martes, marzo 31, 2009

La cámara ardiente / El Tribunal del Fuego (1937), de John Dickson Carr



El considerado maestro del enigma de la habitación cerrada, imagino que con permiso del gran Gaston Leroux y su Joseph Joséphin Rouletabille, John Dickson Carr (1906-1977) tiene en La cámara ardiente / El Tribunal del Fuego (The Burning Court, 1937) no solo una de sus obras más representativas, sino una de las más logradas, enrevesadas y macabras.

El misterio del crimen, pues ya me diréis qué novela de misterio sería esta sin su rosario de cadáveres, se centra no en una sino en dos habitaciones cerradas, resultando además una de ellas una cripta nada menos. El ambiente terrorífico propio de una historia de fantasmas y aparecidos se apodera de la obra pese a su estructura y desarrollo netamente detectivescos: todos los implicados reunidos en el mismo escenario, diálogos entre los diversos protagonistas cargados de explicaciones sobre qué han hecho y qué han dejado de hacer y gran quedada final con todos los sospechosos en la misma habitación, repaso a todo lo sucedido con revelaciones sorprendentes y desenmascaramiento del criminal. Es la atmósfera fantasmal con trasfondo de brujería pues lo que le da un tono especial al relato, sobre todo en lo que se refiere al desenlace, tan sorprendente como rompedor con el género detectivesco.


En la novela se juega en todo momento con lo racional y lo fantástico, llevando el enredo criminal a poder ser explicado, al menos de forma aparente, con dos soluciones. Pero estamos muy lejos aquí de la sugerencia elegante y sutil de Henry James y su Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898) o de la fascinante película, dirigida en 1957 por Jacques Tourneur, La noche del demonio (Night of the Demon), ambientada también en el proceloso mundo de las sectas satánicas e inspirada en el genial relato de M. R. James La maldición de las runas (Casting the Runes, 1911). Dickson Carr resulta mucho más tosco en su estilo, en el desarrollo de la trama y en la ambientación. Por mucho que parezca ofrecer dos explicaciones, si uno cree que lo escrito no es mentira (esto es, si Carr no incluye un capítulo cuyo sentido único es engañar al lector), explicación solo hay una, aunque no es la que casi todos en la novela creen. Sí hay que reconocer que este último capítulo brilla por su capacidad de hacernos tangible lo fantasmal, creíble lo que está más allá de la lógica. Hasta por un momento parece elevarse a las magistrales formas de los dos James citados. Pero solo por un momento.

Si la temática sobrenatural con explicaciones racionales conforman el corazón de la novela gótica, en esta Dickson Carr (también firmaría muchas de sus obras como Carter Dickson) nos ofrece justo lo contrario.


Las ediciones de Planeta y Valdemar recogen la misma traducción. Solo varía su título, siendo más correcto el de la segunda y no solo por la fidelidad al original, pues El Tribunal del Fuego es el nombre del “Tribunal especial de París donde se juzgaban los casos de hechicería” tan relacionado con esta novela. La edición de Valdemar incluye además una breve introducción sobre el autor.

CARR, John Dickson. La cámara ardiente. Traducción de Juan José Mira. Barcelona: Planeta, 1953. 221 p. Una selección de “Crime Club”, Colección “El Búho”; 14.

CARR, John Dickson. El Tribunal del Fuego. Traducción de Juan José Mira. Madrid: Valdemar, 1991. Tiempo Cero; 29. ISBN 84-7702-037-X.

miércoles, marzo 18, 2009

Los cuentos en verdad extraños (aunque a veces no tanto) de May Sinclair



“Era como si un muerto enterrase a otro muerto.” (p. 153)

Cuando uno lee acerca de un escritor de éxito que, pasado un tiempo, será olvidado y nadie lo leerá, pienso en todos aquellos grandes escritores que precisamente yacen en el olvido y son magníficos. El olvido no iguala el talento: solo iguala el destino. Este destino, al menos momentáneamente, ha sido dejado a un lado con la edición de esta sorprendente colección de relatos de la escritora inglesa May Sinclair (Mary Amelia St. Clair, 1863-1946). Coetánea y amiga de, nada más y nada menos, Thomas Hardy, Henry James y T. S. Eliot entre otros, escribió también poesía, ejerció la crítica literaria y fue una reconocida sufragista. Tras leer estos cuentos a veces extraños, nuestra autora no tiene nada que envidiar a estos que no han caído en ese olvido que algunos enarbolan como argumento de peso para celebrar la excelencia de un autor. Como si el olvido o la muerte restaran o añadieran valor y emoción a un libro.

El volumen se abre con una novela corta que se publicó en el año 1922: Vida y muerte de Harriett Frean (Life and Death of Harriett Frean). En ella se desarrolla el relato gélido y despiadado de una dama decimonónica cuyo sentido extremo de la virtud la convierte en un cuerpo reseco vacío de sentimientos. Una patada a los valores victorianos que encorsetaban el espíritu y negaban la libertad personal. No solo en lo narrado es rompedora May Sinclair, sino también en su tratamiento. Acuñó el término corriente (o flujo) de conciencia referido a la literatura y en el momento final de su novela lo aplica a la perfección. Si bien lo que permanece de este relato no es su renovación técnica, vacua al fin y al cabo si no apoya lo que la autora desea contar, sino la feroz fuerza con que describe y narra la tan desgraciada como virtuosa vida de su protagonista. El desapego, la frialdad, la distancia con la que todo nos es contado resultan casi tan sobrecogedores como su mensaje. O más. 

A continuación se desgranan los relatos que en su momento formaron el volumen Cuentos extraños (Uncanny Stories), publicado en 1923. Este libro incluía algunos relatos que habían sido publicados con anterioridad. Se indica en el caso correspondiente la fecha de su primera aparición.

Donde el fuego no se apaga (Where Their Fire Is Not Quenched, 1922) parece ser la joya de la colección, más que nada por ser uno de los favoritos de Jorge Luis Borges. En él de nuevo se nos presenta el pecado de una dama presuntamente virtuosa a la que su falta perseguirá hasta la muerte. Independientemente del trasnochado y pacato sentido del pecado que muestra el relato, el hálito fantástico que lo impregna y da vida (justo al discurrir en la muerte) resulta excepcional. Con denodada crueldad la autora se ceba en su protagonista, pero este extraño viaje al más allá es fascinante. No solo por sus envolventes imágenes y su atmósfera enrarecida, sino por su, otra vez, estremecedora frialdad. Sé que no coincidir con Borges en cuál es el mejor relato de la Sinclair (de los aquí incluidos, se entiende) a alguno le parecerá lo de verdad extraño, pero qué le voy a hacer. Peor sería mentiros y afirmar que el elegido de Borges es el mío también. Porque mi favorito es la extraordinaria historia de fantasmas titulada El obsequio (The Token, 1922). Tras la experimentación, la Sinclair nos ofrece una ghost story profundamente clásica en su desarrollo, una historia hermosa y sentida que emociona con una facilidad pasmosa. Su magistral desenlace lo cierra de manera perfecta. Y magistral no porque constituya una sorpresa que te deja pegado al asiento, sino porque con tan solo una frase nos hace replantearnos todo el relato y siembra en nuestra mente una maravillosa duda.


El siguiente es un cuento raro, pero raro de narices: La grieta en el cristal (The Flaw in the Crystal, 1912). Escrito apenas dos años antes de que May Sinclair ingresara en la Society for Psychical Research, una institución dedicada a la descomunal tarea de investigar los sucesos paranormales aportando, o al menos intentándolo, pruebas de los mismos. Descomunal porque mira que se lleva años investigando esto y se sigue en el mismo punto: la más mera superstición. Los fantasmas dan miedo, vale. Pero nunca entenderé esa manía por demostrar o no si existen. Realmente, ¿qué más da? Si total, casi mejor ni saber qué demonios nos querrían contar de verdad. No sé si en fantasmas, pero en poderes sobrenaturales (de forma evidente decantada por sus valores positivos) desde luego la Sinclair debía de creer, porque la lucha tremenda y arrolladora que se narra en este relato solo se concibe desde esta perspectiva: es demasiado delirante para creer que la historia posea tanta fuerza surgiendo de la nada. Las descripciones son vívidas hasta un surreal detalle. No hay que dejar de lado la posibilidad del uso de drogas para su escritura: hay momentos en que todo asemeja un viaje alucinógeno. O puede que no. Puede que May Sinclair, sencillamente, se planteara un relato de luchas espirituales entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad, la cordura y la locura y le salió tan redondo que es el lector el que alucina. Algo parecido a lo que Bram Stoker, apenas un año antes (1911), había contado de manera harto curiosa en la no menos extraña novela La guarida del gusano blanco (The Lair of the White Worm). Sin dejar de lado que se podría interpretar también como una historia en la que una joven toma conciencia de su poder, un poder curativo de raíces místicas, pero de ese tipo que los amantes de los tebeos de superhéroes conocemos tan bien (siendo el paradigma absoluto el fantástico e irrepetible Dr. Extraño de Steve Ditko, aunque en el universo mutante de la Marvel es el pan nuestro de cada día). En fin, que dejo esta senda porque ya siento la dulce, o no, mano de la Sinclair acariciando mi mejilla desde el otro mundo... ¡con un sonoro guantazo! Como curiosidad, destacar que de los cuatro relatos comentados hasta ahora, en tres de ellos la relación de la pareja protagonista es adúltera, se consume esta o no. Un pecado muy gordo y grave, amigos.

Y seguimos con temática fantasmal. La pregunta que se nos plantea a continuación es digna de una conferencia de uno de esos encuentros de la dichosa Society for Psychical Research, o al menos así me gusta imaginarlo. ¡No solo ellos van a poder fabular! Cuidado, que esto es de suma importancia: ¿pueden los fantasmas hacer el amor (o chingar, o follar, si pensáis que de repente me he puesto muy finolis)? Algún relato y algunas películas nos dicen que sí. No sé qué opinará al respecto la Society de marras, ni me importa, pero en La naturaleza de la evidencia (The Nature of the Evidence, 1923), el quinto relato de este libro, la respuesta es afirmativa. ¿Verán también pelis guarris? Los fantasmas, digo, no los miembros de la Sociedad. Confieso que a partir de aquí este libro empezó a dejar de gustarme. Una pena, porque la Sinclair no escribe mal, pero su afán por inculcar más que por enseñar me supone un problema. Es en esta nota que delata su afán por convencer lo que me aleja de ella. Curioso cuando era su frialdad lo que me había acercado. Curioso también encontrar en este cuento una fantasma tan preocupada por el cuerpo de su marido a quien ha dejado atrás con vida. No sé, no soy un entendido en la materia (ni en la fantasmal ni en la de chingar, para qué os voy a engañar), pero quizá debiera preocuparle más su alma, ¿no? Y eso que en sus páginas se nos quiere convencer de que lo espiritual es superior a la materia, de que el éxtasis es más elevado pues se ha liberado de la carne. Pero la dichosa fantasma parece empeñada en la castidad física de su marido. Un mejunje fruto de las creencias en el alma y en el concepto del más allá de la autora. Tan confuso en su esencia como pazguato en su creencia.


Si los muertos supieran (If the Dead Knew, 1923) es, sin duda alguna, el relato más pobre a todos los niveles del libro. Sorprende el comienzo por su burda equiparación del éxtasis musical con el éxtasis sexual, sublimación del deseo que sienten entre sí un profesor de órgano y su alumna. La anécdota fantasmal parece aquí más que nunca solo responder a la tesis de que la unión espiritual es más profunda y completa que la física. Tema que ha dado para magníficos relatos, lo sabemos, pero aquí lo importante no es contar, sino convencer. El sexo como pecado de concupiscencia frente al amor puro entre una madre y su hijo. El alma tras la muerte se eleva a un estado superior, pero como en el anterior cuento sorprende la preocupación que estas almas sienten por lo que pueden hacer con sus cuerpos los que se han quedado en la tierra con vida. Para ser tan espirituales, estos fantasmas andan algo obsesionados con el sexo. Edípico, además.

La víctima (The Victim) fue publicado en 1922 por T. S. Eliot, junto a su poema La tierra baldía (The Waste Land, 1922) nada menos, en el número uno de la revista The Criterion. En él se contrasta la frialdad de un asesino en su crimen con la tranquilidad y aceptación de los hechos del fantasma del asesinado, al cual las cosas de los vivos ya no le preocupan de igual forma. Al alcanzar un estado superior tras la muerte, un espectro no juzga como lo haría un vivo. En realidad todo no es sino un ladrillo más en la construcción de esa casita para beatas en la que a la Sinclair le gustaría que viviéramos. Aun así, cuando todavía se juega con la convención en las primeras apariciones, cuando el fantasma resulta terrorífico, se pueden encontrar excelentes páginas. Y en especial en la descripción del crimen y en la posterior salvajada mediante la cual el asesino se libra del cadáver. Es evidente que la autora muestra esto de forma cruda para que el postrer perdón resulte más emocionante, pero para mí la blandura sentimentaloide del final empaña y desluce el potente desarrollo.

En estos  últimos cuentos del libro la tontería versa, como ya he indicado, sobre la vida superior y espiritual que nos espera tras la muerte y cómo las cosas de este mundo son inferiores. Uno lee y cree morir, cierto, pero no en el sentido que esperaría la autora, me temo. Quizá el mayor problema resida en su empeño por demostrar que hay otra vida, que esa vida es mejor y que en ella alcanzaremos una gloriosa plenitud, una dicha celestial, encadenando los cuentos a esta idea. En fin, que si se trata de espectros amenazantes, puedo suspender mi incredulidad. Si vienen con buenas intenciones me cuesta más trabajo, pero puedo hacerlo si no pretenden colarme un sermón dominical.

Menos mal que May Sinclair cierra el volumen con un cuento que recupera algo del tono de los primeros. Si no en lo relativo a la calidad, sí al menos en la extrañeza. El hallazgo del Absoluto (The Finding of the Absolute, 1923) nos cuenta la historia del filósofo que por su búsqueda de la Verdad descuida las cosas terrenales (su joven y hermosa esposa le abandona por un poeta imaginista amigo de ambos). Comienza de manera divertida. La autora lo narra con su ya a estas alturas característica frialdad, en esta ocasión no exenta de sentido del humor. Pero pronto nos traslada al otro mundo con la muerte de los tres protagonistas (creedme que no desvelo gran cosa) y se dedica a describir en qué consiste el paraíso para ella, o lo que le gustaría que fuese. Curioso e imaginativo relato, sin duda, y hay que reconocer que el paraíso que se inventa ofrece posibilidades harto interesantes, muy cercanas al concepto de mundo virtual que hoy nos parece hasta normal. Las que ella nos muestra, sin embargo, resultan algo amuermantes, entrevista con Kant incluida. Al pobre nos lo presenta tan maniático como en vida. Ahora sabe más, sí, pero para lo que le sirve... ¡mejor ser pasto de los gusanos!

Como conclusión, un libro del que recomiendo con fervor sus cuatro primeros relatos y como curiosidad este último, pero al resto mejor ni acercarse. Ni muerto, por más que se disfrute.


SINCLAIR, May. Vida y muerte de Harriett Frean; Cuentos extraños. Traducción de Amado Diéguez. Barcelona: Alba, 2008. 378 p. Clásica; 99. ISBN 978-84-8428-394-2.

lunes, marzo 02, 2009

Fiebre de sangre (1982), de Shelley Hyde



¡Un salvaje terror!, exclama la portada de Fiebre de sangre (Blood Fever, 1982) de Shelley Hyde. En fin, ya será menos. Me encantan estas frases exageradas, casi alucinógenas en su exacerbación del contenido del libro. Alucinógenas porque por desgracia rara vez coinciden con lo que de verdad hay en el interior. En esta ocasión ni el dibujo atina: las víctimas de esta fiebre tan curiosa no atacan con cuchillos, sino con uñas y dientes, literalmente. ¿Parece salvaje? En la portada también así se nos indica. Pero de eso nada. Esto es terror para aquellos que después desean dormir sin pesadillas. Bueno, yo también quiero eso, entendedme, pero no en un libro.

En un pueblecito norteamericano, uno de esos que tan bien conocemos gracias a todas esas purulentas películas de terror (o no) que nos hemos tragado a lo largo de los años, se desata un virus que contagia solo a las mujeres y las transforma en seres inhumanos ávidos de sangre. Pero ojo: sangre de machote humano, nada de hembras. Las mujeres unidas entre sí y convertidas en el martillo aniquilador de su pareja sexista.

No hubiera estado mal que la buena de Shelley Hyde (seudónimo bajo el que se oculta la escritora Kit Reed) desatara su ira contra el macho arrogante de la especie con una dosis de desaforada mala leche. Pero de nuevo no. Y mira que la cosa no empieza mal, mostrando a un grupo de hombres con comportamientos, por decirlo así a lo suave, machistas machacando psicológicamente a sus parejas como quien hace lo contrario: esto es, en el nombre del amor se cometen abusos inconcebibles en otros ámbitos. Y con la suficiente inteligencia en su discurso como para no mostrar a todos los hombres de la misma forma, lo cual da credibilidad y fuerza a su relato: al no ser todos los hombres despreciables, la furia desatada dolerá porque no hace distinciones.

Sin embargo, Hyde apunta esto pero pronto lo olvida, bien porque no le interesa, bien porque hay que reconocer que como escritora pues no da para mucho, la verdad. Por una parte se pierde una historia que podría haber resultado, cuando menos, salvaje en serio. Pero por otra, hay que reconocer que precisamente por asumir su corto alcance creativo Shelley Hyde acaba por darnos un relato cuando menos entretenido. Al menos a ratos.


Hay que dejar clara una cosa: que huyan como de la peste todos aquellos que esperen encontrar algo de literatura aquí. El estilo de Hyde alcanza cotas de poesía equiparables a las de la guía telefónica. Pero sabe cómo engarzar su relato y mostrarlo interesante. Al menos si uno hace como que no ha leído los artículos de periódico (la acción avanza en ocasiones con la técnica de incluir supuestas noticias de periódico que resuelven, o eso se intenta, los problemas cuando la acción se estanca) que la autora redacta dando muestras de una aguda artritis cerebral. Si la intención era hacer burla del estilo periodístico, no está mal. Si la intención era imitarlo, consigue empeorar el modelo, que ya son ganas. La novela avanza al ritmo justo para no aburrir y, consciente de sus limitaciones, sin detenerse en alardes psicológicos. Sus personajes son simples estereotipos que hablan como se suponen que deben hablar a quienes representan. Y representan poco, creedme. Total, importa poco si lo que queremos es la dichosa fiebre de sangre descrita con detalle, ¿no?

Y la narración comienza con unas páginas que prometen: una pelea animal entre un matrimonio, ella ya contagiada. Venga, para qué empezar con otra cosa si esto es lo que hay. Y por eso es de agradecer la actitud de la autora: en esto no hay engaño. Los problemas vienen cuando, ¡ay!, ni aquí es capaz de llegar muy lejos. Las páginas más brutas acaban resultando un poquito como de gacetilla dominical de la iglesia de la esquina. Todo acaba resultando contenido en exceso, la fiebre es más bien constipado y la sangre corre, sí, pero esterilizada. Si no hay creación de atmósfera, ni tensión, ni deseo de mostrar el horror en su verdadera amplitud, sino tan solo hilvanar un relato gore sin muchas complicaciones, el resultado no puede ser tan aséptico. Más aún cuando, en su tramo final, a Hyde se le notan las prisas por terminar y lo cierra todo de cualquier manera.

Vale, tampoco es que hubiera gran cosa por cerrar, pero si su único mérito estribaba en cierta capacidad de medir la progresión de la historia, ni en esto acaba por conseguir el aprobado al arribar a su final con tanta urgencia. 


HYDE, Shelley. Fiebre de sangre. Traducción de Domingo Santos; ilustración de cubierta de Jordi Vallhonesta y Salinas Blanch. Barcelona: Martínez Roca, 1983. 155 p. Súper terror; 1. ISBN 84-270-0812-0.