“(…), para la mayoría de las personas, el
asesinato es irreal.” (p. 212)
Me apetecía mucho leer algo del escritor
británico Colin Wilson, erudito y filósofo, una de las voces de los jóvenes
airados de los sesenta, autor de ensayos sobre magia y ocultismo y estudios
sobre figuras señeras de lo raruno como Aleister Crowley, Gurdjieff, Paracelso,
Jack el Destripador y la Blavatsky entre otros, pero también de novelas de
misterio, ciencia ficción y terror. La casualidad ha querido que haya abierto
el fuego con una de sus novelas criminales en la cual da salida a su gusto por
los psicópatas y los procedimientos detectivescos y forenses, El caso de la colegiala asesinada (The Schoolgirl Murder Case, 1974), que
digo ya que me ha parecido sensacional. En fin, me ha gustado tanto que he
dejado a un lado al instante mis pequeños prejuicios iniciales pues ya sabemos
que Wilson atacó en más de una ocasión a Lovecraft al considerarlo un mal
escritor. Está protagonizada por su personaje del inspector Saltfleet, más en
concreto el superintendente jefe del Departamento de Investigación Criminal de
Scotland Yard Gregory Salfleet, al cual recurrió en otra de sus novelas
criminales (que yo sepa, si conocéis alguna otra os agradeceré la información
al respecto), The Janus Murder Case
(1984), escrita diez años después.
El caso
de la colegiala asesinada da inicio con el descubrimiento del cadáver de lo que
parece ser una joven de catorce años en el jardín de una casa deshabitada. Pero
pronto todo empezará a liarse y complicarse en un crescendo contenido pero
imparable, una espiral de horror narrada con una precisión y una frialdad
contagiosas, de forma muy realista y detallando cada paso de la investigación
de manera muy documentada. Confieso que hay momentos en que todo deviene tan
sórdido que me hubiera resultado difícil de digerir si su protagonista, el inspector
Saltfleet, no fuera un personaje tan entrañable. Acompañados por él, asistimos
a un auténtico rosario de conductas desviadas y ambientes lóbregos que vistos a
través de sus ojos se hacen soportables. Vamos a descender al corazón del
horror, pero con él no será una experiencia traumática sino iniciática, un puro
aprendizaje de por qué algunos humanos no lo parecen al estar dominados por sus
deseos y compulsiones más bajos y atroces. Saltfleet, al contrario que esos
habituales detectives súper duros, de caracteres pétreos forjados por el
enfrentamiento diario con los criminales, es una persona encantadora. Amable y
educado con todos, gracias a ello consigue hacer hablar al más distante de sus
entrevistados. Pero no es un truco narrativo sin más: Saltfleet siente una
natural empatía con los seres humanos, con el otro diferente y extraño que para
él guarda pocos secretos. Comprende y se apiada, se conmueve e intenta ayudar
todo lo que le resulta posible, no es una exageración considerar que bien
podría ser el Padre Brown de la novela negra. Precisamente es su carácter
positivo, que no blando o santurrón, lo que nos ayuda a no apartar la mirada
del espanto que se nos va desvelando página a página. El horror diario, aunque
lo sumerge en momentos de comprensible tristeza, no ha hecho de él una persona
insensible, sino justo lo contrario: al final, es la piedad lo que siempre
mueve su corazón. Avanzamos por una pesadilla sin jamás dejar a un lado la
humanidad, a pesar de que la colección de personajes inhumanos y despiadados
que se juntan en el relato son numerosos y, en muchos casos, detestables a más
no poder.
Saltfleet cuenta con la ayuda en su
investigación de sus ayudantes y compañeros del Yard, claro, por más que su
carácter haga de él un solitario sin remedio, pero destaca entre todos el
formidable médico forense Aspinal, un atildado, elegante e inteligente doctor
que cada vez que hace acto de presencia es un puro gozo seguir leyendo. Siempre
acompañado de asistentes de sexo femenino, en esta ocasión es la gélida y
distante señorita Crowther con la que hace un dúo formidable. Aspinal pone la
nota de humor con sus peculiaridades, su aguda inteligencia y su perspicaz
carácter. Wilson demuestra una genial capacidad para la creación de personajes,
la verdad es que todos apasionan y atrapan, desde el dueño de la librería
esotérica, Widdup, hasta el extraño y desabrido pintor Engelke pasando por la
desvalida Sheila. Nombro estos, pero bien podría nombrarlos a todos. La trama
se espesa poco a poco haciendo aparición una secta que adora a Hitler, el grupo
mágico al que éste pertenecía (la Thule Gesellschaf y su obsesión por la
leyenda de Parsifal y el Santo Grial), el Hellfire Club y su líder Francis
Dashwood, los paletos de la Golden Dawn y Aleister Crowley… Wilson estaba
versado en estos asuntos, y su visión de estas sectas y sus miembros es
demoledora. Sus miembros sólo buscan poder y dar salida a sus más pervertidas
desviaciones sexuales, hasta los que de verdad creen en la magia la “usan” para
dominar y esclavizar sexualmente a niños o vejar y violar a los más débiles.
Saltfleet desconoce este mundo, y con él descubriremos y nos adentraremos en
estas sectas cuyos únicos fines son los mencionados. En el mejor de los casos,
ricachones aburridos que juegan a ser colegas del Diablo y fornican con
prostitutas que se hacen pasar por vírgenes inocentes.
Otro gran acierto de la novela es que cuando
comenzamos a tener claro quién es el culpable, Wilson nos lo desvela sin
ambages. Así el tramo final se centra en pillar en un desliz al degenerado pero
inteligente asesino al tiempo que el pobre Saltfleet debe atender otros casos.
Los métodos de investigación y de trabajo del Yard y de los forenses se detalla
con fruición, y el marco de sectas mágicas, brujas reales y librerías que
atesoran volúmenes prohibidos y panfletos idiotas dan el toque extraño, entre
fantástico y pesadillesco en su realidad, que me ha atrapado sin remedio.
WILSON, Colin. El caso de la colegiala
asesinada. Traducción de Enrique de Obregón; ilustración de portada de Enric
Sió. Barcelona: Noguer, 1976. 245 p. Esfinge; 43. ISBN 84-279-0048-1.