“El primer espejo en el
que me vi me devolvió la imagen extrañamente descompuesta de un fantasma que se
me parecía, y al que me costó trabajo reconocer.” (p. 241)
Dieciocho años han
pasado desde que leyera por primera vez esta maravillosa novela. Una de las más
tristes que haya leído jamás, debo decir. Su lectura sume en una melancolía
profunda que me temo no sea lo más apropiado para determinados espíritus. Pero
resulta imposible sustraerse a tal sentimiento, más si alguna vez se ha
compartido el mismo fuego que quemó el alma del protagonista de esta historia,
Dominique.
Asocio en mis recuerdos de juventud este libro a otros dos
que marcaron, no sé decir si para bien o para mal, con una intensidad enfermiza
aquellos años de mi vida. Hubo más antes, y hubo otros después. Pero recuerdo
estos tres como un todo imborrable. Me refiero, además de a Dominique (1862), a El gran Meaulnes (Le Grand Meaulnes, 1913) de Alain
Fournier y a Adolphe (1816) de Benjamin Constant. Siento la tentación,
quizá la obligación, de incluir también El corazón es un cazador solitario
(The Heart Is a Lonely Hunter, 1940) de
Carson McCullers, pero temo que su lectura fue posterior. El sentimiento que la
une a las anteriores es el mismo, en cualquier caso. Se considera la de
Constant un precedente de Dominique en lo que atañe al “análisis
psicológico sobre la pasión amorosa” (del texto de contraportada), si bien creo
que la del primero muestra un tono diferente: igualmente romántica, pero
inflamada de una ironía y una mordacidad únicas que, en un juicio precipitado,
nos harían pensar que Adolphe juega en contra.
Imagino que nos pasa a todos los que amamos la literatura:
si nos pidieran hacer una lista de los mejores libros que hemos leído nos
veríamos en un aprieto. Empezarían a surgir títulos, uno tras otro, y
elegiríamos tantos que al final igual sería no haberla hecho. Pero si esta
lista nos obligara a señalar tan solo aquellos que de alguna manera nos han
marcado, nos han dejado una huella profunda en nuestro carácter, los que de una
manera u otra nos han formado, nos han alimentado y convertido en lo que somos,
quizá sí podríamos restringir los títulos. Porque aquí ya no se trataría de
nuestros libros favoritos, los que más nos han gustado o los que consideramos
verdaderas joyas. Se trataría de aquellos que nos han cambiado, aquellos que
tras su lectura nos han hecho renunciar, no siempre de forma consciente (en
ocasiones, solo el tiempo nos dará la verdadera perspectiva de este hecho), a
la persona que éramos. Así, en mi lista, de seguro que habría libros que
considero mejores que este de Eugène Fromentin. Pero en mi corazón guarda un
lugar único. Ese lugar reservado a esas obras que nos hacen temblar no solo de
manera emocional, sino física ante el simple acto de enfrentarnos a abrir sus
páginas de nuevo. Como si además de volver a leer un libro que amamos nos
preparáramos a dejar al descubierto algo que permanece dentro de nosotros que
deseamos que nadie toque, que jamás se adivine. Un fragmento de nuestras vidas
que se confunde con las hojas amarillentas de ese libro. Un hecho del pasado
tan ligado a esa lectura que volver a ella supone retornar a nuestro yo de
entonces. Y descubrir que sigue vivo y que aún duele, porque hemos repetido,
sin saberlo, la misma historia como en una espiral ilógica. Pero la belleza de
las palabras, hoy como entonces, lo hace soportable. Porque ellas nos devuelven
a su vez los breves estallidos de felicidad que acompañaron a los momentos más
tristes.
Tampoco es mi deseo hacer pensar al hipotético lector de
estas líneas que los hechos a los que me pudiera referir tienen algún carácter
especial. Al contrario. En realidad, cualquier persona con un mínimo de
sensibilidad ha vivido algo así al menos una vez en su vida. Y aclarado esto,
prometo solemnemente dejar a un lado mi horrible yo en lo que resta del
comentario a este mágico (dar sentido a este adjetivo era mi modesta pretensión
en estas primeras líneas) libro.
Eugène Fromentin (1820-1876) fue, ante todo, pintor (“un
estimable paisajista”) y crítico de arte (se considera su ensayo Los maestros
de antaño (Les Maîtres d’autrefois,
1876), dedicado a los pintores flamencos y holandeses, todo un clásico).
Nos dejó a su vez algunos volúmenes de recuerdos y viajes. Dominique fue
su única novela, su solitaria incursión en el mundo de la ficción. Bien se
puede afirmar que tras escribir un libro como este se puede abandonar con
orgullo: es, sin lugar a dudas, una absoluta obra maestra, una novela que como
pocas refleja de manera sublime (¡también despiadada, sin conmiseraciones baratas!)
qué supone la absoluta contención de los sentimientos y la renuncia a todo lo
que uno ama. Transcribo de la contraportada: “En este estudio, en parte
autobiográfico, Dominique cuenta su amor de juventud por Madeleine d’Orsel y su
posterior renuncia a ella y a la carrera literaria, cuando siente que carece de
fuerza para llegar, para ser lo que soñó en su juventud ambiciosa.” Mis
encendidas palabras resultan confusas y banales al lado de esta precisa,
perfecta descripción de qué es esta novela. Como nos enseña el propio
Fromentin, la sencillez puede ser en ocasiones la única manera digna de dar
salida a nuestras pasiones.
Fromentin abre su novela presentándonos el carácter de
Dominique. En unas pocas líneas lo conocemos. Más adelante llegaremos a
entender el por qué de todos sus actos, de sus decisiones, pero en un principio
tan solo se nos adelanta el final de la historia. Porque aquí no hay sorpresas
argumentales ni giros bruscos en la trama: todo se desliza de forma
aparentemente tranquila hacia un precipicio de resignación solo soportable si
se comprende en su totalidad. Como si la destrucción solo pudiera asumirse con
palabras suaves. “A los que hablaban de su juventud y le recordaban los
destellos bastante intensos que en otro tiempo lanzó, él respondía que aquello
fue, sin duda, una ilusión que se hicieron los demás y él mismo, también, que
no era nadie, en realidad, y que la prueba estaba en que hoy se parecía a todo
el mundo, resultado equitativo del que se congratulaba, como si fuera una
restitución legítima hecha a la opinión.” (p. 8)
El grueso de la novela está formado por la narración que
hace Dominique de su vida al narrador inicial: este desaparece en el capítulo
tercero y no volverá hasta el final, cerrando de manera admirable las confidencias
de su amigo enmarcándolas en un retrato de su vida actual. Conoceremos primero
quién es y qué ha llegado a ser. Poco a poco iremos descubriendo por qué.
Afín a su espíritu, Fromentin aplica en su obra un estilo
pausado y contenido, en el cual la naturaleza, el clima y los paisajes
acompañan siempre al estado emocional de los protagonistas. Si como pintor de
paisajes los expertos lo califican de estimable, debo decir que sus
descripciones son sencillamente extraordinarias, lo que pinta con sus palabras
se clava en el espíritu (describe, valga un solo ejemplo, una visita a un faro
abandonado con tal intensidad que tras su lectura uno se siente mareado,
arrastrado por el mismo vértigo que los protagonistas). Claramente romántica,
no resulta sin embargo pacata o remilgada. La pasión de Dominique por Madeleine
es también física, cómo no, y Fromentin la refleja en ocasiones con una
sensualidad desbordante. Es la imposibilidad de que ese amor se consume lo que
obligará a Dominique a reprimir sus sentimientos cuanto le es posible, a
aplicar la fría razón a aquello a lo que la razón es ajeno. Mantiene siempre
una increíble lucidez en el análisis de los sentimientos, incluso en mitad de
la más arrolladora tormenta pasional: “Es bueno que toda humillación aproveche
y ésta me abrió los ojos sobre muchas verdades; me hubiera recordado, de
haberlo podido yo olvidar, que aquel amor exaltado, contrariado, desdichado,
ligeramente envarado y muy próximo al orgullo no se elevaba muy por encima del
nivel de las pasiones comunes, que no era ni peor, ni mejor, y que la única particularidad
que lo hacía parecer diferente era el ser más irrealizable que muchos otros. La
facilidad le hubiera hecho apearse infaliblemente de su ambicioso pedestal y,
como tantas cosas de este mundo, cuya única superioridad procede de un defecto
de lógica o de plenitud, ¿quién sabe en qué se habría convertido, de haber sido
más razonable o más dichoso?” (p. 162) Esto es lo que eleva la novela de
Fromentin por encima de la moda romántica de la época: su obra es vida, no
pose.
El luctuoso hecho que provoca la confesión de Dominique, el
relato en el que los recuerdos se sucederán formando un doloroso trayecto, es
el intento de suicidio de un antiguo amigo cuyo resultado ha sido quedar aún
con vida, con la misma amargura, pero con el rostro completamente desfigurado,
una cara destrozada que es el mismo espejo de un espíritu arrasado. Un inicio
brutal, más aún teniendo en cuenta que Fromentin siempre hace estilo del fondo
en su forma de narrar: todo es contenido aquí, todo parece susurrarse. Hasta
cuando los personajes gritan de dolor parecen encerrados en una sala
insonorizada que ahogara cualquier voz.
Personajes rotos, destrozados, pero presentados de forma
tranquila, como si la resignación a llevar una vida gris fuera la salida más
noble y digna, la única que nos hiciera posible sobrevivir. Pero algo los quema
por dentro: las ilusiones de juventud han muerto y las presentes son débiles
sustitutos. A la mínima crisis, el dolor volverá. Fromentin nos habla de vidas
truncadas, de muertos en vida que se arrastran en un simulacro de felicidad (un
simulacro que en ocasiones, a fuerza de autoconvicción o porque la vida misma
no es un sendero lineal por mucho que uno luche por ello, no es tal, sino que
se trata de la realidad, asaltada momentáneamente por un destello feliz al que
aferrarse por largo tiempo) con una tranquilidad de espíritu, una calma, una
aceptación del destino adverso tan grandes que resulta sobrecogedor. Se leen
sus palabras con el corazón en suspenso, con un temor reverencial, y en todo
momento no parece sino hablarnos tan solo de lo maravillosa que es una vida de
retiro en el campo, lejos del mundo, aislado y ajeno a los afanes de la
sociedad. Nunca la felicidad resultó tan fúnebre.
Hermosa, terrible, emocionante, esta novela convulsiona hasta
provocar las lágrimas. Una lectura tan apasionada, tan apasionante ahora como
lo fuera la primera vez. “El tono suavemente otoñal del relato, retenido hasta
en la efusión, la felicidad de las páginas geórgicas, el ingenuo fervor
romántico, dominado, mesurado, de una compostura casi clásica, son algunos de
los rasgos más destacados de este clásico siempre un poco al margen, en la
sombra, aunque vivo y original.” Esto es, esto mismo.
FROMENTIN, Eugène. Dominique. Traducción de Emma Calatayud.
Barcelona: Bruguera, 1984. 252 p. Libro amigo; 1512/1057. ISBN 84-02-10266-2.