viernes, septiembre 24, 2010

Tres piezas góticas: el abuelo Walpole (1764), el tío Lewis (1796) y el zascandil de Shelley (1810)



¡Uuuuuuhhhhhh! Tres, nada más y nada menos que tres piezas de lo que todos conocéis como literatura gótica. ¿Y eso qué es? Ay, ay, rufián. Si no lo sabes ya estás tirando pa la wikipedia a enterarte bien. Vaaaaaale, que hoy estás sufriendo algo de perritis con gandulitis: no importa. Aquí está el venerable anciano Llosef para darte una pista rápida, la vía más superficial y tontuela para alcanzar el conocimiento universal, la verdad absoluta de todas aquellas cosas que, bien lo sabemos, poco importan al ciudadano de a pie. Ése que detestamos con cariño.

Érase una vez a finales del siglo XVIII que un escritor algo diletante, pelín disoluto, vividor de pro gracias a diversas sinecuras proporcionadas por su padre, éste afamado político de la época (y os quejáis de ésta, cuando el pasado era igual de bueno), cotilla universal y excelente escritor, de forma absoluta adelantado a su tiempo, le dio por escribir una novelita de terror, inspirada por una tremebunda pesadilla en la cual contemplaba con pavor cómo un guantelete gigantesco se posaba en lo alto de un pasamanos. Tituló a la misma El castillo de Otranto, y en el año de 1764 la publicó. La obra le costó dos meses de dedicación, bastante tiempo habida cuenta de su carácter algo veleidoso.

Horace Walpole (1717-1797), que así se llamaba nuestro admirado autor, firmó su obra tal que una traducción de un original italiano, temeroso ante las posibles reacciones que pudiera provocar su novela. Claro, en una época en la cual el ideal en todas las artes provenía del modelo grecolatino, que alguien lanzara al público una obra de evidente inspiración medieval era probable que provocara las iras de los cráneos previlegiados del momento. La pasión exacerbada, los sentimientos como guía de conducta primordial, maldiciones que pesan sobre el presente debido a oscuras usurpaciones y pecados del pasado, jóvenes caballeros de corazón puro entregados a cuestiones de honor, virginales damiselas expuestas a los mayores peligros y villanos de nefanda catadura moral como principales motivos del entramado argumental. Vamos, una novela que molestará igual a los moderniquis de hoy como molestó a los viejunos popes de la cultura en el siglo XVIII. Seguimos igual, mis queridos cuatro lectores.

Si a este gusto por lo medieval sumamos que Walpole inundó su novela de aparecidos, de armaduras tamaño Mazinger Z, de criptas siniestras, de corredores tenebrosos, de mazmorras más oscuras que la misma oscuridad, en fin, de todo lo más macabro que se le pasó por la cabeza, y que a día de hoy continúan siendo lugares comunes de toda obra de terror que se precie, normal que el señoritingo de Walpole optara por no dar a conocer su nombre así de primeras. Vamos, lo que hoy cualquier mindundi juntaletras se afana por hacer antes que escribir de verdad, el bueno de Walpole lo evitó de corazón. Claro que, como suele pasar, lo que surge a la contra, lo que en un principio resulta extraño y novedoso, al poco se convierte en moda. ¡Pero qué moda, amigos! Una así quisiera yo para nuestros mortecinos tiempos.

El castillo de Otranto tuvo un éxito inmediato, y ya en la segunda edición Walpole firmó con su nombre. Me da por pensar que más porque le pareció divertido ser el centro de atención durante un rato que por verdadero afán de convertirse en el escritor del momento, pues Walpole jamás se tomó muy en serio como escritor. Pero bueno, imagino que debe ser algo maravilloso para el ego de cualquiera que algo que has escrito de manera compulsiva inicie un género nuevo en la literatura y un porrón de escritores se pongan a imitarlo sin pudor. Algunos vendrían después que superarían su novela, no lo negaremos, dentro del mismo género, pero El castillo de Otranto es hoy no sólo la primera de muchas, sino que en verdad guarda en su seno algunos momentos memorables.

Cierto, sí, tenéis razón, quizá las apariciones espectrales resulten a ojos de hoy algo anticuadas, un pelín ingenuas, pero las imágenes que logra evocar en nuestras mentes con su armadura de proporciones colosales son de una gran fuerza, imaginativas y muy originales. No es de extrañar que se lo relacionara con posterioridad, no sólo por su Otranto, sino por otras obras suyas (los Cuentos jeroglíficos, por ejemplo), con los surrealistas, aunque más que con estos, que vale que dan mucho postín, yo prefiero estar de acuerdo con aquellos que lo emparentan con el nonsense que el genial e irrepetible Edward Lear llevaría a sus cotas más altas (Lewis Carroll aparte, se entiende, porque Carroll vale por sí mismo lo que varios movimientos literarios vanguardistas juntos).

En fin, si queréis conocer un poquito más de Walpole y su obra, podéis recurrir a los minutos que le dediqué en la radio en mi sección dedicada a la literatura. Si queréis profundizar de verdad, leed sus libros.

Este volumen publicado por la editorial Valdemar en su colección, claro, Gótica, continúa con una obra de otro maestro de la literatura gót… Vaya, qué asquerosamente redundante soy.



Matthew Gregory Lewis (1775-1818) legaría a la posteridad, que se dice así en plan grandilocuente, una novela prodigiosa y apasionante: El monje (1796, fecha de publicación). Con 19 años la escribió el tío. Una obra provocadora que le valió a Lewis que durante el resto de su vida se le conociera con el apodo de, premio, Monk, en curioso homenaje al autor. Curioso digo porque tal protagonista es un monje depravado y rijoso que casaba poco con el carácter de Lewis, un buenazo del catorce que adoraba a su madre y que, al heredar de su padre unas plantaciones en Jamaica, luchó contra el esclavismo que practicaban sus compañeros latifundistas.

Si El castillo de Otranto está considerada como la primera novela gótica, El espectro del castillo (1796), obra de Lewis, es la primera obra de teatro gótica de la historia.

Ya comenté en otro lugar que no confío ya en tener nunca la oportunidad de ver un montaje en los escenarios de RUR, la obra de Karel Čapek. Imaginad las esperanzas que puedo tener con esta obra de teatro de Lewis. Las mismas que tendré con una de José Luis Alonso de Santos, jaja. Aunque, horror de los de verdad, de éste ya sufrí una, ahora que recuerdo…

En cuanto a El espectro del castillo en sí, es fácil imaginar cómo en su momento las apariciones espectrales que se suceden en la obra causaran una gran impresión entre los espectadores. Debo reconocer que a mí se me han antojado mecánicas y poco atmosféricas. Son los personajes graciosos, como también los había en Otranto, a la manera de Shakespeare, los que se adueñan de la función y consiguen que esta obra se lea con auténtico placer. Y de igual manera encontramos aquí un castillo usurpado por un terrible villano que pagará con sangre su felonía. Con las pocas oportunidades de poder encontrar obras de Lewis traducidas al español, esto es un verdadero regalo para los amantes del género.



El tercero del siniestro lote es el gran Percy Bysshe Shelley (1792-1822). Pero contra todo pronóstico, es la obra del poeta la peor del volumen con diferencia. Zastrozzi (1810) es una obra de juventud tan supuestamente apasionada como defectuosa. Sus personajes se hallan arrastrados por las pasiones más fuertes, pero al lector, al menos a éste, le parecen más bien impostadas, falsas, como si el bueno de Shelley tomara la pasión como un sinónimo de ir pegando voces por los pasillos y gritar de manera histérica a la luna. La convención de qué es estar enamorado (el gótico es un movimiento netamente prerromántico) vence al poeta, que se supone debería ir buscando la verdad de los sentimientos más que su representación. Descompensada y mal contada, Zastrozzi se lee luchando contra la propia novela. Es que si no el final nunca se alcanzaría porque acabaríamos lanzándolo al fuego (no son palabras vanas, metafóricas: yo realmente tendría la oportunidad física de hacerlo en la imponente chimenea de mi siniestra mansión).

Zastrozzi, el personaje que da título a la novela, apenas si podemos considerarlo un secundario importante. Malvado en mayor parte por sus pensamientos antes que por sus actos (vamos, como tú y como yo), se pasa todo el tiempo pensando en matar. Y eso mismo: pensándoselo, porque el pobre mira que tarda en dar al final el ya tan anunciado golpe...

El verdadero protagonista, el joven enamorado Verezzi, se desmaya una vez por página. Y creedme cuando os digo que igual me estoy quedando corto. Para el joven Shelley, esto y poner los ojos en blanco son sinónimos de sentir un profundísimo amor. Al final comprobaremos que ni amor hay. Porque nuestro amigo Verezzi mucho desmayarse y muchas posturitas de amante atormentado, pero, ay, en cuanto la malota de la novela se le aparece ligerita de ropas… Ay, resiste una, dos, puede que hasta tres veces, pero ya conocéis el dicho tan famoso de las tetas y las carretas, ¿no? Pues ahí estamos.

La malvada Matilda, enamorada del pazguato de Verezzi (que parece más un héroe romántico de los de ahora por lo que os estoy contando, y así es) sin ser correspondida, es otro de los personajes importantes de la historia (el cuarto, la bella e inocente Julia, sólo está ahí para desencadenar los sucesivos dramas). Junto a Zastrozzi en el bando de los malos, podría haber resultado un carácter interesante si Shelley se hubiera preocupado más del alma y menos de los gritos y los continuos desfallecimientos.

En fin, como ya he dicho, la más floja del libro. Aunque tampoco pasará nada si os la leéis. ¡Es Shelley, bellacos!

WALPOLE, Horace; LEWIS, Matthew G.; SHELLEY, Percy B. Tres piezas góticas: El castillo de Otranto; El espectro del castillo; Zastrozzi. Traducciones de Marcelo Covián, Francisco Torres Oliver y Rafael Lasaleta. Madrid: Valdemar, 1993. 241 p. Gótica; 10. ISBN 84-7702-078-7.

miércoles, septiembre 22, 2010

La décima víctima en la radio # 20: Horace Walpole




DESCARGAR (pulsar botón derecho y guardar como) Duración: 15' 22''


Pues bien, tras un breve retiro disfrutando de la no vida en mi ataúd, retorno a la aventura radiofónica cual espectro encarnado que soy.




El día 21 de septiembre, ayer mismo, vamos, comencé de nuevo a castigar a los cuatro personas que me escuchan en la sección La décima víctima, que para el retorno he dedicado al gigante (sin armadura) HORACE WALPOLE. 


El padre oficial de la literatura gótica, nada más y nada menos, con su seminal El castillo de Otranto (1764). Aunque, como podéis comprobar observando atentamente las imágenes que os dejo justo debajo de estas líneas, no eran los castillos medievales, los pasadizos secretos y los fantasmas ululantes su única pasión.





Repasamos brevemente la vida y la obra del genial autor, y además comentamos la fantástica versión cinematográfica de El castillo de Otranto que en el año 1977 realizó Jan Švankmajer (ficha en la IMDb).




Y sí, ésta es Strawberry Hill. El hogar de Walpole. La mansión más delirante del universo gótico.


jueves, septiembre 09, 2010

Si yo soy tonto, Maquiavelo se chupaba el dedo, de Ralph Barby (1972)

Quizá Ralph Barby no sea uno de los más conocidos autores de bolsilibros, esas novelitas de “a duro” que durante años fueron la lectura preferida de todos los españoles de a pie, pero sí desde luego uno de los más queridos y apreciados entre los seguidores de los mismos. Su prestigio sigue intacto a día de hoy, pues no tenéis más que daros una vuelta por la red para descubrir la cantidad de amantes de su obra que escriben sobre él y alaban su obra. No es para menos, pues en verdad es de los que mejor oficio mostraba (o muestra, pues no hace mucho han reeditado algunas de sus novelas de terror revisadas y ampliadas por el autor) y, si bien ante tal cantidad de libros de seguro que más de uno habrá que no esté conseguido, lo cierto es que resulta difícil pasar un mal rato con él. Bueno, no sólo con él, cuyo verdadero nombre es Rafael Barberán Domínguez, sino como confiesa él mismo (por ejemplo, en esta entrevista en Infernaliana) también con su compañera Ángels Gimeno. Entre los dos abordaron casi mil novelas.

No es de extrañar este aprecio tras leer Si yo soy tonto, Maquiavelo se chupaba el dedo, novela, debéis admitirlo, de irresistible título. Publicada en la colección Servicio Secreto de la editorial Bruguera dentro del género de espionaje, tan en boga por aquellos años, con su correspondiente aire a aventura a lo James Bond, Barby nos ofrece una novela tan divertida como sorprendente. Sí, sorprendente, porque confieso que hasta el final no descubrí por qué el protagonista, el habitual tipo duro como una roca Dan Warley, no había sido engañado y, por eso, no era tonto. Vamos, resumiendo: que yo lo soy por entero.

Barby, como era habitual en los bolsilibros, va directo al meollo desde el principio. Ambientación, la justa. Y mucho diálogo. Pero su efectividad es indudable, y aplica a la historia un tono tan divertido como un poquito delirante. Vamos, que los personajes muestran unas capacidades tan exageradas que el mismo Barby lo utiliza para sembrar el relato de giros y momentos francamente divertidos sin perder nunca el pulso a la acción o la sorpresa. Y el malo, el siniestro Hank Strasset, tiene toda la fuerza del mejor malvado del pulp más brillante.

Si en la entrada anterior comentaba cómo Christa Faust demostraba un estilo superior a la historia que nos contaba, con Barby sucede lo contrario: su estilo es, de manera evidente, inferior, no es tan personal, pero es capaz, con todas las armas del pulp (o de la novela popular tratándose de España) más tradicional, de engancharnos y darle la vuelta a los tópicos sin dejar de lado uno solo.

Muertos a porrillo, suplantaciones de personalidad a mansalva, personajes con disfraces con los que engañan a todo el mundo, chica de físico impresionante que se lía con el prota, poderes hipnóticos tan exacerbados que casi parecen paranormales, sorpresas mil y un tono como locuelo que hace imposible que su lectura no nos resulte encantadora. En serio que por momentos pudiera haber sido sin problemas un guión de un episodio de la mítica, con razón, serie británica de televisión Los Vengadores.

Pues eso, que el título, por suerte, promete lo que vamos a encontrar en su interior. No es de recibo pedir más.

BARBY, Ralph. Si yo soy tonto, Maquiavelo se chupaba el dedo. Ilustración de cubierta de Jorge Núñez. Barcelona: Bruguera, 1972. 125 p. SS, Servicio Secreto; 1129.

lunes, septiembre 06, 2010

A la cara, de Christa Faust (2008)

Las editoriales Valdemar y Es Pop se han unido para editar de manera conjunta una nueva colección de libros en la cual se nos irán desvelando títulos tanto de terror como de novela criminal. Al menos así parece en principio: no sabemos si tocarán más géneros, pero de momento los tres títulos editados se enmarcan en estos dos. No pueden tener una pinta mejor, también debo decir. Y mira que es raro que yo afirme esto con lo que me gusta lo viejuno… Así que se trata de una oportunidad excelente para abrirnos a la rabiosa modernidad. ¡Con el trabajo que nos cuesta!

La primera que me he leído de la colección es la segunda en ser publicada: A la cara, escrita por Christa Faust en el año 2008 y de la cual ya está preparando una continuación, no sabemos si siguiendo la trama de ésta o bien con la misma protagonista, Angel Dare, envuelta en una nueva aventura. En cualquier caso, antes de seguir, quiero dejar claro que si la termina y la publican en esta colección, me la leeré seguro. Lo mismo afirmo si se animan a publicar alguna de sus novelas anteriores, que son de terror. Y quiero dejarlo claro por si alguien, tras leer mi comentario, alberga alguna duda al respecto.

Sí, digo esto porque A la cara me ha producido sensaciones bien distintas. Por un lado, me han fascinado las formas narrativas de la autora. Me gusta cómo escribe: es divertida, muestra brío y fuerza en su estilo y en ocasiones resulta hasta brillante. Otra cosa es qué nos cuenta en esta novela, encorsetada por los tópicos del género y rebajado su carácter incendiario por el abuso del lugar común: dama en apuros salvada por súper macho (hasta la propia Faust hace bromas constantes acerca de esto), unos malos de manual, maletín misterioso haciendo las veces de McGuffin, traiciones sorpresivas que no sorprenden y un desenlace digno de la serie televisiva sobre detectives más rancia. ¡Ay! Una pena.

Es la personal y desinhibida voz de la autora la que nos mantiene leyendo hasta el final. Lástima que la historia no acompañe. Tan interesante como al final decepcionante. Y mira que la cosa no puede empezar mejor: la protagonista, encerrada en un maletero, rememora qué desafortunadas circunstancias la han llevado a tan mala situación. El estilo es duro, directo, pero divertido, con un toque de desfase que lo hace encantador. El mundo en el que se mueve Angel Dare también es otro punto a favor de la novela: el del mundo de las películas porno. Los comentarios que sobre el mismo va disparando la Faust son geniales. Lástima, repito.

Se lee, de verdad, en un suspiro, uno no puede dejar la novela, si bien en su tramo final yo ya me lo pasaba más pensando en otras cosas que en lo que estaba leyendo. Pero no me hagáis mucho caso e intentadlo con esta novela. Sólo por el deseo de que esta aventura editorial siga adelante merece la pena. Si, de regalo, Christa Faust nos deja algunas páginas sorprendentes, no seáis tan repijos como yo y dadle una oportunidad.

Por último, señalar que la edición original de esta novela se publicó en la editorial Hard Case Crime, una tentativa de llevar los pulps de temática criminal de los 50 a la actualidad de la mano de autores contemporáneos, aunque sin olvidar a los clásicos. La lista de autores es un placer. Y las portadas son una verdadera gozada: no hay más que ver la de Robert A. Maguire para esta novela.

FAUST, Christa. A la cara. Traducción de Óscar Palmer Yáñez; ilustraciones de Robert A. Maguire. Madrid: Valdemar / Es Pop, 2010. 253 p. Valdemar / Es Pop narrativa; 2. ISBN 978-84-937771-0-4.

domingo, septiembre 05, 2010

Curtis Garland en do terrorífico menor

Observando con atención la portada de Los niños diabólicos (1984), obra del ilustrador Miguel García, o incluso sin prestar demasiada, resultan llamativos dos detalles. El primero, la poca ropa de la chica tumbada en lo que podríamos suponer un altar impío: nada extraño pues en aquellos desnortados primeros 80 españoles era algo habitual, si bien ya para la fecha de publicación de este libro comenzaría a resultar algo pasado de moda. La etapa del destape tocaba a su fin. El segundo, y más destacable, es la niña de blusón naranja, la que mira de manera entre feroz y enloquecida a la joven que más que aterrada parece posar para una sesión fotográfica guarrindongui. Y asevero que destaca porque, a poco que os fijéis, os daréis cuenta de su tremendo parecido con Pippi Calzaslargas, heroína olvidada de nuestra niñez nacida de la pluma de la escritora sueca Astrid Lindgren y que aquí se hizo popular por la serie que pasaron por nuestra televisión, entonces sólo una dividida en dos cadenas, allá por los 70. Los otros tres niños de la ilustración nos llaman a confusión, pues si bien el que se encuentra justo detrás de nuestra Pippi conserva esa misma mirada desquiciada, el de la derecha parece más bien preocupado. El de la izquierda no cuenta: el murciélago que cruza justo por su lado ocupa toda su atención. Así que estos niños diabólicos nos sumen en un estado que no sabemos si definir como de miedo, de pena o de emotivo recuerdo. Todas estas sensaciones desaparecen, no temáis, justo al comenzar la lectura.

Porque, por mal que nos sepa, hay que reconocer que aquí nos hallamos ante un Curtis Garland (Juan Gallardo Muñoz) en tono menor. Vale que no se pueden pedir milagros a estos bolsilibros de terror que copaban nuestros quioscos hace ya tres décadas. Sus autores los escribían a marchas forzadas, más pendientes de las cortísimas fechas de entrega y de los emolumentos recibidos a cambio que de otra cosa. Tampoco el público al que iban dirigidos resultaba muy exigente. Pero Garland, en otras ocasiones, nos ha sabido ofrecer comienzos bastante efectivos, intrigantes y cuando menos curiosos, aunque al final sus buenas ideas iniciales se desinflaran. Pero la brevedad de los relatos conseguía que el interés se mantuviera, mal que bien, hasta el final.

No es éste el caso. Garland muestra más descuido en la elaboración del punto de partida y en el desarrollo de la trama de lo que es ya de por sí habitual, sumado esto a una evidente redacción apresurada. Más apresurada de lo normal, quiero decir.

Ambientada en una solitaria mansión victoriana en la Inglaterra de los años veinte, aunque el comportamiento de algunos de sus protagonistas parezca desmentirlo, convertida en orfanato, la historia mezcla no con mucho acierto tonos góticos con trama de brujerías, y con unos niños que parecen extraídos por momentos de la magnífica película El pueblo de los malditos (esos mismos que se asoman en la cabecera de este blog). Pero todo discurre sin sobresaltos, previsible en su totalidad y con supuestas sorpresas que sólo pueden resultar tales si se tiene la edad de los niños protagonistas. Y tal y como andan ahora, ni eso.

Un poquito más inspirado se nos muestra en Ángeles, llorad sangre (1982). Si en la anterior la protagonista es una profesora la que llega prácticamente empujada por su triste situación económica a la siniestra mansión de rigor, aquí tenemos un poco de lo mismo, salvo que nuestra siempre bella y liberada heroína acude a la obligada tenebrosa mansión para esconderse de la ley. Como institutriz de unos niños, “diabólicos” también, que en esta ocasión parecen recién sacados de una lectura superficial de la obra maestra de Henry James Otra vuelta de tuerca. O de la escalofriante y genial adaptación cinematográfica de la misma, Suspense. Y unas gotas de la Rebeca de Daphne du Maurier según Hitchcock. En fin, puntos de partida para que Garland dé paso a una trama que se aleja de todo ello para ir a desembocar en un relato de crímenes, en el cual un asesino armado con una navaja de afeitar se dedicará a destripar a quien se le ponga por delante. Garland muestra cierto brío en la narración de estos ataques, descritos con una ferocidad digna del más cruento giallo italiano. Pero la mezcla de géneros resulta imposible en sus manos y uno no sabe bien en ningún momento si estamos inmersos en una trama fantasmal victoriana o en una de asesinos de los 70 a la italiana. La realidad es que no estamos inmersos en nada, sino que somos vapuleados de un lado a otro sin demasiado orden.

Una pena, porque aquí sí que se apunta el Garland más eficaz, pero la extensión de la novela, el doble de lo que era normal al tratarse de un volumen extra, hace que la historia pierda fuelle, como se suele decir, mucho antes de que nos acerquemos al final. Aunque en conjunto resulta más entretenida que la anterior.

Dos ejemplos, como he dicho, de un Garland en tono menor. Esto no hará que nos rindamos con él, por supuesto. Total, tardo más en escribir este comentario que en zamparme una de sus novelas. Y en ambos casos me lo paso bien. Ni os atreváis a dudarlo.

GARLAND, Curtis. Los niños diabólicos. Ilustración de portada: Miguel García. Barcelona: Bruguera, 1984. 95 p. Selección Terror; 567. ISBN 84-02-02506-4.

GARLAND, Curtis. Ángeles, llorad sangre. Ilustración de portada: Antonio Bernal. Barcelona: Bruguera, 1982. 189 p. Selección Terror extra; 8. ISBN 84-02-08799-X.