Cuando era niño y me iniciaba en la lectura
de cuentos fantásticos, tiempos en los que las adscripciones genéricas no eran
tan determinantes como ahora, allá entonces cuando todas las etiquetas eran
absorbidas por el siempre más elegante y aglutinador de “literatura
fantástica”, aquellos libros que prometían historias de “terror actual” me
daban un repelús fuera de lo normal. ¿Cómo que terror actual? Pero si lo que
molaba eran las catacumbas, las iglesias abandonadas, las ruinas, los fantasmas
ensabanados y los esqueletos retozones. Cuanto más antiguo, todo era mejor. No
dejaba de resultar chocante que por mucha modernidad que prometieran en sus
coloridas portadas sus protagonistas eran los de siempre: vampiros, hombres
lobo, brujas, zombies, practicantes de vudú y artes mágicas y arcanas, Cthulhus
de todos los colores… En fin, lo que variaba era que salían pisos modernos y
coches, televisores y demás aparatajes y decorados que cambiaban el telón pero
muy poco de la obra. También empezaron a salir psicópatas asesinos, que dentro
de la gama terrorífica para elegir siempre me han parecido los más aburridos
porque rozan más la sociología que lo netamente sobrenatural. La editorial
Martínez Roca con sus dos colecciones Súper Terror y Gran Súper Terror era el
paladín de esta nueva forma de enfrentarse al género a la hora de venderlo,
porque en su corazón anidaba lo de siempre vestido con ropajes de gran centro
comercial. No me importa confesarlo y confío en que mis palabras sean leídas
sin rechazo y sin rencor: era un niño y detestaba todas estas cosas nuevas.
De adolescente la cosa fue a peor, claro, que
para algo se pasa por esa edad: para oponerse a todo y refugiarse en lo que
nadie quiere, porque uno se ve a sí mismo como alguien a quien nadie quiere.
Pero el tiempo ha pasado y ahora que soy un medio anciano con poco camino por
recorrer como siga fumando estas cosas antaño “nuevas” pues resulta que son
viejas también. Y no puedo evitar mirarlas con un cariño infinito. Esto me ha
llevado a que poco a poco vaya leyendo los treinta libros que compusieron la
colección Súper Terror de la mentada editorial Martínez Roca. Ya escribí
reseñas de un par de ellos: Fiebre de sangre de Shelley Hyde y Miss Finney mata de vez en cuando de Al Dempsey. No lo hice de la mediocre y
aburridísima Nómadas (Nomads, 1984) de Chelsea Quinn Yarbro ni
de la anodina El susurro de la medianoche
(The Sound of Midnight, 1978) de
Charles L. Grant porque apenas se me ocurrió nada que decir salvo mantener un
denso silencio tras su lectura. También porque me cansa escribir sobre cosas
que no me gustan: es mucho más gratificante y divertido hacerlo sobre aquello
que nos apasiona. Esto trajo consigo que mi idea original de comentar todos los
libros de la colección en el blog se fuera al garete. Pero sí intentaré reseñar
todos aquellos en los que encuentre algo que me guste (y de los que tengo, que
todavía me faltan bastantes para completar la colección). Así ha sucedido con
este Las mejores historias de terror III,
una selección de relatos de la antología Nightmares
de 1979, una compilación realizada por el mencionado escritor Charles L. Grant.
Es un libro irregular, claro está, como no suele ser extraño en este tipo de
obras, pero incluye un relato sensacional y un par de ellos muy buenos, por lo
que ya tenemos golosinas para comenzar.
Aunque habrá que esperar, pues el libro se
abre con un par de relatos que justifican con creces los peores temores. Impulsos desconocidos (Unknown Drives) está escrito por el hijo
del gran Richard Matheson, Richard Christian Matheson, y al menos en esta
ocasión demuestra estar a años luz de su padre. Una historia de horror en la
carretera previsible y facilona que ni la supuesta sorpresa divertida y macabra
del final ayuda a hacerla mínimamente simpática. Igual de desatinados se
muestran J. C. Green y Geo W. Proctor en La
noche de los piasa (The Night of the
Piasa), que buscan en sus propias raíces, en su tierra natal, una trama no
solo original sino que dé valor a su propuesta y la justifique. Ya sabéis:
tirar del terruño para que parezca algo necesario. Pero en este caso y en
cualquier otro, es la mano del escritor la que nos guía y construye y la que
nos hace creer, no la temática escogida. Estos dos autores texanos beben de las
raíces nativas de los indios americanos, de sus posibles ancestros, pero esto
ni da profundidad ni credibilidad a una insustancial historia de teriomorfos.
Aburrimiento a mansalva en estos acercamientos al “terror actual” que devienen
más viejos que el más recóndito relato gótico. Pero no todo va a ser mala
suerte, y el tercero ya es otra cosa. Ray Russell, el autor de los excelentes Sardonicus (1960) y Sanguinarius (1962), nos traslada en Los amantes fugitivos (The
Runaway Lovers, 1967) a un pasado cruel donde reyes, nobles, reinas y
trovadores no tienen nada que envidiar de los protagonistas de la celebérrima Juego de tronos (Game of Thrones, tanto da la novela que la serie de televisión),
solo que con sentido del humor. Despiadado e irónico, sin que tampoco uno quede
impactado por su lectura introduce al menos un poco de diversión a la tremenda
en un libro que se había iniciado en un mortecino tono gris.
Como si el relato de Russell fuera una
premonición o supusiera una introducción suculenta, justo a continuación nos
encontramos con los dos cuentos más brillantes, sin duda mis favoritos, de esta
antología. El tronco del pescador (Fisherman’s Log) de Peter D. Pautz es
una narración de densa y ominosa atmósfera donde una tranquila tarde de pesca ve
rota su paz por lo extraño y lo inconcebible. Los dos niños protagonistas verán
alterada su felicidad casi idílica por la irrupción de un ser de pesadilla que
nos hará pensar en esos monstruos que pueblan nuestros peores sueños: la
infancia invadida por el terror ancestral que acecha siempre alerta y dispuesto
a turbar nuestra paz. Pautz nos traslada a la perfección a un mundo donde los
temores infantiles se adueñan de la realidad y les da vida en un entorno
luminoso y alegre como es la ribera de un río en un día estival, pero que también
es la niñez de los protagonistas despedazada con brutalidad. Pautz hace
explícito que los ritos de madurez implican la muerte de la inocencia. No puedo dejar de decir adiós (I Can’t Help Saying Goodbye, publicado
originalmente en la revista Ellery’s
Queen Mystery Magazine en su número de mayo de 1978) de Ann Mackenzie va
aún más lejos en su reflejo de una infancia atravesada por el horror, o quizá
mejor sería decir cómo la infancia es consustancial a él y lo lleva consigo. El
entrecortado e inocente relato en primera persona de una niña de nueve años es
sin duda el más estremecedor de esta recopilación. Mackenzie pone voz con
maestría a esta niña que sin pretenderlo, apenas sin ser consciente de ello,
lleva la muerte allá donde va. O quizá sea tan solo que puede anticiparla… En
cualquiera de los dos casos, un cuento cuya mirada cargada de candidez
multiplica la extrañeza con la que la autora nos obliga a mirar y a escuchar a
esta sorprendente niña prodigio que nunca te llevarías a tu casa aunque sí al
trabajo, claro, que allí sí que nos vendría bien. Todo en él es tan encantador
como terrible, y como he indicado a mi gusto supone la pequeña joya de esta
antología.
Ramsey Campbell es un autor consagrado en
esto del terror actual, pero por más que lo intento no hay manera de que me
guste algún relato suyo. El vagabundo de
medianoche (Midnight Hobo) es de
una apatía tal que es imposible evitar que se contagie a su lectura y que
aburra hasta lo indecible pese a su brevedad. No interesa la trama, una
criatura que se oculta en un túnel a la espera de sus víctimas, ni su
protagonista, un locutor de radio un tanto plasta, ni el estilo mortecino y pretencioso
de Campbell. Cómo la cercanía de esta tontuela criatura que no produce el más
mínimo espanto al lector afecta al protagonista, al que parece que sí atemoriza
con su presencia, en su trabajo podría haber logrado funcionar en otras manos,
quien sabe, si se le hubiera prestado un tono más angustioso. Pero esas peleas
laborales en las que un trepa recién llegado hace la competencia al prota, el
empleado de toda la vida amenazado por el nuevo como lugar común retrillado por
Campbell, deviene una historia descafeinada contada sin el más mínimo espíritu,
sin alma. Solo queremos terminar cuanto antes y pasar a cualquier otra cosa. Hasta
me lo leí dos veces por ver si acaso era culpa mía no poder entrar en la
narración. Sí, así puedo llegar a ser de ingenuo. Serpientes y tortugas (Snakes
and Snails) de Jack Hadelman II va de vampiros en los pantanos sureños de
los Estados Unidos. Así puede que hasta os suene bien, pero se queda a medio
camino de todo. Otra lástima. Peor todavía me resultó Nápoles (Naples,
publicado por primera vez en la antología Shadows
en 1978) de Avram Davidson, del que lo único que se me ocurre decir es que en
el libro su nombre aparece como Avran. Lo olvidé casi antes de haber terminado
de leerlo. De nuevo lo actual estaba más muerto que una piedra. Menos mal que
el final me reservaba si no ninguna sorpresa especial sí al menos un poco de
diversión. Al viejo estilo, eso sí.
Portada: Ronald Walotsky.
Lo mató
con un palo
(He Kilt It with a Stick, publicado
por primera vez en The Magazine of
Fantasy and Science Fiction en febrero de 1968) de William F. Nolan es un
relato divertido protagonizado por un obsesivo y enfermo asesino compulsivo de
gatos. Y en la postrera venganza de estos. No es ninguna maravilla, vale, pero
es que con un título así solo podía recibir de nosotros nuestra mayor simpatía.
Nolan es también el autor de La fuga de
Logan (Logan’s Run, 1976) junto a
George Clayton Johnson y de las dos continuaciones de esta en solitario. Y
llegamos al fin con La criatura (The Ghouls, 1975) de R. Chetwynd-Hayes,
otro relato en tono medio de broma sobre zombies modernos utilizados como mano
de obra barata en nuestro mundo “actual”. Podría haber resultado una
incendiaria salva contra el sistema capitalista que nos explota y nos exprime,
pero no va más allá de la anécdota macabra. No pasa nada porque así sea, pero
su carencia absoluta de la más mínima densidad y fuerza no ayudan a hacerlo
perdurable en nuestra memoria. Charles L. Grant., el antologuista de este libro,
nos prometía en su introducción que aquí íbamos a encontrar a los maestros de
este terror actual que huye de lo viejo. Y lo cierto es que solo hemos
encontrado historias viejas vestidas con ropajes modernos: pocas cosas hay que den
más penilla. Pero nos quedamos con esos relatos que sí nos han gustado y que si
bien no marcan ningún camino nuevo ni abren nuevas vías al relato de horror sí
que nos han estremecido y apasionado hasta conmovernos. Al final no importa el
tiempo: importan las sensaciones que perdurarán en él.
GRANT, Charles L. (comp.). Las mejores
historias de terror III. Selección e introducción de Charles L. Grant;
traducción de Hernán Sabaté; ilustración de
cubierta de Salinas Blanch. Barcelona: Martínez Roca, 1984. 159 p. Súper
Terror; 7. ISBN 84-270-0847-3.
4 comentarios:
Me gusta mucho este post, porque me ha hecho recordar las mismas cosas que tú escribes aquí respecto al terror y la colección Super Terror que todavía conservo. Tu crítica es constructiva y amena, además de pensar y sentir lo mismo que tú. Temible Richard Christian Matheson que lo he ido encontrando en algunas antologías. “La mediocre y aburridísima Nómadas”, que leí hace muchos años pensando que me encontraría con una historia fantástica, porque la idea no es mala, pero solo se quedó en idea. La película es mucho peor. Mencionas al poco mencionado Ramsey Campbell. Ya añadiría sus novelas a las cuales siempre les sobran páginas. No hace mucho volví a releer Mazareth Hill, y creo que lo hubiera solucionado mejor en un relato esa idea. De los ingleses me gusta algo más al olvidado James Herbert y al primerizo Clive Barker, pero de todas maneras me siguen gustando más esos escritores que ya eran extraños en vida como Jean Ray o Algernon Blackwood, como su libro de relatos Casa vacía. Robert Bloch es otro de los que aprecio mucho en el formato relato: El que abre el camino, Dulces sueños y Escalofríos. Me atrevo a decir que su trilogía de Psicosis es magnífica pero aún creen algunos lectores que esa trilogía tiene que ver con lo que hizo Anthony Perkins en su serie como actor y director. Y para no hacerme pesado, las antologías de terror, como cualquier otra, siempre tienden a engrosas más cosas malas que buenas. No obstante, a veces, sí se ha dado la extraña situación de que han caído en mis manos aquellas viejas colecciones con el nombre de Alfred Hitchcock (que no tiene nada que ver con él) donde se centra exclusivamente en el terror, como por ejemplo Relatos que me asustaron, donde leí por primera vez Kraken acecha de John Windham cuando esa novela no se podía conseguir en las librerías, o la colección Participe del terror, donde descubrí un relato de Algernon Blackwood nunca publicado en español titulado La confesión, que me pareció magistral. Y paro que ya está bien de dar la lata.
Como siempre, un placer pasarse por aquí.
Un cordial saludo.
James Herbert me encanta, sobre todo su novela Hechizo, la que más me ha gustado de las que he leído suyas. Me ha llamado la atención lo que comentas de la trilogía Psicosis de Bloch, a la que no le he echado cuentas nunca pero que tus palabras me han puesto en alerta buscadora, jajaja. Blackwood es de mis autores favoritos, y Wyndham también aunque ese "Kraken acecha" aún lo tengo pendiente, ay. ¡Gracias Francisco por pasarte y comentar, y sobre todo por ese apunte sobre Bloch! Lo tendré muy en cuenta.
Fabuloso encontrar despues de muchos años un blog que hable de estos libros, tuve varios de esa coleccion Martinez Roca y los disfruté muchísimo. Gracias por hacerme recordar!
Gracias a ti Nes por detenerte un momento en este solitario blog y comentar. ¡Saludos terroríficos!
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