¡Qué
fantástico título para un relato de terror! Sin embargo, no es el caso de esta La casa del páramo (The Moorland Cottage, 1850). O al menos no es el caso si a género
fantástico se refiere, pues en sentido estricto este maniqueo cuento de nuestra
adorada Elizabeth Gaskell (Elizabeth Cleghorn Stevenson en su lozana soltería)
consigue infundir pavor: no otra cosa se siente cuando leemos qué tipo de vida
servil y gris hacen llevar a la protagonista de esta amarga historia, la joven
Maggie, destino infame que comparte con tantas heroínas de la época, bien es
verdad. Pero este sentimiento también es provocado por el insufrible y melifluo
aroma a incienso clerical que infecta algunas de sus páginas. Elizabeth Gaskell
era hija de un pastor de la Iglesia Unitaria inglesa, y la pobre además se casó
con un ministro de la misma. Por algún lado debían salir tan malas influencias,
qué remedio.
Elizabeth Gaskell escribió, sumado a lo
anterior, esta novela corta con el objetivo de ser publicada como cuento para
la Navidad de 1850. Quizá este destino la llevó a derramar un exceso de almíbar
en muchos de sus párrafos. Los buenos de esta historia son de una pureza tal
que uno llega a preguntarse cómo es posible que caminen en vez de levitar sobre
los luminosos campos.
A día de hoy la bondad de la niña Maggie
resulta algo cursi y beata, y la maldad de su hermano mayor Edward, al menos de
niño, podría considerarse más bien la propia de un carácter desabrido. Pero
donde la diferencia de encararse y afrontar la vida que los separa se mantiene
inexpugnable es en la crueldad que en todo momento Edward muestra para con su
hermana pequeña solo por el hecho de que él es un hombre, de pensar que el
género es razón suficiente y justificada para ser un déspota. No todo puede
estar mal si ha salido de la mano de la Gaskell.
Poco más ofrece este relato, por desgracia.
Su desaforado final es un puro desastre en su intento de resultar patético (de
pathos, digo) y emocionante, buscando con desesperación digna de otras causas
hacer saltar las lágrimas al lector. Y un auténtico dislate argumental. Gaskell
abandona su elegancia habitual, sus excelentes dotes de narradora, para
encadenar una situación increíble tras otra, todo precipitado y amontonado en
un barullo tal que da pena, a mí al menos, viniendo de quien viene.
Resulta
muy curioso, eso sí, y muy interesante comprobar cómo el cine de desastres, en
este caso el incendio y posterior hundimiento de un barco, sigue paso a paso lo
que aquí nos cuenta nuestra idolatrada (no en esta ocasión, qué se le va a
hacer) autora: hay cosas que ni siglo y medio han hecho cambiar. No digo que
fuera un patrón que inventara la Gaskell: se trata de unas convenciones
argumentales que se siguen utilizando de idéntica manera hoy en día. Vamos, que
solo ha faltado lo de la orquesta tragada por las aguas sin dejar de tocar...
Pese a las elogiosas palabras que Charlotte
Brontë escribiera sobre él, me veo obligado a confesar, por si alguien aún lo
dudaba, con verdadera desazón que este relato no me ha gustado demasiado. Pero
como al tiempo me siento inflamado por el espíritu santurrón que domeña sus
palabras, con las que en tantas ocasiones se aclama a Dios, a nuestra capacidad
para ser buenas personas y para ejercitar el don del perdón y del sacrificio,
insto a todos aquellos que lo vayan a leer o que lo hayan leído, y me insto a
mí mismo, a poner en práctica dichos rasgos de humanidad y bonhomía y propongo
perdonemos así a la maravillosa Elizabeth este insignificante tropiezo. ¡Venga,
que nadie diga de nosotros que somos una pandilla de rufianes! ¡Perdonadla,
malandrines, u os las veréis conmigo!
GASKELL, Elizabeth. La casa del páramo. Traducción de Marta Salís.
Barcelona: Alba Editorial, 2009. 189 p. Clásica; CIV. ISBN 978-84-8428-437-6