jueves, julio 18, 2019

La máscara de la muerte y otras historias (1920), de H. D. Everett



Henrietta Dorothy Everett (1851-1923), Huskisson hasta el día de su boda, fue una escritora británica que publicó su obra bajo el seudónimo masculino de Theo Douglas, al menos hasta que decidió mostrarse con su verdadero nombre: el éxito de sus libros no se vería ya mermado por la circunstancia de que quien los escribiera fuera mujer. De hecho, el volumen que incluía originalmente todos los relatos mostrados en este La máscara de la muerte y otras historias (The Death-Mask and other Ghost, 1920) ya fue firmado por H. D. Everett, una feliz anciana de casi setenta años que había iniciado su carrera literaria a los cuarenta y cuatro. Pero dejemos ya estos pequeños datos que podemos encontrar sin mayores problemas en la Wikipedia y vamos a lo importante: ¿merece la pena leer estos antiguos, casi un siglo de vida, cuentos de fantasmas? Pues vaya pregunta si estáis aquí, en el blog de los terrores viejunos. Pero cuidado, que antiguo no es viejo, y que H. D. Everett demuestra que mantener maneras amables y enmarcarse en un modelo de literatura tradicional no impide respirar auténtico horror en sus momentos más inspirados, y que no salpicar las paredes con vísceras e imágenes de impacto no significa que sea incapaz de conmoverte y dejarte tocado por dentro. Los relatos fantasmales de Everett crean una atmósfera enrarecida y extraña que te va envolviendo como una bruma sobrenatural, una niebla mefítica que te hiela los huesos justo cuando crees que todo es paz ante esa chimenea junto a la que humea tu taza de té. Que no os engañen los comentarios que los tildan de apolillados: si lo que queréis es estremeceros de verdad y no realizar una visita a la carnicería de tu barrio, estas son vuestras historias.

La antología se abre con el relato que le da título, La máscara de la muerte (The Death-Mask, 1920). En él nos encontraremos a un apagado viudo que deberá serlo por siempre pues su esposa muerta no le permitirá que abandone su condición impidiéndole que vuelva a contraer nupcias. Y esto gracias a un endemoniado pañuelo embrujado que hará que el rostro de la difunta se dibuje en cualquier trozo de tela cuando el atribulado ex marido se encuentre con otra mujer. Sus contornos aparecerán de manera antinatural acosándolo sin piedad. Una curiosa y refinada venganza de ultratumba, o una condena en la que el espectro encadena a un vivo a su último deseo antes de morir: que él no intime con nadie más. Narración contada por el protagonista a un amigo tras una copiosa cena en el saloncito de fumar, funciona a la perfección hasta llegar a su truncado final. Pareciera que Everett se conforma con desvelar el horror pero sin llegar a una solución. Incluso siguiendo la idea propuesta por la autora de que nuestro hombre acepta su funesto designio, la sensación que permanece es la de que la historia termina justo cuando acaba de empezar. En Los dedos de una mano (Fingers of a Hand, 1920) acontece algo parecido: lo importante es la descripción del instante en el que lo fantasmal se desata, aquí una mano (bueno, para ser exactos, solo los tres dedos que sostienen la pluma) espectral que advierte del peligro en el que se encuentran los habitantes de una casa, una aparición que previene, que avisa de un inminente desastre. Aunque en esta ocasión sí que la narración se dirige hacia un fin. Estos dos primeros relatos cumplen de sobras con su función de hacernos vibrar de miedo, que ya es bastante, pero es justo a partir de ellos que el tono sube y ya no se trata solo de hacernos temblar, sino de que las historias profundizan en el sentido del horror y permanecerán por más tiempo en nuestra memoria, o en nuestro subconsciente volviendo a cada instante en que nuestro día a día nos retrotrae de manera accidental a algún momento coincidente con lo leído, impregnándolo todo de un sentido de lo fantasmagórico difícil de dejar a un lado.

El teléfono (Over the Wires, 1920) es una perfecta mezcla de los horrores de la I Guerra Mundial con una trama fantástica. Aunque la idea de recibir una llamada telefónica de ultratumba a día de hoy se nos antoje poco original, Everett nos la narra con la fuerza de quien transita terreno aún apenas hollado. Aquí entramos en aguas más desoladoras y tristes, el fantasma que se despide de su ser amado, aquel a quien no volverá a ver en vida. Se alinea con un clásico del calibre de Los amigos de los amigos (The Friends of Friends, 1896) de Henry James, pero con el toque más actual y moderno, en la época de la autora, de que sea un teléfono la herramienta de comunicación entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Alejándose de los castillos góticos, de los pasadizos húmedos y de las mansiones lúgubres, como ya estaba haciendo su coetáneo M. R. James y como lo había iniciado pocas décadas antes Joseph Sheridan Le Fanu. ¡Lo del “terror actual” no es cosa de los ochenta del siglo XX!

En El pequeño fantasma de Anne (Anne’s Little Ghost, 1920), un fantasma con el aspecto de una niña de seis años, que bien podría ser el que tuviera la hija de la pareja protagonista, Anne y Godfrey, si aún estuviera viva, se materializará en el lugar más improbable: la casa que han elegido para pasar las vacaciones de verano. Entorno luminoso y vibrante que no impedirá que la aparición se muestre con inusitada solidez, sus rápidas pisadas reverberando con su sonido en las calurosas tardes de estío. El que la joven Anne pierda sus fuerzas y se marchite también apunta a que el pequeño espectro esté tomando forma a partir de su deseo de volver a tener a su perdida niña entre los brazos. ¡Se parece tanto a ella! El amor maternal dando vida a un espíritu. Everett conforma así un excelente relato de estructura y desarrollo sencillos, pero preñado de profundidad y múltiples lecturas.


La cortina carmesí (The Crimson Blind, 1920) es, lo digo ya, un sensacional relato de casa encantada contado en dos tiempos o partes. El protagonista, Ronald McEwan, es un niño bastante crédulo: cree sin dudar en la existencia de los fantasmas. Es retado por sus dos burlones primos por esto mismo a pasar una noche en el exterior de una casa embrujada, ante una ventana famosa porque al llegar la noche se ilumina, estando la mansión abandonada, en su luz perfilándose una sombra allí donde no debería de haber nada. Ronald teme que el reto conlleve una pesada broma por parte de sus parientes, por lo que accede pero con cautela. Sin embargo, para sorpresa de los tres, viven una verdadera e impactante experiencia sobrenatural. Años después, Ronald, convertido ya en un hombre maduro, retornará a la misma casa como invitado de unos amigos que la han reformado y hecho habitable. Tan cambiada está que el pobre Ronald al principio ni la reconoce, aunque también influye en el olvido o el débil recuerdo que han pasado veinte años desde su primera visita. Y ahora es alojado en la habitación que tanto tiempo atrás mostró el porqué de su fama. La cortina carmesí no deja de ser un relato clásico de empaque tradicional, pero la viveza y el juego entre lo que es real y lo que es falso, lo representado o lo incluso imaginado, le dan un toque soberbio: el de la absoluta credibilidad. Everett nos sumerge en él sin escapatoria. La noche que Ronald adulto pasará en la habitación encantada nos hará sentir los fríos dedos de lo espectral con una intensidad poco común.

En El camino solitario (The Lonely Road, 1920) nos encontramos con un perfecto ejemplo de fantasma protector. A la hora de enfrentar una caminata nocturna en un sendero con reputación de peligroso… ¡qué mejor compañía podríamos hallar! Modélico y sencillo hasta el punto de que podría ser narrado como anécdota personal por cualquiera que se pusiera a ello sin problemas. Una de esas historias, sí, que bien podrían hacernos pasar por real en cualquier programa de parapsicología. Los gaiteros de Mallory (The Pipers of Mallory, 1917) nos inundará con el sonido de las gaitas escocesas, aquí por supuesto sopladas por gaiteros fantasmales cuya música será preludio de muerte para una conocida familia de las Highlands. La pared susurrante (The Whispering Wall, 1916) nos lleva de nuevo de visita a una casa encantada dominada por las voces que recorren las paredes susurrando anuncios de muerte, de nuevo fantasmas que profetizan desgracias. Y que tengamos como telón de fondo la I Guerra Mundial impregna de mayor tristeza aún la muerte de un amigo.

La leyenda ancestral transmitida de padres a hijos que pervive en el presente y las solitarias y salvajes Highlands serán también en La bruja del agua (A Water Witch, 1920) el escenario donde se desarrollará la historia. La misteriosa mujer blanca que atrae al ganado al río, donde los animales se ahogan tras oír su llamada, es el viejo cuento que atemoriza a todos los habitantes de la zona, sobre todo porque también ha sido vista tomando forma en la espuma del agua al golpear las rocas, allí donde su voz resuena más irresistible, y es capaz de arrastrar a los pobres incautos que se crucen con ella al fondo oscuro de las aguas. Pero Everett no se detiene en esta ya de por sí fascinante historia arraigada en el recuerdo y la tradición: hay una profunda nota de tristeza en este relato difícil de explicar. Quizá sea porque la protagonista, Frederica (Freda), no deja de ser una joven solitaria ahogada en un lugar que vive inmerso en el espanto y un hombre que la reclama para sí sin derecho alguno. La evidente antipatía que la narradora, Mary, su cuñada, siente por ella nos hace más patente aún, de manera indirecta, su soledad. La frialdad de las palabras de Mary al describirla, su distanciamiento de la joven pese al respeto debido (Freda es la esposa de su hermano) y la manera de juzgar negativamente las muestras de amor hacia su esposo refuerzan la sensación de aislamiento de Freda. Es como si se superpusieran dos historias aquí: una la de Mary, la que ella a través de su voz nos cuenta, y otra la de Freda, que solo conocemos interpretando lo que su cuñada nos dice tras su mirada de cierto desprecio, o cuando menos carente de cariño. La narración fantasmal contribuye a la melancolía, la tristeza y soledad en las que se desenvuelve Freda. Esta misma no parece nada más sino otro espectro débil, enfermizo, casi inconsistente, en un mundo fantasmal. La bruja del agua es un relato excelente, de atmósfera opresiva casi sin que nos apercibamos de ello, inaprensible de alguna manera. Todo es sutil aquí, un rastro de suspiros y zozobra, todo pareciera inofensivo en su sobrenatural delicadeza, pero la muerte y el horror yacen latentes bajo sus amables formas.          

La máscara de la muerte y otras historias ha sido editada por La biblioteca de Carfax, con lo que podemos afirmar que viene siendo su habitual buen gusto, y una portada espectacular obra de Rafael Martín Coronel, cuyas imágenes al frente de todas las publicaciones de la editorial contribuyen a darle una evidente unidad y personalidad. Ha resultado una experiencia fantástica comprobar que al leer estos relatos de Henrietta Dorothy Everett se muestran inmunes al paso del tiempo: su hálito fantasmal, como corresponde a todo buen espectro, es inmortal.


EVERETT, H. D. La máscara de la muerte y otras historias. Ilustración de cubierta: Rafael Martín Coronel; traducción de María Pérez de San Román. Madrid: La biblioteca de Carfax, 2019. 183 p. (La biblioteca de Carfax); 12. ISBN 978-84-949232-1-0.


martes, julio 16, 2019

El sanguinario Barón Rojo (1996), de Kim Newman



¿Pero cómo es posible? ¿El conde Drácula dueño y señor de Inglaterra con una reina Victoria siendo su esclava en los albores del siglo XIX? Menos mal que nuestros héroes la vampira Geneviève Dieudonné y el agente del Club Diógenes Charles Beauregard estarán allí para poner un poco de orden y cordura en ese sinsentido de reinado de horror que ostenta sin tapujos el avieso noble de los Cárpatos. Y eso que Jack el Destripador anda haciendo de las suyas y contribuye no poco al espectral panorama. Esto era a grandes rasgos el motor de la novela de Kim Newman La era de Drácula (Anno Dracula, 1992). El sanguinario Barón Rojo (The Bloody Red Baron, 1996) es la continuación del relato del siglo de terror al que Drácula, según la pluma del autor inglés, sometió a toda Europa. O así lo imaginamos pues de la saga en la que se narran estos hechos solo tenemos traducidas a nuestro idioma las dos primeras novelas de la serie. Ya escribí sobre la primera de ellas y conté un poco sobre esta serie de libros y el uso que hace Newman de nombres ficticios y reales del mundo de la literatura y del cine para construir sus personajes AQUÍ, por lo que no me repetiré en este sentido: os invito a visitar la entrada donde escribí sobre esto. En el libro que nos ocupa Newman vuelve a utilizar una inabarcable lista de caracteres nacidos en otros lugares pero que confluyen en esta siniestra y arrolladora aventura con la fuerza de quien está creando desde el mismo barro primordial. Su fuerza estriba en que no usa estos nombres para evitar esfuerzos a la hora de crear sus personajes, sino que se apoya en su aura mítica para potenciarlos hacia la leyenda con visos de realidad alternativa.

En el primer capítulo Newman nos presenta el nuevo escenario en el cual el imperecedero conde Drácula anda liado implantando su negro imperio. Y este no es otro que el de la espectral Primera Guerra Mundial. La Escuadrilla Cóndor está formada por un grupo de ases aliados de la aviación que se enfrenta noche tras noche a las huestes de los alemanes liderados por el Barón del título. Han sobrevivido a todo, por algo todos ellos salvo su líder son vampiros, pero al lado de los siniestros alemanes parecen unas hermanitas de la caridad. Newman luce genial en sus descripciones de las misiones nocturnas de los aviadores y en la creación de ese ambiente infernal de una guerra que parecía no tener fin y en la que se estaba desatando un horror de magnitud inimaginable. El entorno fantástico no hace sino acrecentar el tono de pesadilla vívida del relato, en especial cuando este se traslada al castillo de Malinbois y allí encontramos a un grupo de científicos alemanes que ya desde la sola lectura de sus nombres dan pavor (Rotwang, el doctor Orloff, Caligari…) y a Manfred von Richthofen, el Barón Rojo, un vampiro terrorífico de verdad y sus secuaces aviadores, todos ellos vampiros evolucionados gracias al trabajo de estos mentados locuelos de la aguja y la experimentación. El primer enfrentamiento en el cielo nocturno entre los dos escuadrones, el alemán y el aliado, en el que los pilotos de la Cóndor se enfrentan espantados a estas extrañas criaturas resulta mareante en su prodigiosa capacidad de mostrarnos el mismo infierno en los aires. Páginas que dan vértigo por su impresionante capacidad de trasladarnos a las mismas cabinas de los desprotegidos aviadores luchando contra algo que son más que aviones enemigos… Lo desconocido surgiendo de lo más oscuro de la noche para desgarrar el corazón de los aliados pero también el del lector, que asiste estremecido a un combate alucinante.


Junto a personajes de la novela anterior como el gran Beauregard o la periodista Kate Reed (aquí con mayor protagonismo, una creación enorme de Newman) hay, claro está, muchos otros nuevos. Pero quizá los que más me han conmovido hayan sido Hanns Heinz Ewers y Edgar Allan Poe, con una trama maravillosa en la que el primero recluta al segundo para que escriba la autobiografía del Barón Rojo, un trabajo de escritor fantasma que Poe abrazará con fervor, un poco al estilo del Lovecraft de esa otra gran novela que es El libro de Lovecraft (Lovecraft’s Book, 1985) de Richard A. Lupoff. Su encuentro con Franz Kafka de testigo es uno de los mejores capítulos de la novela, y tiene muchos, creedme, pero este es especial. La posibilidad de que cualquiera puede ser un vampiro permite a Newman juntar y jugar tanto con los personajes de ficción como con los reales a su antojo, haciendo verosímiles coincidencias cronológicamente imposibles. Pero su mérito no reside solo en esto, sino en hacerlas creíbles y emocionantes, llenas de vida aunque estén protagonizadas por muertos.

Con la ambientación trabajada hasta el más mínimo detalle de la Primera Guerra Mundial, su tono desaforadamente fantástico y su cuidada elección de nombres evocadores que, como ya he comentado, no se queda en una mera lista (y eso que confecciona una más que importante) Newman consigue con El sanguinario Barón Rojo una obra a mi gusto aún mejor que La era de Drácula, mucho más original y sorprendente pues no está encorsetada como esta a las conocidas andanzas de Jack el Destripador. Trincheras, catacumbas, castillos repletos de científicos locos dedicados a crear vampiros mutantes, batallas de biplanos en cielos en los que ruge el color rojo, una trama que sabe desarrollarse con su debido y necesario tempo hasta llegar a su explosivo desenlace y el elegante estilo de su autor convierten la lectura de esta novela en un placer absoluto. Si pensáis que la temática vampírica está quemada, sabed que no es por ella misma, sino porque en demasiadas ocasiones está en manos de pazguatos. No lo dudéis ni un momento: si os adentráis en el mundo de Kim Newman descubriréis que un buen escritor transforma en nuevo todo lo que toca, por más que sus ideas beban en los más admirados de vuestros clásicos.


NEWMAN, Kim. El sanguinario Barón Rojo. Traducción de Hernán Sabaté. Barcelona: Timun Mas, 1997. 366 p. (Fantasía Terror). ISBN 84-480-4202-6. 


lunes, julio 15, 2019

La era de Drácula (1992), de Kim Newman


“Lo bueno termina solo, lo malo hay que detenerlo.” (Charles Beauregard, p. 228)


Imaginemos por un momento que el viejo vampiro Drácula, el mismo de la obra homónima de Bram Stoker publicada en 1897, no hubiera sido derrotado por el doctor Abraham Van Helsing y su troupe, que alzándose victorioso de este fatal encuentro hubiera ido adquiriendo poder y posición hasta el punto de llegar a amancebarse con la reina Victoria de Inglaterra convirtiéndose así en su príncipe regente, dueño y señor del imperio británico y pilar fundamental para el destino de Europa. Pero hay más: imaginad que los vampiros, viendo ahora al más poderoso de su especie no solo salir a la luz sino convertido en uno de los personajes más influyentes del mundo occidental, dejaran de ser criaturas míticas y ocultas y comenzaran a convivir de igual a igual con los humanos. Conflictos, enfrentamientos, amistades extrañas… En fin, múltiples posibilidades de convivencia nunca tranquila pues no podemos olvidar que unos encierran en sus venas el alimento esencial de los otros. ¡Vaya panorama infernal! ¿Os lo estáis imaginando? Pues justo esto es el punto de partida de esta sensacional novela de Kim Newman, La era de Drácula (Anno Dracula, 1992), también conocida como El año de Drácula según una traducción anterior (no sé cuál será más exacto o hará más honor al original, pero este último resulta más sonoro, más evocador). 


Valiéndose de personajes extraídos de novelas, reales o de su propia invención, Newman construye un retablo infernal en el cual los vampiros resultan terroríficos, criaturas sedientas y malignas cuando no conspiradoras y decadentes. Alguno hay de buen corazón que intenta convivir en armonía con los humanos, cosa nada fácil porque tampoco es que estos sean un modelo de bonhomía y honorabilidad, pero mal que bien van tirando hacia adelante. Ambientada en la época victoriana dominada por el terror de los crímenes de Jack el Destripador, será su fulminante y aterradora carrera criminal la que centrará nuestra atención. Newman parte de una historia que ya está un poquito trillada, pero con una brillantez soberbia sobrepone la falta de sorpresas en el argumento con el añadido de un punto de vista particular y fantástico que acaba atrapando sin remedio al lector. El doctor Seward, el administrador del hospital psiquiátrico donde es internado Renfield, el esclavo mental de Drácula en la novela de Stoker, es aquí el asesino Jack. Que nadie se enfade porque desvele esto: lo sabremos al poco de comenzar La era de Drácula pues no estriba su interés en descubrir quién es el asesino. En un impactante capítulo inicial narrado en desesperada primera persona por el doctor a modo de diario, el cual va grabando en cilindros de cera con un fonógrafo, descubriremos que él y no otro es el siniestro Cuchillo de Plata. Todo lo contado por él y susurrado en la penumbra a su fonógrafo es espeluznante, crímenes y sentimientos expuestos con una fuerza mareante que convierten estas páginas en oro puro. Se añade, en un guiño genial, como víctima del Destripador Seward a Lulú Schön, personaje creado por Frank Wedekind y popularizado por la ópera de Alban Berg y la magnífica película de Georg Wilhelm Pabst La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1929). Y van apareciendo uno tras otro diversos caracteres extraídos de películas, novelas y la vida real: Florence, esposa de Bram Stoker; Lestrade, Mycroft y Sherlock Holmes; Frederick Abberline y las víctimas de Jack; Henry Jekyll; Lord Ruthven; Oscar Wilde… Pero sin caer en el carrusel de citar nombres y así no tener que preocuparse de crear y dar vida a un personaje, sino dotándolos de vida, creando su versión de ellos, que no tiene por qué coincidir con la del lector, para que sintamos su aliento y su respiración y no quede todo en un juego erudito pero intrascendente. La lista al completo de apariciones “estelares” de la novela la podéis encontrar AQUÍ, en la página de The Wold Newton Universe (siguiendo el enlace podéis enteraros con diáfana claridad de qué demonios es esto) dedicada a la saga del Drácula de Newman (La era de Drácula es la novela inicial de una serie de cuatro, a las que hay que sumar once relatos si bien el primero de ellos, Red Reign, 1991, es el que daría origen, una vez extendido, a la obra que nos ocupa).


Newman también triunfa en lo que a priori podría presentarse como lo más difícil: la reconstrucción de los hechos contados por Stoker en su inmortal obra que aquí se convertirán en el triunfo de Drácula sobre Van Helsing y los suyos. La narración de Seward de la caída de Lucy, la conversión de Mina y el enfrentamiento donde el grupo de Helsing termina diezmado y en fuga es emocionante y reverberante de tensión. Pero lo mejor de Newman no se queda solo en las estremecedoras páginas relatadas por el desquiciado Seward. Quizá su gran logro, o el mejor a mi gusto, sea su imponente capacidad de crear personajes de su propia cosecha que no tiemblan ante semejante plantel. El primero, la impresionante Geneviève Dieudonné, la vampira de cuatro siglos y medio de edad y 16 años de apariencia, proveniente de otra saga de novelas con ella de protagonista que Newman escribiera bajo el seudónimo de Jack Yeovill y que aquí adapta a sus nuevos intereses. Una vampira que intenta mantenerse del lado del bien, algo que el autor nos muestra con una fuerza y una credibilidad excelentes, y que no resulta blanda pues nos muestra el otro lado, el de los vampiros que se dejan llevar por sus instintos, con tal crudeza y crueldad que respiramos aliviados cuando aparece la bella Geneviève. ¡Por favor, algo de humanidad aunque provenga de un vampiro! Su otra gran creación es Charles Beauregard, miembro del Club Diógenes, agente del bien que intentará detener apenas con el único medio de su inteligencia el mal que ha emponzoñado Londres, o lo que es lo mismo, el planeta entero. Bueno, un poquito de ayuda sí que tendrá Beauregard, porque aparte de Geneviève, que ya es bastante, contará con el apoyo del cónclave de malvados (Fu-Manchú, Moriarty, el coronel Moran, Griffin el Hombre Invisible, el judío Sikes y Raffles) aliándose con él en la caza de Cuchillo de Plata, recordando esta alianza y forma de actuar a los matones de los bajos fondos en la película M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931) de Fritz Lang, en la cual la policía, en su búsqueda del asesino, dificultaba los negocios de los hampones y criminales, por lo que deciden colaborar en su captura y librarse de este modo de la atosigante presencia policial. 


Newman se toma su tiempo presentando personajes, en desvelar la trama, en introducirnos en la época y el universo por él construido, para que cuando hacia la mitad de la novela la acción se desencadene sin respiro estemos ya absolutamente inmersos en esa era victoriana que es casi más un sueño con tintes de pesadilla que una realidad. Una alucinación histórica cimentada por el recuerdo y el deseo de lo que pudo haber sido y su reflejo en novelas y películas, su maravillosa y subyugante distorsión. Una novela cuya lectura me ha fascinado, con el regalo añadido de que su continuación, El sanguinario Barón Rojo (The Bloody Red Baron, 1996) me ha gustado aún más. Pero esto es ya parte de otra aventura que contaremos más adelante.



NEWMAN, Kim. La era de Drácula. Traducción de Jaume de Marcos Andreu. Madrid: Alamut, 2010. 319 p. ISBN 978-84-9889-042-6.