Hay
tebeos que ejercen una influencia casi mágica, una fascinación que su mismo
deslumbramiento dificulta el poder enfrentarse a ella, explicarla, hacerla
comprender a los demás. A mí esto me sucede con las aventuras de Tomás El Gafe, del genial Franquin. Gaston
Lagaffe en su original francés.
Al fin se
publican en España, de manera cronológica y completa, los álbumes de ese
taumaturgo de lo cotidiano que es Tomás. Dibujado y guionizado por Franquin
(ayudado en los fondos por Jidéhem), uno de los maestros absolutos de la
escuela franco-belga de la historieta. Todos recordamos su trabajo en las
aventuras de Spirou, Fantasio y Spip, personajes que no fueron creados por
él, pero que con él alcanzaron sus mejores momentos, los más apasionantes. Y a
los que sumó la que sin duda es la gran aportación a estas aventuras: el
marsupilami. La creatividad e imaginación de Franquin se alzaron como un
monumento en forma de este personaje increíble que llenó de locura las páginas
de Spirou. Durante el período que Franquin estuvo al frente de las aventuras de
Spirou, el marsupilami, la mascota que desplazó casi de forma definitiva a la
ardilla Spip, fue su personaje estrella, llegando a protagonizar uno de los
álbumes: el maravilloso El nido de los marsupilamis (Le nid des marsupilamis, 1957). Si bien,
bajo la mano de Franquin, la aventura que considero más redonda, un tebeo que
debería ser leído y amado por todos aquellos que sienten devoción por la
historieta, es Qrn en Bretzelburg (QRN sur Bretzelburg, 1963), la sátira más ácida, cruda y divertida
que he leído jamás sobre las dictaduras. Porque, vale, las hay más ácidas, y
más salvajes, y más terribles... ¡Lo que queráis! Pero no más divertidas sin
ceder nada de los calificativos mencionados. Y eso que ya en El
dictador y el champiñón (Le
dictateur et le champignon, 1954) Franquin había dejado bien clara la
opinión que le merecían los autoritarismos.
Al final
de su vida, Franquin nos regaló otra de sus creaciones admirables: las Ideas
negras (Idées
noires, 1977-1983).
Historias de por lo común una sola página, muchas de ellas manchas de tinta
sobre las que dibujaba en blanco, en las que nos dio su visión más amarga y
cruel de la vida, pero una vez más también la más divertida. Inolvidable
aquella historieta en la que nos mostraba cómo un tipo se suicidaba de tres
formas distintas a la vez, o aquella otra en la que un pobre infeliz era
acosado por su condición de fumador hasta que se colgaba en su oficina ante la
mirada “compasiva” de sus compañeros que ya le iban avisando, siempre con buena
intención, claro, de lo malo que era el tabaco para la salud...
Pero, a
mi gusto, su cumbre creativa es Tomás El Gafe. Adoro a este personaje. Chico
para todo de la editorial del señor Dupuis (sus protagonistas serán los
dibujantes, los guionistas, los directivos, administrativos y secretarias de
dicha editorial), en un principio se nos muestra como un vago indomable que se
pasa el día durmiendo en la oficina, cocinando en la oficina o cuidando de una
vaca... ¡en la oficina! Pero al tiempo se nos irá mostrando otra faceta: su
capacidad como inventor de los más insólitos cachivaches, siempre ideados para
realizar el menor esfuerzo posible y cuyos resultados serán invariablemente
desastrosos (unas veces para él, en la mayoría de los casos para los demás).
Esta capacidad del personaje, de Tomás, será la que paulatinamente se adueñará
de las historietas, no centrándose tanto en la más pura vaguería para
mostrarnos aspectos más interesantes. Yo me atrevería a decir que
revolucionarios. Porque los inventos y la huida de la realidad de Tomás irán
adueñándose de sus aventuras cotidianas. Su enfrentamiento es siempre pasivo, inconsciente,
pero sus supuestas locuras dejan en entredicho la seriedad de quienes lo
rodean, los cuales, por lo general, acaban imbuidos y contagiados por el
espíritu anárquico que mueve a Tomás. Pero olvidaos de las proclamas: la
revolución de Tomás es sincera, por lo que huye de dogmatismos. Es la
imaginación desbordada que crece y se expande, que se enfrenta a la aburrida
cotidianeidad dinamitándola, haciéndola añicos, haciéndonos cómplices de su
inocencia no domesticada, no exenta de aspectos negativos que, en lugar de
ensombrecerla, no logran sino hacerla más real, más posible.
En un
principio es al pobre Fantasio a quien le toca hacer de ogro, de jefe en
perpetuo estado de cabreo regañando a Tomás, aunque ya apunté que en más de una
ocasión son quienes le rodean, incluso el mismo Fantasio, los que acaban
contagiados de sus locuras, disfrutándolas tanto o más que nuestro
protagonista. Emblemática al respecto es la buena de Jeanne (la señorita
Juanita de las antiguas ediciones), la secretaria menos atractiva de la oficina
que profesa una encendida fascinación romántica por nuestro héroe, al cual
aplaude todas sus ocurrencias por extravagantes que sean.
En fin,
que no me cansaré de alabar y recomendar a todos la lectura de estas
fascinantes aventuras. Aventuras que tienen lugar en el más cotidiano y gris de
los entornos: un edificio de oficinas. Aventuras invadidas, desbordadas,
desbordado el lector, por la más exultante fantasía. En definitiva, se trata de
la lucha de siempre, la única que merece la pena: la imaginación contra la
realidad. El único bálsamo, el único lugar al cual aferrarse y sobrevivir. Y
divertirse, por descontado.
FRANQUIN.
Tomás El Gafe. Traducción de Mireia Rué. Barcelona: Planeta De Agostini, 2007.
19 v. ISBN 84-674-3336-1.
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