Imaginad por un momento que podéis
desplazaros en el tiempo y en el espacio y visitar el hogar de uno de vuestros
escritores favoritos. Imaginemos. La casa de bambú y madera en las Islas
Vírgenes de Henry S. Whitehead, con el aroma de la jungla y el vudú embriagando
nuestros sentidos. La casa señorial de Mary Wollstonecraft cercada por una
tormenta infernal en una noche de invierno, con el fuego de su gran chimenea
del salón reconfortando nuestros corazones. La buhardilla bohemia y siempre
abarrotada de gente estrafalaria y locura de Maurice Renard. O que visitamos la
mansión victoriana y sobria de Arthur Conan Doyle de la mano del mismísimo Bram
Stoker. ¿Lo estáis imaginando? Pues bien: una de estas cuatro visitas puede
hacerse realidad. Solo hay que abrir las páginas de este libro, Cruzando la puerta mágica (Through the Magic Door, 1907), y
enseguida el autor de Drácula, en
fantástica introducción a lo que está por venir, nos acompañará al interior de la
casa de Conan Doyle, nos hará avanzar por uno de sus pasillos hasta su
biblioteca y nos dejará sentados frente a él, cediendo todo el protagonismo de
este encuentro único al anfitrión.
Seguro que os sucede también: entráis en una
casa por primera vez y vuestros ojos buscan casi sin querer las estanterías de
libros. En muchas ocasiones supone una búsqueda vana. Casi más un deseo que una
realidad de que ojalá haya allí algo con lo que entretenernos durante la larga
velada en la que nuestra atrofiada y raquítica faceta social deberá abrirse
camino por un muro de disgusto hasta lograr hacernos parecer medio humanos.
Humanos sociables, se entiende, que para nada es el mejor tipo de humano, si
bien desde luego sí el más aceptado. Esto último no nos preocupa lo más mínimo,
seguimos mirando alrededor, un acto reflejo buscando la biblioteca. Y lo normal
es que no la haya, o que si la hay resulte tan escuálida como nuestra capacidad
de socializar, imposible detener la vista en ella más de un par de minutos o de
mantener nuestra atención alerta. Pese a lo horrible que nos pueda parecer
leemos todos los títulos. Sin embargo, hay veces que no sucede así. Hay veces
en que encontramos unas librerías llenas de joyas conocidas o por conocer,
donde perdernos sin tener en cuenta el tiempo, donde de repente esa tarde
aburrida en la que uno tendrá que ser amable y sonreír y realizar otras cosas
de mal gusto se transforma en un viaje plagado de libros maravillosos. Ahora
estamos en una de esas mágicas tardes. Estamos en la casa de Arthur Conan
Doyle. Y él mismo, el mismo Doyle en persona, nos va a enseñar una a una cada
estantería de su biblioteca comentándonos los volúmenes guardados en ella.
¿Imagináis velada mejor? Yo tampoco, claro que no. Puedo imaginarla igual. Jamás
mejor.
Tras la fantástica introducción de Bram
Stoker al hogar de Doyle todo está preparado ya para atender a la relación de
los volúmenes que adornan sus estanterías. Porque no otra cosa es este
maravilloso estudio: un recorrido por los libros preferidos del creador de
Sherlock Holmes y el profesor Challenger. Y resulta irónico que citemos estos
dos ciclópeos personajes de su creación cuando sabemos que Doyle por lo que
anhelaba ser recordado era justo por su otra faceta, la de autor de novela
histórica, algo de lo que tomaremos prístina nota según avancemos en la lectura
del libro aunque jamás se nos diga de manera explícita. Porque autores
gigantescos, de pulcro renombre, autores de la novela más seria y del ensayo
más reputado junto a tomos interminables de historia es lo que Doyle nos
mostrará orgulloso y apasionado de entre su colección. Y su pasión es
contagiosa, tenemos que decir. Así se suceden
Macaulay, Walter Scott, Boswell, Samuel Johnson, Edward Gibbon, Samuel Pepys… Auténticos colosos ante
los cuales no nos sorprende la admiración de Doyle por ellos ni que tengan un
lugar destacado en sus filas, aunque sí nos hace desear que se detenga también
en los más oscuros y menos reconocidos. Eso sí, un deseo casi etéreo porque la
narración y las explicaciones de nuestro anfitrión son ajustadísimas y
entretenidas, y sentimos de forma tan potente que estamos allí con él asistiendo
a su amable charla que podríamos seguir escuchando horas y horas aunque nos
empezara a hablar de la pesca de la trucha con mosca, de fútbol o hasta de
boxeo. Pero vaya, justo esto último, otra de sus grandes aficiones, es el
corazón del quinto capítulo: todo un repaso a la historia pugilística, a sus
héroes y a los escritores que de todo ello nos dejaron constancia.
Por cuestión de afinidad, es el siguiente
capítulo el que me llegó más hondo, pero que no signifique esto que me pareció
el mejor. Doyle nos deja aquí sus opiniones sobre el relato, y son bien
curiosas. Afirma que Dickens jamás escribió un cuento corto memorable (cuando
al menos sí que nos legó uno genial: El
guardavías, The Signalman, 1866),
y salva por los pelos en este apartado a su idolatrado Scott. Justo lo
contrario afirma de Poe y Stevenson: alaba sin fin sus relatos pero no así sus
producciones más extensas. Tampoco importa: sus palabras sobre ambos
escritores, aun cuando les saca algún defectillo, están tan llenas de amor que
no podemos más que asentir en silencio y no decir ni una sola palabra pues
justo ahora menos que nunca querríamos interrumpirle. Y a continuación ofrece
una lista de sus relatos preferidos, unas páginas que se leen con las manos
temblorosas de excitación y deteniéndonos a cada línea para apuntar los
títulos, tanto los que ya hemos leído como los que aún no. Hay sitio para Bret Harte,
Maupassant, Kipling, Nathaniel Hawthorne (del cual afirma hacérsele poco grato
de leer), Bulwer-Lytton, el genial Quiller-Couch, Grant Allen y Ambrose Bierce.
Una selección mareante, cuando menos.
Tras esta profunda andanada Doyle sigue con
los libros de historia (apartado especial para las crónicas napoleónicas), los
grandes novelistas del siglo XVIII (siempre anglosajones, claro, que para algo Doyle
insiste sin cansancio en que la cultura dominante es la suya, la que representa
el mundo civilizado), poca poesía y sí muchos libros de viajes, ciencia y
ensayo (capítulo en el que de nuevo Doyle se inflama con encendidas palabras hacia
Stevenson, ahora a propósito de su prodigioso Virginibus Puerisque). Llegamos al final y sentimos que debemos
marcharnos, se nos ha hecho algo tarde y es hora de abandonar su biblioteca y
sentirnos de nuevo otra vez más solos. Hemos echado un vistazo al maravilloso
mundo que nos espera tras la puerta mágica, allí donde la literatura es un
bálsamo, un refugio de belleza, una fuente cristalina de aguas puras que nos
llena de fuerza y vigor para poder así enfrentarnos a nuestra aburrida vida
cotidiana. Vemos por los ojos de Doyle, y a su lado hemos atisbado por unas
horas el paraíso. Esta es la magnífica segunda entrega de la editorial GasMask Editores. Por unos días no ha
podido hacernos más felices.
DOYLE, Arthur Conan. Cruzando la puerta
mágica. Traducción de Carlos Pranger y Miguel Ángel Villalobos (introducción de
Bram Stoker); notas de Carlos Pranger. Málaga: GasMask Editores, 2015. 256 p.
Desiderata; 1. ISBN 978-84-944090-0-4.
2 comentarios:
Hola
Vaya, siempre sorprendes con los libros que muestras.
Lo de Dickens es cierto: sus cuentos no tienen el nivel de sus novelas pero algunos de ellos son mejores que otros.
Se espera que varias editoriales traigan libros a este lado del charco. El lío está en que se publican en España y eso eleva el precio.
Felicitaciones por tu libro, cinéfago.
Saludos
Hola Black:
GasMask es una editorial pequeñita pero que promete grandes libros. Están a punto de editar una biografía de Lovecraft de más de 700 páginas. Ojalá pudieran llegar hasta allí sin que el coste se disparase demasiado...
¡Y gracias por las felicitaciones!
Un abrazo.
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