Henrietta
Dorothy Everett (1851-1923), Huskisson hasta el día de su boda, fue una
escritora británica que publicó su obra bajo el seudónimo masculino de Theo
Douglas, al menos hasta que decidió mostrarse con su verdadero nombre: el éxito
de sus libros no se vería ya mermado por la circunstancia de que quien los
escribiera fuera mujer. De hecho, el volumen que incluía originalmente todos
los relatos mostrados en este La máscara
de la muerte y otras historias (The
Death-Mask and other Ghost, 1920) ya fue firmado por H. D. Everett, una
feliz anciana de casi setenta años que había iniciado su carrera literaria a
los cuarenta y cuatro. Pero dejemos ya estos pequeños datos que podemos
encontrar sin mayores problemas en la Wikipedia y vamos a lo importante:
¿merece la pena leer estos antiguos, casi un siglo de vida, cuentos de
fantasmas? Pues vaya pregunta si estáis aquí, en el blog de los terrores
viejunos. Pero cuidado, que antiguo no es viejo, y que H. D. Everett demuestra
que mantener maneras amables y enmarcarse en un modelo de literatura
tradicional no impide respirar auténtico horror en sus momentos más inspirados,
y que no salpicar las paredes con vísceras e imágenes de impacto no significa
que sea incapaz de conmoverte y dejarte tocado por dentro. Los relatos
fantasmales de Everett crean una atmósfera enrarecida y extraña que te va
envolviendo como una bruma sobrenatural, una niebla mefítica que te hiela los
huesos justo cuando crees que todo es paz ante esa chimenea junto a la que
humea tu taza de té. Que no os engañen los comentarios que los tildan de
apolillados: si lo que queréis es estremeceros de verdad y no realizar una
visita a la carnicería de tu barrio, estas son vuestras historias.
La
antología se abre con el relato que le da título, La máscara de la muerte (The
Death-Mask, 1920). En él nos encontraremos a un apagado viudo que deberá
serlo por siempre pues su esposa muerta no le permitirá que abandone su
condición impidiéndole que vuelva a contraer nupcias. Y esto gracias a un
endemoniado pañuelo embrujado que hará que el rostro de la difunta se dibuje en
cualquier trozo de tela cuando el atribulado ex marido se encuentre con otra
mujer. Sus contornos aparecerán de manera antinatural acosándolo sin piedad.
Una curiosa y refinada venganza de ultratumba, o una condena en la que el
espectro encadena a un vivo a su último deseo antes de morir: que él no intime
con nadie más. Narración contada por el protagonista a un amigo tras una
copiosa cena en el saloncito de fumar, funciona a la perfección hasta llegar a
su truncado final. Pareciera que Everett se conforma con desvelar el horror
pero sin llegar a una solución. Incluso siguiendo la idea propuesta por la
autora de que nuestro hombre acepta su funesto designio, la sensación que permanece
es la de que la historia termina justo cuando acaba de empezar. En Los dedos de una mano (Fingers of a Hand, 1920) acontece algo
parecido: lo importante es la descripción del instante en el que lo fantasmal
se desata, aquí una mano (bueno, para ser exactos, solo los tres dedos que
sostienen la pluma) espectral que advierte del peligro en el que se encuentran
los habitantes de una casa, una aparición que previene, que avisa de un
inminente desastre. Aunque en esta ocasión sí que la narración se dirige hacia
un fin. Estos dos primeros relatos cumplen de sobras con su función de hacernos
vibrar de miedo, que ya es bastante, pero es justo a partir de ellos que el
tono sube y ya no se trata solo de hacernos temblar, sino de que las historias
profundizan en el sentido del horror y permanecerán por más tiempo en nuestra
memoria, o en nuestro subconsciente volviendo a cada instante en que nuestro
día a día nos retrotrae de manera accidental a algún momento coincidente con lo
leído, impregnándolo todo de un sentido de lo fantasmagórico difícil de dejar a
un lado.
El teléfono (Over the Wires, 1920) es una perfecta
mezcla de los horrores de la I Guerra Mundial con una trama fantástica. Aunque
la idea de recibir una llamada telefónica de ultratumba a día de hoy se nos
antoje poco original, Everett nos la narra con la fuerza de quien transita
terreno aún apenas hollado. Aquí entramos en aguas más desoladoras y tristes,
el fantasma que se despide de su ser amado, aquel a quien no volverá a ver en
vida. Se alinea con un clásico del calibre de Los amigos de los amigos (The
Friends of Friends, 1896) de Henry James, pero con el toque más actual y
moderno, en la época de la autora, de que sea un teléfono la herramienta de
comunicación entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Alejándose de los
castillos góticos, de los pasadizos húmedos y de las mansiones lúgubres, como
ya estaba haciendo su coetáneo M. R. James y como lo había iniciado pocas
décadas antes Joseph Sheridan Le Fanu. ¡Lo del “terror actual” no es cosa de
los ochenta del siglo XX!
En
El pequeño fantasma de Anne (Anne’s Little Ghost, 1920), un fantasma
con el aspecto de una niña de seis años, que bien podría ser el que tuviera la
hija de la pareja protagonista, Anne y Godfrey, si aún estuviera viva, se
materializará en el lugar más improbable: la casa que han elegido para pasar
las vacaciones de verano. Entorno luminoso y vibrante que no impedirá que la
aparición se muestre con inusitada solidez, sus rápidas pisadas reverberando
con su sonido en las calurosas tardes de estío. El que la joven Anne pierda sus
fuerzas y se marchite también apunta a que el pequeño espectro esté tomando
forma a partir de su deseo de volver a tener a su perdida niña entre los
brazos. ¡Se parece tanto a ella! El amor maternal dando vida a un espíritu.
Everett conforma así un excelente relato de estructura y desarrollo sencillos,
pero preñado de profundidad y múltiples lecturas.
La cortina carmesí (The Crimson Blind, 1920) es, lo digo ya,
un sensacional relato de casa encantada contado en dos tiempos o partes. El
protagonista, Ronald McEwan, es un niño bastante crédulo: cree sin dudar en la
existencia de los fantasmas. Es retado por sus dos burlones primos por esto
mismo a pasar una noche en el exterior de una casa embrujada, ante una ventana
famosa porque al llegar la noche se ilumina, estando la mansión abandonada, en
su luz perfilándose una sombra allí donde no debería de haber nada. Ronald teme
que el reto conlleve una pesada broma por parte de sus parientes, por lo que
accede pero con cautela. Sin embargo, para sorpresa de los tres, viven una
verdadera e impactante experiencia sobrenatural. Años después, Ronald,
convertido ya en un hombre maduro, retornará a la misma casa como invitado de
unos amigos que la han reformado y hecho habitable. Tan cambiada está que el
pobre Ronald al principio ni la reconoce, aunque también influye en el olvido o
el débil recuerdo que han pasado veinte años desde su primera visita. Y ahora
es alojado en la habitación que tanto tiempo atrás mostró el porqué de su fama.
La cortina carmesí no deja de ser un
relato clásico de empaque tradicional, pero la viveza y el juego entre lo que
es real y lo que es falso, lo representado o lo incluso imaginado, le dan un
toque soberbio: el de la absoluta credibilidad. Everett nos sumerge en él sin
escapatoria. La noche que Ronald adulto pasará en la habitación encantada nos
hará sentir los fríos dedos de lo espectral con una intensidad poco común.
En
El camino solitario (The Lonely Road, 1920) nos encontramos
con un perfecto ejemplo de fantasma protector. A la hora de enfrentar una
caminata nocturna en un sendero con reputación de peligroso… ¡qué mejor
compañía podríamos hallar! Modélico y sencillo hasta el punto de que podría ser
narrado como anécdota personal por cualquiera que se pusiera a ello sin
problemas. Una de esas historias, sí, que bien podrían hacernos pasar por real
en cualquier programa de parapsicología. Los
gaiteros de Mallory (The Pipers of
Mallory, 1917) nos inundará con el sonido de las gaitas escocesas, aquí por
supuesto sopladas por gaiteros fantasmales cuya música será preludio de muerte
para una conocida familia de las Highlands. La
pared susurrante (The Whispering Wall,
1916) nos lleva de nuevo de visita a una casa encantada dominada por las voces
que recorren las paredes susurrando anuncios de muerte, de nuevo fantasmas que
profetizan desgracias. Y que tengamos como telón de fondo la I Guerra Mundial
impregna de mayor tristeza aún la muerte de un amigo.
La
leyenda ancestral transmitida de padres a hijos que pervive en el presente y
las solitarias y salvajes Highlands serán también en La bruja del agua (A Water
Witch, 1920) el escenario donde se desarrollará la historia. La misteriosa
mujer blanca que atrae al ganado al río, donde los animales se ahogan tras oír
su llamada, es el viejo cuento que atemoriza a todos los habitantes de la zona,
sobre todo porque también ha sido vista tomando forma en la espuma del agua al
golpear las rocas, allí donde su voz resuena más irresistible, y es capaz de
arrastrar a los pobres incautos que se crucen con ella al fondo oscuro de las
aguas. Pero Everett no se detiene en esta ya de por sí fascinante historia
arraigada en el recuerdo y la tradición: hay una profunda nota de tristeza en
este relato difícil de explicar. Quizá sea porque la protagonista, Frederica
(Freda), no deja de ser una joven solitaria ahogada en un lugar que vive
inmerso en el espanto y un hombre que la reclama para sí sin derecho alguno. La
evidente antipatía que la narradora, Mary, su cuñada, siente por ella nos hace
más patente aún, de manera indirecta, su soledad. La frialdad de las palabras
de Mary al describirla, su distanciamiento de la joven pese al respeto debido
(Freda es la esposa de su hermano) y la manera de juzgar negativamente las
muestras de amor hacia su esposo refuerzan la sensación de aislamiento de
Freda. Es como si se superpusieran dos historias aquí: una la de Mary, la que
ella a través de su voz nos cuenta, y otra la de Freda, que solo conocemos
interpretando lo que su cuñada nos dice tras su mirada de cierto desprecio, o
cuando menos carente de cariño. La narración fantasmal contribuye a la
melancolía, la tristeza y soledad en las que se desenvuelve Freda. Esta misma
no parece nada más sino otro espectro débil, enfermizo, casi inconsistente, en
un mundo fantasmal. La bruja del agua
es un relato excelente, de atmósfera opresiva casi sin que nos apercibamos de
ello, inaprensible de alguna manera. Todo es sutil aquí, un rastro de suspiros
y zozobra, todo pareciera inofensivo en su sobrenatural delicadeza, pero la
muerte y el horror yacen latentes bajo sus amables formas.
La máscara de la
muerte y otras historias ha sido editada por La biblioteca de Carfax, con lo que
podemos afirmar que viene siendo su habitual buen gusto, y una portada
espectacular obra de Rafael Martín Coronel, cuyas imágenes al frente de todas
las publicaciones de la editorial contribuyen a darle una evidente unidad y
personalidad. Ha resultado una experiencia fantástica comprobar que al leer
estos relatos de Henrietta Dorothy Everett se muestran inmunes al paso del
tiempo: su hálito fantasmal, como corresponde a todo buen espectro, es
inmortal.
EVERETT,
H. D. La máscara de la muerte y otras historias. Ilustración de cubierta:
Rafael Martín Coronel; traducción de María Pérez de San Román. Madrid: La
biblioteca de Carfax, 2019. 183 p. (La biblioteca de Carfax); 12. ISBN
978-84-949232-1-0.