que demanda carroña y osamentas;
allí se posa el búho espeluznante,
que grita su agria nota y ahuyenta para siempre
al pájaro risueño de su nido,
mientras en derredor aúllan los espectros.
Edmund Spenser, The Faerie Queene (1590)
Siniestros
versos del poeta Spenser utiliza Melville para abrir su obra dedicada a las
Islas Galápagos (Las Encantadas). Pero sus propias palabras resultan aún más
oscuras. Uno esperaría, ante el comienzo que cito a continuación, enfrentarse a
la más terrible historia de horror postnuclear:
“Pensad en veinticinco montones de ceniza
diseminados, aquí y allá, por un solar de las afueras de la ciudad; imaginad
que algunos son tan grandes como montañas y que el descampado es el mar, y
tendréis una idea exacta de la apariencia general de Las Encantadas. Éstas son
más bien un grupo de volcanes extintos que de islas, y su aspecto es muy
parecido al que tendría el mundo tras haber soportado el castigo de una gran
conflagración.” (p. 31)
Pero si así pinta el panorama nada más comenzar,
en su primer párrafo, en el siguiente nos sumerge de lleno en lo que, de no
estar avisados, imaginaríamos la más melancólica de las historias de terror:
“No cabe duda de que ningún lugar en el mundo
puede compararse, por su desolación, con este archipiélago. Sus islas son como
antiguos cementerios abandonados, como viejas ciudades que poco a poco se
transforman en ruinas y que resultan absolutamente melancólicas; sin embargo,
como todo lo que alguna vez estuvo asociado a la humanidad, siguen evocándonos
ciertas imágenes, por tristes que sean.” (p. 31)
¡Uf! Pero lo increíble es que no descansa aquí:
a continuación, Melville nos regala un auténtico ensayo, en forma de
descripción, sobre la soledad y la desolación: una visión del mismo infierno. Y
todo esto sin salir del primer capítulo. A pesar de tratarse de una obra de
encargo, Melville parece aún inmerso en la persecución de la diabólica ballena
blanca, en la redacción de la inconmensurable pieza maestra que, sin saberlo,
legó a la posteridad: Moby Dick (1851).
Como se indica en el estupendo prólogo del libro
(Las Galápagos: viaje a la leyenda, de Francisco León; indispensable su
lectura para situarnos históricamente a la perfección y para discernir qué en
esta obra responde a los recuerdos de Melville en su visita a las islas, a las
cuales arribó sobre el año 1843, y qué es fruto de sus lecturas y su viva
imaginación), Las Encantadas (The Encantadas, or Enchanted Isles) fue publicada por entregas en
la Putnam’s Monthly Magazine en el año 1854, “bajo el
sorprendente nombre de Salvador R. Tarnmoor” (p. 15). Diez capítulos, que
Melville denomina cuadros, la integrarán.
En los dos cuadros iniciales realiza, en primer
lugar, una descripción de las islas, que como se ha indicado equipara con un
paisaje infernal, para después introducir algo de luz gracias al retrato de las
tortugas milenarias, monstruosas y mágicas. Y me gustaría remarcar que afirmo
que tan solo aplica “algo” de luz.
La prosa es potente, vívida, feroz, riquísima en
imágenes y sentido. El carácter dramático de Melville ante la vida lo tiñe todo
de oscuridad, pero sus frases brillan como fanales salvadores en una noche
tormentosa y demente.
Los cuadros tercero y cuarto los dedica a la
ascensión y descripción de la atalaya solitaria, la torre que emerge del mar y
que en la distancia los marineros toman siempre por un barco de níveo velamen,
de Roque Rodondo, y a la visión de conjunto del archipiélago que se tiene desde
su cima.
Relato de viaje, en todo momento Melville juega
con la idea de encantamiento, de que tal vez sean en verdad unas islas
embrujadas, así aparecen a los sentidos, y el lector se desplaza por sus aguas
como por el más fascinante de los relatos fantásticos.
Melville abre cada cuadro con unos versos de
diversos poetas (Edmund Spenser, Francis Beaumont y John Fletcher, Thomas
Chatterton y Williams Collins, siendo el primero el más citado de todos ellos
con notable diferencia) a través de los cuales antecede el tema que va a tratar
a continuación.
Según avanza la lectura, sin abandonar nunca los
tintes siniestros, algo más se abre paso: porque incontrolable nos domina,
página a página, la fascinación del descubrimiento, de asistir como público,
ahora sí en verdad embrujado gracias a la poderosa magia del autor, a la
aventura de contemplar tierras inhóspitas, territorios ignotos y salvajes que
parecen extenderse ante los ojos de los hombres por primera vez. De paladear,
aunque sea de una forma bastarda, en qué consiste la aventura del mar. Y
resulta embriagador.
En el cuadro quinto se nos narra el encuentro de
la fragata Essex, al mando del capitán Porter, con un buque fantasma en 1813. Y
en el sexto, un retrato de Las Encantadas como refugio de bucaneros, asaltantes
de los barcos españoles cargados de oro. En especial de la isla de Barrington
(Isla de Santa Fe), la más hospitalaria de todas. Sus características, tan
alejadas de las de sus compañeras, ofrecían al marinero agua dulce, hierba
(para usar en los camastros y dormir, que nadie interprete lo que no es), leña,
alimento y hasta bellos parajes y un buen fondeadero. Un hogar entre la
desolación. Es la única isla que Melville no describe como un páramo conquistado
por el puro horror, y quizá por eso mismo no se extiende demasiado. Sí se
demora un poco más en ofrecer una perspectiva de los piratas en parte afín a la
realidad, una horda de asesinos y ladrones sin escrúpulos, pero a su vez no
deja de plegarse a la visión que de los mismos tenemos gracias a tantas
maravillosas novelas de aventuras, a poemas de encendidas gestas y odas a la
libertad (a mi gusto, las de más temer por sus obviedades panfletarias de
parvulario) y a las películas de Hollywood.
En el cuadro séptimo asistimos al nacimiento del
extraño reinado del Rey de los Perros en la isla de Charles (Isla Floreana): su
ascenso, su crueldad, su caída, el destierro y la subsiguiente instauración de
una república anárquica de forajidos. El octavo lo protagoniza la dramática
historia de la viuda chola Hunilla, abandonada en la isla de Norfolk (Isla de
Santa Cruz). Y del noveno se enseñorea el salvaje y demoníaco ermitaño Oberlus,
abandonado en la isla de Hood.
Según el autor de la introducción, es en estos
capítulos donde se despliega el mejor Melville. De la historia de la viuda
india llega a decir: “Su relato resulta estremecedor, siendo tal vez, de todos,
en el que el escritor irradia con mayor detenimiento, vigor y finura su estilo
trágico” (p. 18). No soy de la misma opinión. Desde luego es más fácil, quizá,
reconocer el estilo de Melville en ellos, pero para nada se expresa mejor. A mi
gusto resultan algo melodramáticos, pintorescos en demasía. Creo que son los
capítulos descriptivos en los cuales Melville muestra mejor su capacidad de
abstracción. Eso sí, disfrazada por el código estilístico propio del relato de
viajes del siglo XIX. Pero en todo momento estallan sus visiones más profundas
y oscuras, conmovedoras, del Hombre abatido por fuerzas superiores a él,
minúsculo en su entorno, presa de una Naturaleza ante la que la rebelión es una
ilusión vana. En los capítulos con forma de relato (igualmente muy
disfrutables, jamás afirmaré lo contrario), Melville muestra al individuo
derrotado por un destino terrible. En los descriptivos, es la raza humana
impotente ante el vacío mismo de la existencia lo que Melville nos obliga a
contemplar. En todo su horror, en toda su belleza: en su plena y mareante
vastedad.
El último cuadro está dedicado a los fugitivos,
náufragos y ermitaños varios que en algún momento pusieron pie en tan desabrida
tierra, y a las lápidas que dejaron en su árido suelo. Cierra el libro
Melville, a tono con su inicio, con un magnífico epitafio (¡no puedo evitar
reproducirlo!) hallado en una tumba encontrada “en un desolado barranco de la
isla de Chatham:
Oh hermano Jack, que pasando vas,
también yo he estado como tú ahora estás.
Igual que tú de audaz y de jovial
pero, ay, ya no me pagan ni el jornal.
Ya no puedo espiar con estos ojos,
¡aquí me quedaré entre estos despojos!” (p.133)
Antes de Las Encantadas, Melville
emprendió, como ya he comentado, la tarea de escribir Moby Dick,
una obra maestra de lectura inolvidable que solo le traería dolor por el
rechazo al que fue sometida tras su publicación. No dejo de pensar que Melville
quizá aplicó toda su magistral ironía a su persona al recordar este genial
epitafio.
MELVILLE, Herman. Las Encantadas o Islas
Encantadas. Prólogo de Francisco León; traducción de Ana Lima. Santa Cruz de
Tenerife: Artemisa Ediciones, 2006. 133 p. Clásica; 6. ISBN 978-84-96374-27-0.