La segunda aventura de La Sombra, uno de los héroes de la literatura pulp más grandes e influyentes de cuantos han existido, es esta Los ojos de La Sombra, que Walter B. Gibson, bajo su alias de Maxwell Grant, publicó al poco de salir la primera. Es mejor que la anterior, con una trama de misterio más elaborada y con las intervenciones de La Sombra mucho más eficaces y emocionantes. Al fin le vemos con su capa, con su sombrero de ala ancha y su voz gutural prevenir a los bandidos antes de atacarlos o “invitándolos” a que abandonen la carrera criminal si no quieren vérselas con él.
También le vemos vulnerable pese a sus poderes sobrehumanos: encerrado en una habitación con un montón de malhechores, logra escapar con vida en uno de los momentos más trepidantes de la novela. Con vida, sí, pero con poca vida. Aunque su huida es espectacular, el hecho de que no salga ileso del terrible encuentro lo humaniza de algún modo y, sobre todo, infunde en el lector la idea, que ayuda a generar tensión, de que La Sombra también puede morir en su lucha contra el mal. O cuando menos ser detenido.
Y aquí también descubrimos quién se oculta tras tan extraña figura: La Sombra no es otro que el joven millonario Lamont Cranston. Más humanidad para un personaje que hasta este instante era… Pues eso: una sombra.
Con la aparición ocasional de Steve Cronin, un criminal de baja estofa que ya tuviera una pequeña intervención en La sombra viviente, y con el coprotagonismo de una nueva galería de villanos entre los que destacaría al viejo avaro, tramposo y maquinador, la consabida mente maestra tras todo crimen bien pergeñado, de nombre Isaac Coffran. Bueno, y al siniestro Jupe, del cual todavía no sé si es un simio o un humano con aspecto de gorila…
La trama de misterio se desarrolla tras un curioso robo que desencadena toda una serie de asesinatos, citas misteriosas, torturas refinadas, aparatos de radio y televisión, el colmo del aparataje técnico de vanguardia en aquellos tiempos, utilizados para tareas de espionaje y comunicación, ruinas siniestras, enterramientos en vida y la persecución desesperada de las joyas que suponen la herencia de un militar zarista. ¡Cómo no nos iba a gustar! Por momentos asemeja una película de terror de la Universal, que ese mismo año de 1931 había estrenado el Drácula de Bela Lugosi bajo la dirección de Tod Browning (y sí, vale, al parecer también de Karl Freund) y estaba a punto de hacer lo mismo, si no lo había hecho ya, con el Frankenstein de James Whale y Boris Karloff.
Estas influencias expresionistas y góticas, herederas de las novelas de terror decimonónicas, del folletín europeo y de la propia literatura gótica de siglos atrás, tienen su claro reflejo en Los ojos de La Sombra no solo en la aparición de las ruinas como telón de fondo de la acción, de cementerios, de tumbas, de pasadizos secretos y mazmorras, todo al final tan pulp, sino en la tremebunda mansión del malvado Coffran. Una mansión en pleno New York que en su interior más asemeja el castillo medieval siniestro de cualquier novelón de nuestra admirada Ann Radcliffe: pasadizos, trampas mortales, trampillas que se abren repentinamente en el suelo, paredes y techos que se desplazan para aplastar a quien haya quedado atrapado por ellos, habitaciones que se inundan de mortíferos gases, pasillos oscuros e interminables y voces siniestras y risas macabras para completar la función. Todo un festival gótico y macabro con vendajes aventureros y pulp. Todo un festín para los amantes de las novelas de misterio.
Todavía La Sombra como personaje estaba por desarrollar (más), pero aquí su siniestra silueta iba tomando ya la forma que la convertiría en inmortal.
GRANT, Maxwell. Los ojos de La Sombra. Traducción de Esteban Macragh. Barcelona: Molino, 1936. 104 p. Hombres Audaces, La Sombra; 2.
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