbois y allí encontramos a un grupo de científicos alemanes que ya desde la sola lectura de sus nombres dan pavor (Rotwang, el doctor Orloff, Caligari…) y a Manfred von Richthofen, el Barón Rojo, un vampiro terrorífico de verdad y sus secuaces aviadores, todos ellos vampiros evolucionados gracias al trabajo de estos mentados locuelos de la aguja y la experimentación. El primer enfrentamiento en el cielo nocturno entre los dos escuadrones, el alemán y el aliado, en el que los pilotos de la Cóndor se enfrentan espantados a estas extrañas criaturas resulta mareante en su prodigiosa capacidad de mostrarnos el mismo infierno en los aires. Páginas que dan vértigo por su impresionante capacidad de trasladarnos a las mismas cabinas de los desprotegidos aviadores luchando contra algo que son más que aviones enemigos… Lo desconocido surgiendo de lo más oscuro de la noche para desgarrar el corazón de los aliados pero también el del lector, que asiste estremecido a un combate alucinante.


Junto a personajes de la novela anterior como el gran Beauregard o la periodista Kate Reed (aquí con mayor protagonismo, una creación enorme de Newman) hay, claro está, muchos otros nuevos. Pero quizá los que más me han conmovido hayan sido Hanns Heinz Ewers y Edgar Allan Poe, con una trama maravillosa en la que el primero recluta al segundo para que escriba la autobiografía del Barón Rojo, un trabajo de escritor fantasma que Poe abrazará con fervor, un poco al estilo del Lovecraft de esa otra gran novela que es El libro de Lovecraft (Lovecraft’s Book, 1985) de Richard A. Lupoff. Su encuentro con Franz Kafka de testigo es uno de los mejores capítulos de la novela, y tiene muchos, creedme, pero este es especial. La posibilidad de que cualquiera puede ser un vampiro permite a Newman juntar y jugar tanto con los personajes de ficción como con los reales a su antojo, haciendo verosímiles coincidencias cronológicamente imposibles. Pero su mérito no reside solo en esto, sino en hacerlas creíbles y emocionantes, llenas de vida aunque estén protagonizadas por muertos.

Con la ambientación trabajada hasta el más mínimo detalle de la Primera Guerra Mundial, su tono desaforadamente fantástico y su cuidada elección de nombres evocadores que, como ya he comentado, no se queda en una mera lista (y eso que confecciona una más que importante) Newman consigue con El sanguinario Barón Rojo una obra a mi gusto aún mejor que La era de Drácula, mucho más original y sorprendente pues no está encorsetada como esta a las conocidas andanzas de Jack el Destripador. Trincheras, catacumbas, castillos repletos de científicos locos dedicados a crear vampiros mutantes, batallas de biplanos en cielos en los que ruge el color rojo, una trama que sabe desarrollarse con su debido y necesario tempo hasta llegar a su explosivo desenlace y el elegante estilo de su autor convierten la lectura de esta novela en un placer absoluto. Si pensáis que la temática vampírica está quemada, sabed que no es por ella misma, sino porque en demasiadas ocasiones está en manos de pazguatos. No lo dudéis ni un momento: si os adentráis en el mundo de Kim Newman descubriréis que un buen escritor transforma en nuevo todo lo que toca, por más que sus ideas beban en los más admirados de vuestros clásicos.


NEWMAN, Kim. El sanguinario Barón Rojo. Traducción de Hernán Sabaté. Barcelona: Timun Mas, 1997. 366 p. (Fantasía Terror). ISBN 84-480-4202-6. 


lunes, julio 15, 2019

La era de Drácula (1992), de Kim Newman


“Lo bueno termina solo, lo malo hay que detenerlo.” (Charles Beauregard, p. 228)


Imaginemos por un momento que el viejo vampiro Drácula, el mismo de la obra homónima de Bram Stoker publicada en 1897, no hubiera sido derrotado por el doctor Abraham Van Helsing y su troupe, que alzándose victorioso de este fatal encuentro hubiera ido adquiriendo poder y posición hasta el punto de llegar a amancebarse con la reina Victoria de Inglaterra convirtiéndose así en su príncipe regente, dueño y señor del imperio británico y pilar fundamental para el destino de Europa. Pero hay más: imaginad que los vampiros, viendo ahora al más poderoso de su especie no solo salir a la luz sino convertido en uno de los personajes más influyentes del mundo occidental, dejaran de ser criaturas míticas y ocultas y comenzaran a convivir de igual a igual con los humanos. Conflictos, enfrentamientos, amistades extrañas… En fin, múltiples posibilidades de convivencia nunca tranquila pues no podemos olvidar que unos encierran en sus venas el alimento esencial de los otros. ¡Vaya panorama infernal! ¿Os lo estáis imaginando? Pues justo esto es el punto de partida de esta sensacional novela de Kim Newman, La era de Drácula (Anno Dracula, 1992), también conocida como El año de Drácula según una traducción anterior (no sé cuál será más exacto o hará más honor al original, pero este último resulta más sonoro, más evocador). 


Valiéndose de personajes extraídos de novelas, reales o de su propia invención, Newman construye un retablo infernal en el cual los vampiros resultan terroríficos, criaturas sedientas y malignas cuando no conspiradoras y decadentes. Alguno hay de buen corazón que intenta convivir en armonía con los humanos, cosa nada fácil porque tampoco es que estos sean un modelo de bonhomía y honorabilidad, pero mal que bien van tirando hacia adelante. Ambientada en la época victoriana dominada por el terror de los crímenes de Jack el Destripador, será su fulminante y aterradora carrera criminal la que centrará nuestra atención. Newman parte de una historia que ya está un poquito trillada, pero con una brillantez soberbia sobrepone la falta de sorpresas en el argumento con el añadido de un punto de vista particular y fantástico que acaba atrapando sin remedio al lector. El doctor Seward, el administrador del hospital psiquiátrico donde es internado Renfield, el esclavo mental de Drácula en la novela de Stoker, es aquí el asesino Jack. Que nadie se enfade porque desvele esto: lo sabremos al poco de comenzar La era de Drácula pues no estriba su interés en descubrir quién es el asesino. En un impactante capítulo inicial narrado en desesperada primera persona por el doctor a modo de diario, el cual va grabando en cilindros de cera con un fonógrafo, descubriremos que él y no otro es el siniestro Cuchillo de Plata. Todo lo contado por él y susurrado en la penumbra a su fonógrafo es espeluznante, crímenes y sentimientos expuestos con una fuerza mareante que convierten estas páginas en oro puro. Se añade, en un guiño genial, como víctima del Destripador Seward a Lulú Schön, personaje creado por Frank Wedekind y popularizado por la ópera de Alban Berg y la magnífica película de Georg Wilhelm Pabst La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1929). Y van apareciendo uno tras otro diversos caracteres extraídos de películas, novelas y la vida real: Florence, esposa de Bram Stoker; Lestrade, Mycroft y Sherlock Holmes; Frederick Abberline y las víctimas de Jack; Henry Jekyll; Lord Ruthven; Oscar Wilde… Pero sin caer en el carrusel de citar nombres y así no tener que preocuparse de crear y dar vida a un personaje, sino dotándolos de vida, creando su versión de ellos, que no tiene por qué coincidir con la del lector, para que sintamos su aliento y su respiración y no quede todo en un juego erudito pero intrascendente. La lista al completo de apariciones “estelares” de la novela la podéis encontrar AQUÍ, en la página de The Wold Newton Universe (siguiendo el enlace podéis enteraros con diáfana claridad de qué demonios es esto) dedicada a la saga del Drácula de Newman (La era de Drácula es la novela inicial de una serie de cuatro, a las que hay que sumar once relatos si bien el primero de ellos, Red Reign, 1991, es el que daría origen, una vez extendido, a la obra que nos ocupa).


Newman también triunfa en lo que a priori podría presentarse como lo más difícil: la reconstrucción de los hechos contados por Stoker en su inmortal obra que aquí se convertirán en el triunfo de Drácula sobre Van Helsing y los suyos. La narración de Seward de la caída de Lucy, la conversión de Mina y el enfrentamiento donde el grupo de Helsing termina diezmado y en fuga es emocionante y reverberante de tensión. Pero lo mejor de Newman no se queda solo en las estremecedoras páginas relatadas por el desquiciado Seward. Quizá su gran logro, o el mejor a mi gusto, sea su imponente capacidad de crear personajes de su propia cosecha que no tiemblan ante semejante plantel. El primero, la impresionante Geneviève Dieudonné, la vampira de cuatro siglos y medio de edad y 16 años de apariencia, proveniente de otra saga de novelas con ella de protagonista que Newman escribiera bajo el seudónimo de Jack Yeovill y que aquí adapta a sus nuevos intereses. Una vampira que intenta mantenerse del lado del bien, algo que el autor nos muestra con una fuerza y una credibilidad excelentes, y que no resulta blanda pues nos muestra el otro lado, el de los vampiros que se dejan llevar por sus instintos, con tal crudeza y crueldad que respiramos aliviados cuando aparece la bella Geneviève. ¡Por favor, algo de humanidad aunque provenga de un vampiro! Su otra gran creación es Charles Beauregard, miembro del Club Diógenes, agente del bien que intentará detener apenas con el único medio de su inteligencia el mal que ha emponzoñado Londres, o lo que es lo mismo, el planeta entero. Bueno, un poquito de ayuda sí que tendrá Beauregard, porque aparte de Geneviève, que ya es bastante, contará con el apoyo del cónclave de malvados (Fu-Manchú, Moriarty, el coronel Moran, Griffin el Hombre Invisible, el judío Sikes y Raffles) aliándose con él en la caza de Cuchillo de Plata, recordando esta alianza y forma de actuar a los matones de los bajos fondos en la película M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931) de Fritz Lang, en la cual la policía, en su búsqueda del asesino, dificultaba los negocios de los hampones y criminales, por lo que deciden colaborar en su captura y librarse de este modo de la atosigante presencia policial. 


Newman se toma su tiempo presentando personajes, en desvelar la trama, en introducirnos en la época y el universo por él construido, para que cuando hacia la mitad de la novela la acción se desencadene sin respiro estemos ya absolutamente inmersos en esa era victoriana que es casi más un sueño con tintes de pesadilla que una realidad. Una alucinación histórica cimentada por el recuerdo y el deseo de lo que pudo haber sido y su reflejo en novelas y películas, su maravillosa y subyugante distorsión. Una novela cuya lectura me ha fascinado, con el regalo añadido de que su continuación, El sanguinario Barón Rojo (The Bloody Red Baron, 1996) me ha gustado aún más. Pero esto es ya parte de otra aventura que contaremos más adelante.



NEWMAN, Kim. La era de Drácula. Traducción de Jaume de Marcos Andreu. Madrid: Alamut, 2010. 319 p. ISBN 978-84-9889-042-6.