Al escritor inglés John Wyndham (1903-1969)
le gustaba escribir sobre invasiones alienígenas, qué duda cabe. Habitantes de
otros planetas que se introducen en el nuestro con afán de conquista,
violentando nuestras existencias cotidianas en las que se instala lo extraño
cuando no lo imposible. Al menos en sus novelas más conocidas. Si en El día de los trífidos (1951) son unas
despiadadas plantas del espacio las que se adueñan del planeta, más por
cuestión de supervivencia que por maldad, las pobres, en esta Los cuclillos de Midwich (1957) adoptarán
la forma de niños, los hijos de los habitantes de un pueblo inglés tranquilo y
olvidado por la historia que se verá impelido a entrar en ella de una manera
brutal. No siempre las visitas eran con afán de conquista, como en Chocky (1968), donde el alien solo desea
hacer amistad con un niño terrestre. Pero sí planteaba en todas sus novelas
argumentos e ideas originales y, por qué no, hasta subversivas.
En El
día de los trífidos, los humanos se verán arrastrados a cometer
barbaridades en su afán por sobrevivir, olvidando su razón de ser: la
humanidad. En Chocky se plantea el
rechazo a todo lo que se desconoce solo por esto mismo, por ser ajeno. Aunque
no versa sobre una invasión ni una visita amistosa por parte de los
extraterrestres, sí que en su novela Las
crisálidas (1955) arremete contra el fundamentalismo religioso de una forma
feroz. De nuevo el rechazo a todo lo que es diferente a nosotros, la
incapacidad de comprender al otro hasta el punto de no dudar en matar a los
propios hijos si estos no son considerados “de los nuestros”. Y esto mismo pero
justo al revés es lo que Wyndham plantea en Los
cuclillos de Midwich: los extraterrestres serán tus propios hijos. ¿Los
matarías por la supervivencia de tu especie? Porque no hay opciones de
convivencia. En Las crisálidas
Wyndham tomaba y nos hacía tomar partido por los niños evolucionados que
suponían un avance de la especie. Pero en Midwich los niños son invasores del
espacio, y su exterminio se hace obligatorio si se quiere sobrevivir. De nuevo
la temática de la supervivencia a cualquier precio, de nuevo la evolución de la
especie que nos lleva a tomar medidas drásticas tanto si se quiere eliminar
como si se desea seguir: no hay término medio en sus novelas. Uno debe elegir,
se ve forzado a pensar, a dialogar con lo que lee. Y lo maravilloso de Wyndham
es que llega a hacernos pensar sin dejar de ser nunca entretenido hasta la
pasión.
En Los
cuclillos de Midwich el planteamiento es de una fuerza y una originalidad
que desarma al poco de comenzar la lectura. Todo un pueblo queda atrapado en
una cúpula que deja sumido en un extraño sueño tanto a los que están en su
interior como a aquellos que se aventuran a entrar. Un día de aislamiento tras
el cual todo vuelve a la normalidad. O eso parece. En las cercanías se ha
divisado un extraño objeto con forma de platillo volante que ha estado detenido
junto al pueblo todo el tiempo que ha durado su aislamiento. Y a los pocos
meses, todas las mujeres del pueblo están embarazadas. El horror de no saber
qué se está gestando en su interior junto a la lucha contra las convenciones
sociales (entre ellas hay mujeres solteras y chicas muy jóvenes) se funden en
un relato llevado con mano maestra. Porque no solo se trata del horror, sino
también del amor que una madre no puede dejar de sentir por su hijo pese a
desconocer el mismo por qué de su embarazo. Una temática difícil que Wyndham
nos narra con una elegancia magnífica, sin eludir nunca lo más escabroso y sin
caer jamás en lo sensacionalista. Porque en definitiva, si en Las crisálidas lo que se cuestionaba era
si por la evolución deberíamos matar a nuestros padres, aquí es si por evitarla
debemos matar a nuestros hijos.
Quizá el único problema de esta novela que se
lee en un suspiro, que te envuelve y te atrapa de manera que no hay quién abandone
hasta terminarla, es que los niños extraterrestres aparecen demasiado tarde y solo
toman presencia casi al final de la misma. Para cuando podemos “oírlos” hablar
por primera vez, sus actos ya nos han hecho tomar partido y la decisión de
acabar con ellos no resulta tan dolorosa. Y eso que nunca dejan de ser niños
asustados que solo desean sobrevivir. A cualquier precio, claro, pero es que
todo es como la vida en la naturaleza salvaje: devorar o ser devorado. Los
niños son más fuertes, pero son inferiores en número. Su fría lógica y su
superior inteligencia los hará invencibles en cuanto crezcan un poco más y
desarrollen todo su poder. Hay que exterminarlos cuando aún son adolescentes.
Resulta curioso, quizá paradójico, que el único humano, Gordon Zellaby, que
tendrá claro que es una cuestión de matar o morir, sea el más inteligente, el
que más amistad o cercanía ha logrado con los niños, el único que los conoce
bien y en el que ellos confían. En realidad, es un padre que deberá tomar la
decisión de asesinar a sus hijos para salvaguardar su propia especie. Un tema
casi bíblico, Abraham sacrificando a Isaac, solo que aquí no se trata de una
petición ciega de un dios cruel, sino de la supervivencia exigiendo un
sacrificio inhumano.
Esta edición de la editorial Gaviota presenta
la traducción que se repite de una edición a otra de las pocas que ha tenido
esta novela en España. Una traducción nefanda que llega a resultar
incomprensible en algunos párrafos por su mala redacción. Si sumamos este uso
“particular” de la gramática a la mareante cantidad de errores tipográficos y
faltas ortográficas que contaminan el texto casi a cada línea, no queda sino
llegar a la conclusión de que esto es lo más extraterrestre del libro. Hay
momentos en los que se lee casi por abstracción: formando las frases en tu
cabeza. Un espanto, en fin.
En el año 1960 se realizó una adaptación
cinematográfica, El pueblo de los
malditos (Village of the Damned)
que a mi gusto supera a la novela, pues permanecen en esencia todos sus
planteamientos y los niños tienen una presencia más constante y poderosa. La
decisión de Zellaby, al tiempo que más dolorosa, también está mejor llevada.
Sus dudas y certezas se entienden mejor y alcanzan más profundidad precisamente
por el hecho de haber sido simplificadas en su versión para el cine, obra de la
soberbia adaptación de Stirling Silliphant, Ronald Kinnoch y Wolf Rilla, este
último también como director. No entraré en detalles de qué supuso para mí la
primera vez que vi esta película. Por muy importante que me resulte, a vosotros
os aburrirá sin remedio. Baste saber que una fotografía de los niños de esta
película es la imagen que preside este blog.
WYNDHAM, John. Los cuclillos de Midwich.
(Traducción de Barbara McShane y Patrick Alfaya McShane); (ilustración de
portada: Enrich). Barcelona: Gaviota, 1986. 302 p. Infinitum, ciencia ficción;
4. ISBN 84-7693-026-7.