viernes, marzo 21, 2014

Nuestra Señora de las Tinieblas (1977), de Fritz Leiber



No sé por qué he leído tan poco al escritor norteamericano Fritz Leiber (1910-1992) cuando todo lo que de él ha caído en mis manos me ha encantado. En especial su relato de ciencia ficción Un cubo de aire (A Pail of Air, 1951), uno de los mejores que he devorado del género, o al menos uno de mis favoritos. Hacía ya mucho tiempo que me apetecía leer su novela de terror Nuestra Señora de las Tinieblas (Our Lady of Darkness, 1977) y me he encontrado con una obra excelente, de atmósfera absorbente y maligna y personajes muy bien definidos, que muestran una naturalidad y una personalidad que los hace no solo creíbles desde el primer momento, sino quererlos y preocuparnos por ellos. Esto de por sí es un logro sobresaliente, pero hay que añadir que en algunos momentos resulta en verdad escalofriante, así que no hace falta que insista mucho en lo que he disfrutado leyéndola.

El protagonista, Franz Westen, un escritor de historias de terror y novelizaciones de un programa de televisión dedicado a temas paranormales, Profundidades extrañas, pareciera un trasunto del propio Leiber. Ambos acaban de sufrir la pérdida traumática de sus respectivas esposas y de salir de una destructiva adicción al alcohol. Los efectos de esta aún los sacude a ambos. También era un gran jugador de ajedrez como lo es Westen, y para rematar ambos se dedican a escribir novelas de horror. Un alter ego que funciona a la perfección pues como personaje posee una vida que trasciende con fuerza la ficción. Franz está leyendo un extraño libro titulado Megapolisomancy: A New Science of Cities, Megapolisomancia: una nueva ciencia de las ciudades, escrito por el enigmático Thibaut De Castries en la década de 1890, acompañado de un breve diario que atribuye a Clark Ashton Smith. Realidad y literatura se confunden pues este moderno Necronomicón con su inventado autor vienen avalados por un personaje real relacionado con el círculo de Lovecraft. Esta sensación del lector es la que también embarga a Franz, que en todo momento se ve atrapado en ese espíritu crepuscular de sueño vívido en el que las cosas reales parecen perder sus contornos. El diario de Ashton Smith está datado en 1928, y al parecer recoge una visita de este a De Castries en su apartamento, que resulta no ser otro que el que ahora ocupa Franz. Cuando este suba a la cima de Corona Heights, una colina que domina la ciudad de San Francisco, buscando respuestas a ciertos misterios que se empiezan a mostrar a sus ojos, viviremos uno de los sucesos más aterradores de la novela cuando sepamos qué contempla desde allí con sus prismáticos. Dos veces realizaremos con él este camino y por dos veces sentiremos un estremecimiento glacial cuando Franz se lleve los binoculares al rostro y descubramos que ve con ellos en la distancia. A mi gusto, son los dos grandes momentos escalofriantes de la novela. Hay más, claro, pero en estos Leiber muestra un gran cuidado en mantener la tensión y la sorpresa para que cuando el relato nos desvele sus visiones nos produzcan un impacto inolvidable.


Son muy interesantes dos conceptos que Leiber utiliza en la novela, de los cuales se sirve para trasladar los terrores ancestrales a nuestras modernas ciudades sin que se pierda un ápice de horror. Uno es la megapolisomancia, esta cualidad de presciencia y capacidad de predecir acontecimientos, la clarividencia asociada a ciertos lugares místicos de las grandes ciudades, y el otro la metageometría neopitagórica, un invento del ínclito De Castries: “(…) una especie de matemática con la que podían manipularse las mentes y los grandes edificios (¿y las entidades paramentales?)” (pp. 113-114). Leiber se basa en esto para crear una alucinante secta de elegidos entre los que cabe contar a los mismos Ambrose Bierce y Jack London: la Orden Hermética de Ónice. Su nombre devenga tal vez como reflejo de la real Orden Hermética del Amanecer Dorado, la cual también contó en sus filas con reputados escritores como Sax Rohmer, William Butler Yeats o Arthur Machen, el cual salió de allí, recordemos, molesto porque consideraba que la susodicha Orden no era más que un grupete de crédulos que confabulaban y teorizaban con grandes palabras sobre la nada. No es de extrañar que entre ellos se contara también el fatuo Aleister Crowley, que los superaba a todos en tontuna hasta el punto de que acabaron echándolo. Todavía hoy hay quién da crédito a esta Orden y a su corpus teórico, Magick, por lo que la confusión entre fantasía y realidad se multiplica en una espiral de confusión que literariamente es apasionante. Leiber suma caos a la trama haciendo aparecer en ella a Dashiell Hammett como el último discípulo de De Castries y trayendo a colación a H. P. Lovecraft, a M. R. James, a Carl Gustav Jung y a Thomas De Quincey (una cita suya, de la cual Leiber extrae el título de la novela, abre el presente libro) en una conjunción formidable. En fin, un locurón tremebundo que nos arrastra compulsivamente sin dejarnos tomar respiro. Porque Leiber, de manera más que inteligente, sabe introducir de vez en cuando notas de humor que lejos de romper la atmósfera ominosa de su relato lo hacen más cercano y real, más vívido pues.

Es muy bonita la forma en que Leiber incide en algunas de las ideas centrales subyacentes en la novela. Así las entidades paramentales, en una pregunta que no es sino diáfana afirmación: “¿Por qué no iban a tener las ciudades sus fantasmas especiales, como los castillos y los cementerios y las grandes mansiones antiguas?” (p. 42), le dirá en una conversación Cal, la joven y bonita vecina de Franz, a este. Y la megapolisomancia, relacionando siempre los edificios de San Francisco en sus descripciones con joyas, estrellas y estructuras antiguas y milenarias. La ciudad mostrada como un moderno Egipto en el cual las pirámides serían los altos rascacielos cuyo interior no albergaría a los muertos sino a los vivos. ¡Es el terror y el horror que supuran y expanden las grandes ciudades! “En verdad, las ciudades modernas eran los misterios supremos del mundo, y los rascacielos sus catedrales seculares” (p. 74). Inteligente también aquí el ocasional uso del lenguaje religioso para potenciar el carácter esotérico y espiritual que se desliza entre las líneas de este libro magnífico. Y repito, muy divertido sin que renuncie a ofrecer excelentes momentos de puro terror.       





LEIBER, Fritz. Nuestra Señora de las Tinieblas. Traducción de Rafael Marín Trechera. Alcalá de Henares (Madrid): Pulp Ediciones, D. L. 2002. 189 p. Avalon; 2. ISBN 84-95741-19-9.

6 comentarios:

WOLFVILLE dijo...


Una maravilla, sin duda. Leiber merece mucho más reconocimiento del que actualmente se le tiene. Ojala la reedición de su excelentísimo "Ciclo de Lankhmark" via Gigamesh empuje una nueva era dorada de nuevas edicines de su obra.

Supongo que conoces su cuento "La Chica de Ojos Hambrientos". Otra obra de arte.

Un saludo!!

Anónimo dijo...

José Luis: Lords of Salem, Suspiria...

Yo conseguí la novela con la portada que pones al principio de la entrada en los puestos de Cánovas, hace tiempo, y recuerdo haberlo pasado mal con su lectura, pero por la atmósfera que desprende, que me produjo cierto bajón.

J

Llosef dijo...

Wolfville: "La chica de los ojos hambrientos" es otro de los relatos de Leiber que he leído, y coincido contigo en que es magnífico. Los de Lankhmark sin embargo los tengo pendientes, ay.

J: sí que tiene un fondo oscurillo, pero también tiene su dosis de diversión...

WOLFVILLE dijo...


Pues te recomiendo los de Lankhmar, por supuesto. Hoy por hoy -y dado mi hastío por el género- estos relatos son los únicos de fantasia épica que me apetecería releer. Bueno, estos y los de E. Howard, obviamente ;)

Llosef dijo...

Pues me haré con él, que es verdad que el género de fantasía está cansino a más no poder. Será agradable encontrar algo apasionante de leer.

R. R. López dijo...

Me resultó intersante la atmósfera que crea en el libro, y como describe la relación que tienen todos los vecinos del inmueble, pero creo que al final la narración se desinfla, no es capaz de crear un clímax a la altura.