lunes, noviembre 05, 2007

Miss Finney mata de vez en cuando (1982), de Al Dempsey




Sí, lo confieso abiertamente: me encantan las portadas macabras de algunos libros, con sus esqueletos de barraca de feria, sus cuchillos ensangrentados y sus hachas recortándose a la luz de la luna. Si ya se ve alguna cabeza volando gracias al tajo certero del asesino de turno, ni os cuento la sensación que me embarga. No insisto porque no quiero que algún programa espía de internet me detecte como posible autor de crímenes turbulentos.

La portada (obra de Jordi Vallhonesta y Salinas Blanch) de este mediocre a rabiar libro de Al Dempsey, Miss Finney mata de vez en cuando (Miss Finney Kills Now and Then, 1982), reúne algunos de los elementos que hacen que me detenga a contemplarlo extasiado y a desear leerlo, pese a tener la convicción plena de que no sacaré nada bueno de ello. Es como cuando uno ve cómo se van formando en el televisor, gracias a ese invento maléfico llamado dvd, las dos palabras mágicas: Bela Lugosi (como ejemplo paradigmático). Y a uno le empieza a temblar todo el cuerpo, se relame de gusto y se prepara para pasar una hora enfrentado al terror puro. Aunque sabe de sobra que ese terror no llegará ni por asomo. Pero nos alimentamos de esa esperanza vana. Total, la vida nos depara decepciones infinitamente peores que la peor de las películas de Bela Lugosi.

Ya desde un primer momento me llaman la atención esas letras del título, como descolocadas, que incitan a pensar que algo demencial y atroz, perturbado, se oculta en su interior. Estamos en la antesala del horror. Solo un paso más y seremos absorbidos por la negrura. Pero lo verdaderamente espectacular es ese dibujo del esqueleto en silla de ruedas. Fijaos en ese gorro de colorines brutalmente kitsch y en ese gato que parece sacado de una carpeta de adolescente o del videojuego Hello Kitty (vale, vale, tal vez no tanto, pero por ahí; y sí, sí, lo he jugado con mis sobrinos). Lo siento: verlo y necesitar leerlo fue uno. Y eso que el anuncio bajo el título (“Ella necesita matar... Una novela de horror sobrenatural”) enfriaba bastante el encuentro.

Un encuentro que reconozco gélido, pero que tampoco me atrevo a considerar una experiencia desagradable.

Fue fácil imaginar este libro como una de esas películas inglesas de finales de los sesenta y principios de los setenta de la Hammer o la Amicus ambientadas en la época moderna, tales como El aniversario (The Anniversary, Roy Ward Baker, 1968) o A merced del odio (The Nanny, Seth Holt, 1965), o bien como ese clasicote de lo macabro que es ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, Robert Aldrich, 1962). Con toda seguridad debido a que estamos enfrentándonos a un ambiente familiar malsano, pero sobre todo porque no dejaba de imaginarme a esta terrible Miss Finney, la que necesita matar, con el rostro ajado pero inolvidable de Bette Davis en estas películas.


El que la trama se desenvuelva tal que una historieta de terror de un viejo cómic de la EC también ayuda a hacerla vagamente simpática. Vagamente, porque como obra literaria resulta nefanda. Para qué engañaros: no busquéis aquí ni bellas metáforas, ni imágenes sugerentes, una trama elaborada o ni tan siquiera personajes debidamente no ya delineados, sino ni tan siquiera esbozados, con profundidad sicológica (una de las protagonistas cambia de opinión de una página a otra aún me pregunto por qué, aparte de por un intento irrisorio de Dempsey por dotarlo de humanidad o algo así: aventuro demasiado de las intenciones del autor, que igual ni pretendía llegar a tanto, solo dar sustos o rellenar alguna paginilla más a costa de las dudas y remordimientos macbethianos, expresados de manera pésima, del personaje). Que no, que no estamos leyendo a Stendhal, pero es que ni tan siquiera el bueno de Dempsey nos regala una de esas orgías de sangre y destrucción tan típicas de James Herbert, por poner un ejemplo.

Pero, creedme, tiene su encanto. Encanto macabro, claro, huelga decir. Y es que si en todo naufraga, no así en mostrarnos momentos malsanos servidos por unos personajes abyectos a ratos. Como esas viejecitas de Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace, Frank Capra, 1944). Pero sin compasión.

Cuando Dempsey se lanza a un alarde poético poniendo voz a los recuerdos de la decrépita Miss Finney y el horror cede ante una historia de amor realista ambientada en la Primera Guerra Mundial, la cosa provoca un pavoroso sonrojo, tanto por su torpeza narrativa como por su descaro: fusila esa historia de Hemingway (que hemos visto en tantas películas, a mi gusto la mejor la maravillosa versión de Adiós a las armas / Farewell to Arms que dirigiera Frank Borzage en 1932) de la enfermera que busca a su amado en las trincheras del frente, una historia que el bueno de Hemingway pretendía pasar por verdadera (con él de protagonista y la Ava Gardner de Las nieves del Kilimanjaro -The Snows of Kilimanjaro, 1952- tal y como la interpretaron Henry King y su equipo, seguro).

Si finalmente queda algo de provecho es un desenlace de una amoralidad que, hay que decirlo, se echa en falta en más de una ocasión en el género. Un toque de sana mala leche que rehúye de lleno cualquier tipo de sermón ejemplarizante con los malos debidamente castigados por pecar. Leyendo otras obras, hay veces en que uno no sabe si está leyendo una novela de género fantástico o la gacetilla dominical de la iglesia del pueblo.

Así pues, una mala novela, una ficción barata que provoca emociones truculentas primarias. ¡Bienvenidas sean!

DEMPSEY, Al. Miss Finney mata de vez en cuando. Traducción de Jordi Fibla; ilustración de cubierta de Jordi Vallhonesta y Salinas Blanch. Barcelona: Martínez Roca, S. A., 1983. 187 p. Súper terror; 6. ISBN 84-270-0835-X.

martes, octubre 30, 2007

El percherón mortal (1946), de John Franklin Bardin


John Franklin Bardin (1916-1981) nos dejó una obra breve pero intensa. Si bien la novela negra es el género bajo el que se adscribe, lo más interesante de la misma, al menos para el espectro descarnado que esto firma, reside en los vericuetos por los que se desarrolla, más afines a la más extravagante literatura fantástica que al propio relato criminal.

El percherón mortal (The Deadly Percheron, 1946) quizá sea su novela más conocida. Delirante, extraña, imbricada y con tantos giros argumentales, sorpresas y casualidades como en el mejor Harry Stephen Keeler o el mismo Paul Auster. Macabra y sórdida hasta el punto de provocar un mal rollo considerable, hay que reconocer que una vez empezada es imposible abandonar su lectura: se lee en trance. Podríamos emparentarla sin dificultad con la excepcional película de Tod Browning La parada de los monstruos (Freaks, 1932). ¿Qué tienen todos estos nombres en común? Pues su gusto por presentarnos personajes deformes, monstruosos, que de una u otra manera viven en la miseria o en la más completa marginalidad, un empeño casi suicida por permanecer en ellas y un cúmulo insospechado de casualidades inauditas que los llevan de un lado a otro como barcos en una tormenta. Bueno, más que tormenta, un ciclón del Caribe o un auténtico maelström poetiano.

La paranoia del protagonista, la absoluta locura que lo envuelve, esa sensación de que ni lo que ve resulta de fiar pues su mente está trastocada, y la pregunta que se eleva durante casi todo el relato (¿quién soy en realidad?) repitiéndose y golpeándonos sin piedad hacen pensar también, claro está, en John Franklin Bardin como el Philip K. Dick de la novela negra.


Porque todo este desquiciante libro no deja en ningún momento de responder al esquema clásico, convencional, del género negro: hay que resolver este maldito crimen, este embrollo infernal. Y al final del mismo nos espera la consabida explicación. Solo que en esta ocasión Franklin Bardin no nos muestra un final, sino en apariencia dos: dos epílogos. El primero, un broche que, de haber terminado así, habría que considerar en serio esta novela como una cumbre del fantástico delirante. El segundo, la resolución que cabe esperar dentro del género: parrafada final poniendo las cosas en su sitio. Una lástima que la sensación que permanezca, claro, sea la del segundo. Sería interesante conocer si Bardin pensó en el primero como el final definitivo y aterrorizado, bien él o bien su editor, se viera impelido a añadir un final más digerible, o si por el contrario desde el principio ya pensó que todo llegaría a su fin por cauces más previsibles y asumidos por el género.

Las palabras de Cabrera Infante que se reproducen en la portada del libro (¡equipararlo con Poe, nada menos!) son, a mi entender, una evidente exageración (tal es mi caso líneas más arriba a costa del maelström), pero tampoco del todo descaminadas o gratuitas. No es el único que lo compara con él, en cualquier caso. Si os animáis a leer El percherón mortal, tened por seguro que entrará a formar parte de ese selecto grupo compuesto por los libros más raros que habéis leído en vuestra vida. Que la profusión de nombres que he utilizado para intentar definirlo no os haga pensar que se trata de un imposible cruce de cosas impensables: es la única manera que he hallado de acercarme, de forma vaga, a describir la experiencia absorbente y enfermiza de su lectura.

BARDIN, John Franklin. El percherón mortal. Traducción de César T. Aira. Barcelona: Ediciones B, 2004. 269 p. Byblos narrativa; 1295, 1. ISBN 84-666-1632-2.

martes, octubre 09, 2007

Sincretismo: Jesucristo Mazinger



El antiguo cementerio de P., pueblecito moribundo en la provincia de Badajoz, en plena Siberia extremeña, ofrece un curioso pero creo que a la vez perfecto ejemplo de en qué consiste la pura esencia de los tiempos en que vivimos: cadáveres y telefonía móvil.


No deja de sorprenderme, fascinarme, cómo habiendo trocado los tradicionales cipreses por esas frías estructuras metálicas el lugar mantiene cierto aire melancólico. Tal vez debido a que las torres asemejan esqueletos de un futuro no tan lejano, las formas descompuestas de enormes robots de manga japonés, derrengados Mazinger Z esperando su reanimación por toda la eternidad. O que la estructura del nuevo recinto, levantado sobre el montón de escombros, huesos al aire, que era el antiguo cementerio no puede resultar más espartano (una pared de cemento) y al tiempo de un hortera abracadabrante (esa estatua del Cristo sobre el pedestal, fruto de una sobredosis de vídeos cutres del carnaval de Río de Janeiro).



Estos son en verdad los nuevos dioses que han venido a sustituir a los viejos. Y desengañémonos: no son peores.

viernes, agosto 10, 2007

Cuentos góticos (1851-1861), de Elizabeth Gaskell



Podéis leer la reseña a este maravilloso libro de Elizabeth Gaskell en la página web El antepenúltimo mohicano, bajo el título Las historias macabras de una adorable dama, AQUÍ.

GASKELL, Elizabeth. Cuentos góticos. Traducción de Ángela Pérez. Barcelona: Alba Editorial, 2007. 541 p. Clásica; 94. ISBN 978-84-8428-348-5.

lunes, agosto 06, 2007

Harry Dickson: las aventuras originales, volumen 1 (1908-1909)


Más o menos todos conocen (todos los seguidores y admiradores de las aventuras del detective Harry Dickson escritas por Jean Ray, quiero decir) el origen de uno de nuestros detectives favoritos: una serie de novelas anónimas alemanas, pura literatura de folletín, editadas en forma de cuadernillos cuyo protagonista no era otro que el mismo Sherlock Holmes. Estas aventuras apócrifas surgidas al calor de Holmes fueron reeditadas en Holanda y Francia a finales de los años 20, convirtiendo al falso Sherlock Holmes en Harry Dickson y al bonachón Watson (aunque parece que el nombre con el que habían bautizado al ayudante de Holmes era Harry Taxon, relegando a Watson al olvido, según he creído entender...) en el pizpireto Tom Wills. Se encargó su traducción a Jean Ray, el cual se hartó pronto de traducir lo que consideraba un plomo de escándalo y se puso a reescribir dichas aventuras inspirándose en las portadas de los cuadernillos. Imagino que no solo por lo aburrido que le podría resultar, sino porque tal vez le fuera más sencillo, rápido y divertido rehacerlas que volcarlas del alemán. Y hasta aquí lo que cualquier aficionado de a pie conocemos.

Por esto creo que se debe agradecer a Francisco Arellano no solo la recuperación de esas aventuras originales que se publicaron en España antes de 1914 (como se nos indica, pues resulta difícil precisar la fecha), sino también el aclaratorio y estupendo prólogo en el que se nos despejan muchas dudas y se nos deja expedito el camino para entender mejor cuál fue el origen exacto de estas aventuras y las que Ray creara a partir de las mismas. Todo ello con el añadido de una magnífica tabla de títulos con correspondencias con ediciones posteriores y, para mí lo más valioso, qué hizo exactamente con cada una de ellas Jean Ray: si tan solo fue traductor, si añadió partes o si reescribió en su totalidad; incluso descubro alucinado que seis de ellas fueron reescritas por Gustave Le Rouge, personaje que todos los que hemos leído El hombre fulminado (L’Homme foudroyé, 1945) de Blaise Cendrars admiraremos y temeremos de por vida. Arellano indica las fuentes de las que ha tomado la información y, como regalo, nos lo presenta todo como si se tratara de una investigación de la cual aún no se sabe el resultado final: esto es, que termina con un apasionante continuará. Qué queréis que os diga: ¿cuántas veces habéis leído un prólogo que prometa continuación en la que se desvelarán más secretos? No concibo nada más a tenor con lo que se nos está presentando.

Se prometen al menos 16 volúmenes conteniendo cada uno de ellos cuatro aventuras, si bien se nos adelanta que habrá dos con seis aventuras (hasta 2018 solo se han editado cuatro volúmenes). La edición se completa con la reproducción de las maravillosas portadas, obra de Alfred Roloff, y de las ilustraciones interiores que adornaban los cuadernillos.

Todo sería perfecto si se nos anunciara también la edición de todas las aventuras de Harry Dickson creadas por Jean Ray, pero mejor no dejemos que nos devore la ansiedad. Seguiremos deshaciendo la edición de Júcar: cada vez que abro uno de estos libritos, sus hojas vuelan por la habitación.

La primera de las cuatro aventuras contenidas en este primer volumen de las historias originales de Harry Dickson (cuando para el lector de la época era Sherlock Holmes: para esta edición se ha optado por cambiar el nombre original por el que adquiriría posteriormente) es la titulada El veneno de Robur Hall (Das Gift des Robur-Hall, 1909). Lejos tanto de su modelo, el Holmes de Conan Doyle, como de las delirantes novelas de Jean Ray, resulta sin embargo más que entretenida. Confieso que me enfrenté a este libro pensando que no tendría interés más allá de lo arqueológico, pero el vago presentimiento de que quizá me llevaría una agradable sorpresa se vio confirmado enseguida. Cierto que su desarrollo resulta convencional en gran medida, se da alguna que otra incongruencia (una casa en la cual, al principio de un capítulo, el teléfono se ha estropeado, y desde la que, hacia el final del mismo, se realiza una llamada telefónica...) y los personajes carecen de la más mínima profundidad psicológica, pero la trama no decae, se sabe mantener el interés, y su aire de folletín rancio se muestra ventilado por un sano ambiente entre fantástico e ingenuo. Y cuando se pasa a la acción (tiroteos, persecuciones...), qué demonios, la he disfrutado como un crío.


La pista del violador de cadáveres (Auf der Fährte der Leichenräuber, 1908). Con tan sugerente título es difícil que esta aventura de Harry Dickson no nos sea agradable. Bien, de acuerdo, el tal violador lo es en el sentido de profanador de tumbas, pero de entrada nuestra imaginación más macabra se dispara y nos hace pensar en lo mejor. En fin, no hay para tanto, pero que nadie diga que es poco. La trama de misterio resulta muy entretenida, si bien depara pocas sorpresas: es imposible no adivinar de primeras quién es el extraño eremita que se oculta en el pantano. Los personajes están trazados a lo grueso: son producto de la más pura convención, y tanto Harry Dickson como su ayudante Tom Wills son esclavos de sus papeles (maestro y pupilo, respectivamente), dejando poco espacio a lo que de humanos puedan tener. Asemejan máquinas de trabajar: su única función en esta vida es resolver el caso correspondiente y, venga, a por otro. Pero sin la obsesiva y fascinante compulsión de su modelo: Sherlock Holmes, pura desesperación. Así pues, con una intriga simple hasta casi lo exasperante y unos personajes con un mínimo interés... ¿Por qué entretiene? ¿Por qué acaba enganchado su lectura y deja una impresión tan agradable? Primero, claro, porque reconocer las carencias de una obra no tiene por qué, necesariamente, llevarnos a despreciarla. Y segundo, porque también posee un gran valor: su ambientación. El pantano en el cual se desarrolla la acción resulta en verdad peligroso, infunden pavor esos paseos nocturnos que por él se dan nuestros héroes. Y, como en la anterior aventura, los toques fantásticos le dan un aire entrañable. En definitiva, un entretenimiento digno, pero entretenimiento no en ese sentido vacuo de no tener nada que hacer un domingo por la tarde y rellenarlo con algo, sino en el de tener por delante un desesperante domingo y salvarlo gracias a esta lectura. Hay una gran diferencia.


Los ladrones de mujeres de Chinatown (Die Mädchenräuber von Chinatown, 1909) supone un emocionante descenso a los infiernos de los fumaderos de opio de Chinatown y los terribles secretos que ocultan sus muros: rapto de jovencitas listas para el sacrificio en loor de misteriosas deidades orientales, cámaras secretas y pasadizos siniestros que horadan las casas del barrio amarillo. Y, por encima de todo, ese temor tan de principios del siglo XX a lo oriental. Terror propio del folletín, claro. Pero efectivo a la hora de hacerlo palpablemente peligroso. ¿Racismo? Si no adoras a Fu-Manchú, tal vez. Como curiosidad, aquí encontramos a Dickson sin la compañía de Tom Wills. Se nota cierta pretensión del anónimo autor de dotar de mayor personalidad a nuestro detective. Esto y las alusiones o llamadas de atención al lector dejan claro que quien concibió esta aventura no es el mismo escritor de las anteriores. Aunque tampoco esto importa: no es mucho mejor (ni mucho peor).


La última aventura del presente volumen, El doble crimen de los Alpes Bávaros (Doppelmord in die Bayrischen Alpen, 1908), se vuelca totalmente en mostrar un complicado crimen y darnos la solución final con el típico recurso de explicarlo todo en una conversación entre los protagonistas. Se unen así los hilos de la trama y se da salida mal que bien a ciertos cabos sueltos o pistas que se han dejado solo con el afán de despistar. Y, para qué decir lo contrario, el misterio en sí resulta indiferente. Lo que más me ha atraído de esta historia es su cuidada ambientación, entre la ciudad de Múnich y las montañas bávaras. Se nota un cariño y un cuidado especial en estas descripciones: el anónimo autor alemán parece dar lo mejor de sí en estas líneas. No es mucho, pero ayudan a dar credibilidad a las numerosas idas y venidas, carreras y peleas de nuestros héroes. Cuesta trabajo imaginar que en algún momento alguien pensara en Tom Wills como Watson (aunque ya he comentado que en el original quizá se tratara de un nuevo personaje, Harry Taxon): se le presenta siempre como un jovenzuelo animoso y activo, dispuesto a servir a su señor y maestro con diligencia. Y más difícil resulta pensar en este Harry Dickson como Holmes: derrocha simpatía con todos y trata con una afabilidad casi paternal a su pupilo. Esto es: ni por asomo se pretende parecer a lo que quiere suplantar. Así, solo se trata de usar sus nombres y el resto no importa. Y por esto el cambio de nombres efectuado en esta edición que recupera estas añejas peripecias se agradece, pues si como apócrifos no cumplen con rigor, como antecedentes del fascinante héroe de Jean Ray sí que tienen encanto.


HARRY Dickson, el Sherlock Holmes americano; volumen 1: El veneno de Robur Hall y otras historias descabelladas del rey de los detectives. Ilustraciones de Alfred Roloff; introducción de Francisco Arellano. Madrid: La biblioteca del laberinto, 2006. 208 p. Delirio, ciencia-ficción; 8. ISBN 978-84-934166-8-3.

viernes, junio 29, 2007

El monje Laskaris y otros relatos extraños y esotéricos (1902-1925), de Gustav Meyrink




La admiración que siento por la obra de Gustav Meyrink (Gustav Meier, 1868-1932) es absoluta. Si quieres leer la carta de amor que le escribí a esa novela fascinante que es El Golem (Der Golem, 1915) en la página de Cyberdark, búscala aquí. Dicho esto, debo añadir que no todos los cuentos incluidos en esta recopilación me han gustado, lo veo normal, pero aun así y antes de nada me veo impelido a pedir disculpas por el tono exaltado que en algún momento adoptaré en mi comentario a este libro. Imaginad a ese loco tan típico que aparece saltando entre las rocas en toda isla que se precie, o surgiendo de la espesura de una selva o caminando cual espectro sobre la duna de un desierto, barba blanca hasta los pies, ojos luchando por escapar de sus cuencas, mirada extraviada y ademanes bien fantasmales, bien espasmódicos; imaginad su discurso tras veinte años o más sin haber tenido contacto con humano alguno; imaginad su lengua reseca pegada al paladar y lo que esto puede afectar a su forma de hablar, a su discurso inconexo de palabras atropelladas; imaginad, imaginad, y cuando lo hayáis hecho, continuad leyendo.

Este volumen incluye una selección de relatos de las dos antologías de Meyrink Murciélagos (Fledermäuse, 1915) y Cuentos de alquimistas (Goldmachergeschichten, 1925), como se nos indica en el prólogo, algunos de ellos publicados con anterioridad. Da un poquito de rabia que no se incluyan las fechas y tampoco se indique a qué colección pertenece cada cuento, pero intentaré resolverlo en la medida de mis (tristes) posibilidades. Como ya he puesto fecha a ambas, lo que haré será añadir tras cada título la fecha correspondiente y así estará localizado en el tiempo y el espacio cada uno de ellos. A estas tonterías dedico mi vida, sí. Aclaro que no firmaría con mi sangre en un pergamino antiguo ante la presencia del mismo Mefistófeles la exactitud de las fechas fruto de mi búsqueda. (¡Qué fácil hubiera sido todo si desde un principio hubiera recurrido a la imprescindible página La tercera fundación!)

Por lo demás, la edición de Valdemar en su colección Gótica es un lujo, un auténtico placer. Primero, por editar a lo grande a un escritor del que saben que no van a vender una chufla: es una auténtica fortuna que Valdemar preste atención a este autor. Y segundo, porque se nota (o yo creo notar) mucha dedicación y cuidado en la traducción. Solo así me explicaría que José Rafael Hernández Arias haya mantenido con una llama tan enfebrecida y fantástica lo que considero un auténtico tour de force estilístico en español: el que supone la traducción del relato El maestre Leonardo.

Paso ya al primer cuento, El monje Laskaris (Der Mönch Laskaris, 1925). Es cierto que este relato histórico con resabios aventureros resulta muy entretenido de leer, pero de su mitad hasta el final, cuando lo histórico se adueña de la narración domeñando al resto, cae en lo cansino, tanto por la inconsistencia de los personajes como por la acumulación de anécdotas, no todas interesantes. Salvo por su temática (la alquimia y los alquimistas, tan requeridos por los príncipes de la época como los adeptos buscaban el oro), nada del Meyrink de El Golem aparece por aquí. Esto es, que el Meyrink sublime no hace acto de presencia y lo que encontramos a cambio es un narrador impersonal y sin fuerza. El interés del cuento radica exclusivamente en el interés que pueda provocar en el lector su desarrollo general y los múltiples meandros de lo narrado, sin confiar nada al estilo. Un hecho tras otro que si estuvieran entrelazados con más arte nos harían sentir menos pena. Pena porque este relato se extiende todo un tercio del libro. Puede ser considerado esotérico en la medida en que narra las aventuras de verdaderos alquimistas, así como las de diversos estafadores que con tales ropajes se disfrazaban, pero no en verdad porque esconda un mensaje o enseñanza ocultos. Y de extraño, lo que puede tener para un lector español ignorante (yo) esos nombres como alemanes tan largos y llenos de consonantes. Nada más. Comienzo frustrante, no porque se trate de un mal relato, sino porque lo considero indigno de quien lo firma.

Aunque Meyrink consideraba la alquimia no una patraña descomunal sino una realidad histórica, tampoco deja a un lado la verdad de los hechos de la época en que ambienta su narración: los alquimistas no dejaban de ser una pandilla de truhanes que recorrían las cortes europeas sacando tajada de la credulidad de los personajes aburridos y ociosos que las reinaban. A este respecto considero fundamental la lectura del libro de Angelo Maria Ripellino Praga mágica (Praga mágica, 1973; edición española en Seix Barral, colección Los Tres Mundos, Ensayo): ¡esta lectura sí que supone una verdadera iluminación! En las apasionantes páginas del libro de Ripellino se nos desentrañan algunas de las increíbles experiencias de este grupo de sinvergüenzas aparentemente iluminados que buscaban enriquecerse a costa de los más extravagantes cuentos en la corte bohemia del no menos enajenado Rodolfo II. Y no, no hay que ser un adepto creyente de la alquimia para disfrutar de Meyrink. Bueno, si pensáis que para disfrutar de verdad de la música de, por ejemplo, la Velvet Underground hay que meterse un pico, pues entonces sí.

El ópalo (Der Opal, 1913). Partiendo de una tan hermosa como terrible idea acerca de cuál es el origen de las piedras preciosas conocidas como ópalos, Meyrink no se muestra demasiado inspirado en el desarrollo de este breve relato. Todo parece limitarse a darle un poco de cuerpo a la brillantísima anécdota que sostiene el cuento, pero carece de misterio y emoción: da la impresión de estar escrito con prisas o con muy pocas ganas.

Afortunadamente, no sucede así con el memorable Bal macabre (1905). Meyrink nos narra en estado de trance una noche de alucinaciones y las correrías de la secta Amanita, con sus estrafalarios guardianes y su séquito de adeptos, vampiros y envenenadores. Un relato visionario repleto de imágenes que destilan una enfermiza y bella poesía macabra: la prostituta con el cuerpo de niebla, del que extraen cuerdas formando un arpa, quizá sea la más terrible e impactante. La ensoñación fruto de la droga de las setas envenenadas, en la que lo real es aún más deforme que lo que la imaginación nos puede enseñar, está magistralmente lograda. Aquí tenemos uno de sus grandes relatos, cuando abandona las formas tradicionales y se lanza sin miedo a la abstracción. Cuando Meyrink es de verdad Meyrink: cuando es en verdad extraño, cuando es inasiblemente esotérico. Cuando resulta GENIAL. ¿Pedí disculpas por mi tono exaltado? ¿Sí? ¡Pues al diablo las disculpas! Antes de terminar el libro, ya había leído tres veces este relato.


El gabinete de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett, 1913) goza de una interesante ambientación: ese gabinete ambulante de figuras de cera que más asemeja un circo de monstruos, de freaks, compuesto de muñecos, de autómatas, de cabezas humanas anormalmente conservadas y cuerpos sujetos a extraños experimentos. Meyrink resuelve el relato por medio de conversaciones entre los tres protagonistas y una visita al mentado gabinete. Narrativamente no funciona lo más mínimo: no importan ni la evolución o desarrollo de la trama ni su desenlace. Pero no deja de estar envuelto en una atmósfera turbia, enrarecida, y solo por eso supera, a mi gusto, a los dos primeros relatos del volumen. El hecho de que sea tan espantosamente macabro también ayuda lo suyo a que uno le tome cariño.

En Las plantas del doctor Cinderella (Die Pflanzen des Dr. Cinderella, 1913) encontramos de nuevo al mejor Meyrink: el de las calles sinuosas, las casas que asemejan humanos deformes recién salidos de sus tumbas, el del delirio preñado de angustia, el visionario del auténtico horror. Un relato en el cual lo cotidiano da paso al más puro infierno con una maestría que deja casi tan helado el cuerpo como el descubrimiento de qué son en realidad esas plantas que imaginamos cuidadas con amor y devoción por el doctor Cinderella, que a su vez es el narrador, que también es el siniestro egipcio, que no por esto deja de ser una estatua de bronce hallada en Tebas, y que al tiempo es la forma más sencilla de tomar la autopista más rápida que puedas imaginar a un mundo de pesadilla. Literatura fantástica en su más pura esencia: la destilación alquímica auténtica. En esta sí creo.

En El albino (Der Albino, 1913) se nos muestra cómo los antiguos saberes se han perdido, y las reuniones iniciáticas y místicas de las logias se han transformado en conciliábulos de taberna. Se ha trocado la adquisición de sabiduría por la ingestión de vino. Así se lamentan los viejos miembros de la logia que protagoniza este relato mientras los jóvenes adeptos se burlan de sus mayores. Estos atolondrados y juerguistas jóvenes deciden gastar una broma a los quejumbrosos mayores: parecen olvidar que no se debe hacer burla de los saberes ancestrales ni tomarse a chota esas cosas tan profundas y difíciles de entender por el vulgo. Estos jovenzuelos también parece que jamás en su vida hayan leído un relato de terror, qué demonios.

En fin, una historia de atroz venganza que se llevará a cabo gracias al afán de fiesta de los más tiernos seguidores de la secta. Pero atroz en verdad, creedme. Porque todo esto que he contado y que da la sensación de regodearse en el más desesperante tópico, es el esqueleto sobre el cual Meyrink da forma a un relato sensacional. La historia que da origen al deseo de venganza (una historia de venganza, a su vez: siempre el juego de muñecas rusas presente en Meyrink) resulta espeluznante (esos experimentos sobre el cuerpo humano que ya en los dos relatos precedentes Meyrink nos ha obligado a contemplar). Y la venganza en sí, no por previsible menos terrible. Con tal prodigio de emoción, de atmósfera y ambientación, desarrolladas con una mano maestra (la casa del albino de marras, las calles de la ciudad envueltas en sombras, la taberna ahogada en humo de tabaco), qué duda cabe en no definirlo, como se indica en el título del libro, como extraño y esotérico. ¡Cómo no apasionarse con su lectura!

El maestre Leonardo (Meister Leonhardt, 1915). (Advertencia: prometo no haber escrito las siguientes líneas bajo la influencia de estupefacientes). La lectura de este relato me ha llevado a plantearme vastas preguntas metafísicas. ¿Por qué amamos la literatura fantástica? ¿Por qué nos conmueve lo extraño? ¿Por qué el género de terror crea seguidores tan abnegados y fieles? Y, al mismo tiempo, a encontrar una sencilla respuesta: sin duda porque existen cuentos como este.

En él se nos presenta la lucha de la vida como una ordalía iniciática: un camino sembrado de espinas que solo podremos cruzar de la mano del conocimiento. Solo el saber nos alzará de la oscuridad y del dolor de la existencia: solo él restañará nuestras heridas. La luz es el padre. La oscuridad, la madre. Estas dos fuerzas combaten en el interior del maestre Leonardo, su destino lo arrastra y encadena, pero la búsqueda de la verdad lo liberará. Meyrink utiliza símbolos que no por asequibles resultan menos profundos (no siempre, claro; no siempre profundos, digo: comparar el resurgir a la luz del conocimiento con el plumaje del fénix de la vida es una imagen que resulta sonrojante en su candidez; si tras aseverar que este relato es magnífico pongo alguna falta es debido a que, palabra de Meyrink, somos dualidad). Como es habitual en su obra, la vida se nos presenta como un paseo entre la niebla. La dualidad de la cual partimos, la que nos enfrenta y confunde, la que nos abre el camino de búsqueda, es el origen y es el final. El final cuando comprendemos que esa dualidad no es enfrentamiento, sino la esencia misma de todas las cosas: la unidad. En resumen, un batiburrillo filosófico y religioso seudotrascendental (que no sorprenderá a los que hayan leído El Golem, donde todo esto alcanza en su forma y contenido la perfección más absoluta) que a mí me importa un comino, pero que narrado por Meyrink resulta un descubrimiento apasionante, una experiencia alucinatoria y mágica. También porque se nota, y lo transmite al lector, que en su parte final Meyrink ha bebido en esas fuentes no tan elevadas (o sí) que son las llamadas sustancias del demonio (vulgo: drogas). Y no solo porque el protagonista se meta, literalmente, un viaje lisérgico de campeonato. Resulta diáfano que autores como Robert Anton Wilson vieran en Meyrink un auténtico gurú, lo reconozcan o no. Tanto esotérico como literario: las últimas páginas de este relato podrían incluirse en cualquier libro del bueno de Anton Wilson y ni nos percataríamos de ello. Dicho esto como un rasgo enaltecedor para Wilson, ni que decir tiene.

Lo que engrandece la historia es su tono febril, urgente, narrado a las puertas de la muerte y temiendo no poder llegar nunca a su final. Y al tiempo (de nuevo la dualidad, que nos lleva a considerar este relato de Meyrink, al igual que El Golem, no solo eje de su filosofía, sino también de su estilo) con una distancia y una tranquilidad solo posibles con la obtención del conocimiento de que uno no debe esperar nada de este mundo porque, de alguna manera, ya se ha alcanzado otro superior. Así Leonardo recuerda su vida, como si estuviera viendo una película, una danza de sombras ante sus viejos y sabios ojos, mientras espera a abandonarla definitivamente. Y todo bañado en una elevada prosa poética: Meyrink engarza gema tras gema provocando en ocasiones una sensación casi de mareo. Un estilo tan depurado y hermoso que al intentar describirlo ya temo estar ensuciándolo.

En El canto del grillo (Das Grillenspiel, 1915) se nos presentan primitivas y malignas religiones orientales, contrarias al budismo, que perviven resistiendo al tiempo y a la razón. Meyrink nos habla de una de ellas con una mezcla chocante de incredulidad, extrañeza, relato de terror barato y filosofía. Pero lo más curioso es la delirante explicación que se muestra en este cuento sobre el porqué de la Primera Guerra Mundial. Ni se os ocurra aplastar a un grillo.

Meyrink prueba con el humor en De cómo el doctor Job Paupersum trajo rosas rojas a su hija (Wier Dr. Hiob Paupersum seiner Tochten rote Rossen Schenkte, 1915). Por supuesto, la trama es escabrosa y el sarcasmo vence a la ironía, pero para mí estos no son factores negativos. Conocemos a un empresario (¡un empresario de monstruosidades!) que trata de convencer al erudito Paupersum de que realice determinados experimentos: nuestro amable y desesperado sabio, por el bien de su hija, aceptará convertirse en un monstruo a cambio de una fortuna. Así habla el empresario, convincente: “—¡Señor doctor! ¡Escúcheme! No tire su fortuna por la borda. Toda su vida ha sido un error. ¿Y por qué? Ha llenado su cabeza de cosas y solo se ha dedicado a aprender. Aprender es una tontería. Míreme a mí: ¿acaso he aprendido yo algo? Eso de aprender solo se lo pueden permitir personas ricas de nacimiento, y entonces no se necesita. El hombre ha de ser humilde y... tonto, por decirlo así. ¿Ha visto alguna vez que un tonto haya sucumbido?” (p. 236).

Como es habitual, lo onírico y la ambientación tabernaria confieren al relato una atmósfera surreal, mágica. Meyrink nos transporta allí con su mano siempre (bueno, de acuerdo, casi siempre) maestra ejerciendo en nuestro espíritu un efecto de encantamiento: la magia, la verdadera alquimia de la lectura. Y de igual forma da un giro inesperado, trágico y hermoso, a este relato que apuntaba maneras burlescas. Ni de lejos es el mejor cuento de esta antología, pero es puro Meyrink.

La visita de J. H. Obereit a las sanguijuelas del tiempo (J. H. Obereits Besuch bei den Zeitegeln, 1915) es un cuento que había leído en anteriores ocasiones bajo los más diversos (y a veces chocantes: recuerdo que a estas sanguijuelas se las ha llegado hasta a traducir como... ¡tempijuelas!) títulos. Siempre se me ha antojado un relato bastante mediocre, hasta malo, pero ahora veo atemperada mi opinión por el convencimiento de que por primera vez entiendo en su totalidad qué es lo que se cuenta aquí, y me resulta terrorífico. También porque la superioridad estilística de esta traducción ayuda infinito a disfrutar de este cuento. No está entre mis favoritos, claro, pero a estas alturas ya me encuentro tan sumergido, tan embebido en el universo que, página tras página, Meyrink ha ido creando, que lo poco vale.

Sin duda, El cardenal Napellus (Der Kardinal Napellus, 1915) es el más esotérico de todos. Como suele ser normal en Meyrink, se describe una secta tan extraña como delirante. Del mismo modo que en el relato anterior, se explica que la paz de espíritu se alcanza con el abandono de cualquier sentimiento de esperanza o anhelo, algo así como convertirse en un vegetal humano (imagino que esta idea sería fruto de los devaneos con las religiones orientales de nuestro autor). En cualquier caso, esta felicidad que consiste en no tener el más mínimo deseo de obtenerla no deja de estar vestida con trajes terroríficos, horribles. No logro saber si para Meyrink es de verdad un paso iniciático (más bien el fin del camino iniciático), una burla macabra del mismo (una venganza descreída), o simplemente la forma de dar pie a momentos de una belleza mórbida (todo lo relacionado con la sangre y el acónito). Solo por esto último debería bastar: al menos para mí es suficiente. Aunque también me hipnotiza ese otro gran recurso habitual de Meyrink: reunir en una habitación a los tíos más raros del planeta.

El horror (Der Schrecken, 1902). La enseñanza moral final no anula la fuerza de este brevísimo relato. Oscuro, macabro, cruel. Las imágenes que destila Meyrink en su ponzoñosa retorta hacen honor a su título. Me encanta, claro.

Como en El monje Laskaris, en El extraño huésped (Der Seltsame Gast, 1925) se nos narra la aventura de un iniciado en el secreto arte de la alquimia y sus peripecias en la corte ansiosa de llenar sus arcas a lo fácil de turno. Vale para este lo que comenté para aquel, si bien en esta ocasión resulta una lectura más entretenida a pesar de que el estilo del Meyrink que amamos no hace acto de presencia: se habla de oro, pero se nos ofrece tan solo estaño.

Más que un cuento en sí, El relato del asesino Babinski (Die Erzählung von Raubmörder Babinski, 1917) asemeja un descarte de El Golem. Un atardecer sombrío, el barrio judío de Praga repleto de sombras y callejas, el ambiente sórdido de taberna patibularia... Y, claro, el protagonista de la absoluta obra maestra de Meyrink, el bueno de Pernath, y sus tres amigos: Zwakh, el anciano titiritero (en El Golem es él quien relata la historia del mágico ser de barro que tanto impactará a Pernath), el pintor Vrieslander (que protagoniza el inolvidable momento en que, tallando este la cabeza de una marioneta, Pernath ve de pronto todo lo que le rodea como si su cabeza fuera la del títere) y el músico Prokop. Aquí Zwakh cuenta a sus compañeros, semiocultos por el humo de las pipas que fuman y envueltos en el olor y los vapores del grog que beben, la historia del asesino Babinski. No se puede cerrar este volumen de cuentos de manera más admirable.

MEYRINK, Gustav. El monje Laskaris y otros relatos extraños y esotéricos. Traducción y prólogo de José Rafael Hernández Arias. Madrid: Valdemar, 2006. 309 p. Gótica; 66. ISBN 84-7702-552-5.


jueves, mayo 03, 2007

La décima víctima (1965), de Robert Sheckley



No he tenido oportunidad de leer el relato original de Robert Sheckley (La séptima víctima, Seventh Victim, 1953) que inspiró la película de Elio Petri La víctima número diez (La decima vittima, 1965), ni tampoco de ver dicha película. Así que mi comentario se limitará a esta novelización de Sheckley de su propio relato pasado por el tamiz cinematográfico: La décima víctima (The 10th Victim, 1965). Si queréis conocer algo, pero bien, sobre Sheckley y su obra, echad un vistazo a este artículo de Alejandro Caveda en el Sitio de Ciencia-Ficciónaquí.

En el juego de la Caza se es alternativamente Cazador o Víctima. Al alcanzar el número de diez asesinatos se entra de lleno en la gloria, se consigue el mayor de los éxitos, uno se transforma en leyenda. Pero para ello antes hay que evitar morir diez veces asesinando otras tantas. Este atractivo planteamiento servirá para enfrentar a nuestros dos protagonistas: Caroline y Marcello (en ambos se reflejan con claridad los rasgos de Ursula Andress y Marcello Mastroianni respectivamente, los actores que los encarnaron en la pantalla).

La presentación de los protagonistas se hace alternando capítulos dedicados a una y otro. Cuando el destino los una, compartirán capítulos. Una estructura tan sencilla y lógica no puede resultar sino perfecta.

Lo más curioso es cómo la tecnología que aparece en la novela, pese a ambientarse en el futuro, resulta definitivamente obsoleta. Así el gran ordenador que empareja a cazadores y víctimas: un gigantesco cachivache de metal que emite pitidos, chirridos y ruidos de engranajes pesados, con cientos de lucecitas parpadeantes, asemeja más bien, a nuestros ojos, un artefacto medieval. Pero en los 60 la idea de un superordenador solía identificarse con algo sumamente grande (como en la decepcionante El gran retrato -Il grande ritratto, 1960- del genial, no en esta novela, Dino Buzzati).

Sheckley derrota al tiempo, sin embargo, gracias a su atinado, cínico y brillante sentido del humor. Un futuro en el cual aún existen radioaficionados es prácticamente impensable (aunque vete a saber...), pero este supuesto da lugar a uno de los capítulos más descacharrantes de la novela: una burla despiadada de los grandes efectivos de espionaje y control, y de las personas que creen poseerlos y dominarnos con ellos. La tecnología acaba por no importar lo más mínimo. A su vez, la excelente caracterización de los personajes convierte en accesorio lo que les rodea. ¿Que en lugar de lasers supersofisticados aún se utilizan colts y derringers? Es lo de menos: nuestro autor hace tan vivos, tan reales, a quienes los llevan que el qué nos da igual. Y esta es su valía.


Tal cual para la retransmisión del juego de la Caza: lo importante no es el cómo, sino quiénes. En un juego en el cual uno puede perder la vida a cada paso, Sheckley nos presenta a una triunfadora que arrolla (Caroline) y un perdedor que encandila por su sola actitud ante la vida (Marcello), alguien al que “la experiencia había aportado solamente el residuo más amargo del placer que es la verdadera esencia del desencanto. (...). Y ello le había inducido a envolverse a sí mismo en aquella civilizada capa gris del tedio que algunos dicen que no es más que el reverso del abigarrado ropaje de la esperanza” (p. 115), y que debe recordarse “a sí mismo que los desilusionados, a través de la misma especialización de sus actitudes, son frecuente y peculiarmente propensos al mito del romance” (p. 116). Los caracteres están tan bien dibujados que nos interesa todo lo que les pueda suceder, aunque el marco en el que se desarrolla la acción se antoje descabellado a día de hoy. También es cierto que ese aspecto retro, sin ser esa la pretensión de nuestro autor, le da un encanto especial y puede servir para demostrar cómo cierta ciencia ficción obsesionada con el aparataje científico olvida lo que de verdad mueve el mundo: aquellos que lo viven.

El mismo concurso resulta simpático por su propia desfachatez, por su inconsciencia tan atroz como emocionante (y que ha servido para desterrar de la tierra las guerras, hay que añadir, en una delirante lógica criminal). Un juego en el que se puede perder la vida, sí, pero solo en un término físico. En muchos de los concursos de hoy en día es lo único que parece que sus jugadores pueden salvar, porque el resto queda reducido a cenizas.

La traducción cuela alguna expresión chocante. En particular, en la página 13 aparece el adjetivo (o al menos como tal está utilizado, porque hasta el momento no he hallado vestigios de la existencia de palabra tal) “aduncular” referido a un tono de voz. Lo dicho: si alguien sabe qué demonios significa, que lo explique, por favor.

Un detalle que se me ha antojado muy curioso es que Martin, Chet y Cole, los “compañeros de trabajo” de Caroline, asemejan ser los ancestros de los tres esbirros de Mamá en Futurama, la grandiosa serie de animación creada por Matt Groening.

En conclusión, un entretenimiento tal vez intrascendente (su impacto no es precisamente demoledor), pero no exento de inteligencia. El final opta por una pirueta estrambótica muy divertida, sí, pero que resta fuerza al conjunto. Está tan claro que Sheckley se toma tan poco en serio a sí mismo y a su obra, al menos en este caso, que este posible defecto acaba casi por jugar a favor.

SHECKLEY, Robert. La décima víctima. Traducción de José Mª Aroca. Barcelona: Acervo, 1978. 139 p. Gaudeamus; 17. ISBN 84-7002-242-3.

martes, marzo 20, 2007

Tomás el Gafe, de Franquin


Hay tebeos que ejercen una influencia casi mágica, una fascinación que su mismo deslumbramiento dificulta el poder enfrentarse a ella, explicarla, hacerla comprender a los demás. A mí esto me sucede con las aventuras de Tomás El Gafe, del genial Franquin. Gaston Lagaffe en su original francés.

Al fin se publican en España, de manera cronológica y completa, los álbumes de ese taumaturgo de lo cotidiano que es Tomás. Dibujado y guionizado por Franquin (ayudado en los fondos por Jidéhem), uno de los maestros absolutos de la escuela franco-belga de la historieta. Todos recordamos su trabajo en las aventuras de Spirou, Fantasio y Spip, personajes que no fueron creados por él, pero que con él alcanzaron sus mejores momentos, los más apasionantes. Y a los que sumó la que sin duda es la gran aportación a estas aventuras: el marsupilami. La creatividad e imaginación de Franquin se alzaron como un monumento en forma de este personaje increíble que llenó de locura las páginas de Spirou. Durante el período que Franquin estuvo al frente de las aventuras de Spirou, el marsupilami, la mascota que desplazó casi de forma definitiva a la ardilla Spip, fue su personaje estrella, llegando a protagonizar uno de los álbumes: el maravilloso El nido de los marsupilamis (Le nid des marsupilamis, 1957). Si bien, bajo la mano de Franquin, la aventura que considero más redonda, un tebeo que debería ser leído y amado por todos aquellos que sienten devoción por la historieta, es Qrn en Bretzelburg (QRN sur Bretzelburg, 1963), la sátira más ácida, cruda y divertida que he leído jamás sobre las dictaduras. Porque, vale, las hay más ácidas, y más salvajes, y más terribles... ¡Lo que queráis! Pero no más divertidas sin ceder nada de los calificativos mencionados. Y eso que ya en El dictador y el champiñón (Le dictateur et le champignon, 1954) Franquin había dejado bien clara la opinión que le merecían los autoritarismos.


Al final de su vida, Franquin nos regaló otra de sus creaciones admirables: las Ideas negras (Idées noires, 1977-1983). Historias de por lo común una sola página, muchas de ellas manchas de tinta sobre las que dibujaba en blanco, en las que nos dio su visión más amarga y cruel de la vida, pero una vez más también la más divertida. Inolvidable aquella historieta en la que nos mostraba cómo un tipo se suicidaba de tres formas distintas a la vez, o aquella otra en la que un pobre infeliz era acosado por su condición de fumador hasta que se colgaba en su oficina ante la mirada “compasiva” de sus compañeros que ya le iban avisando, siempre con buena intención, claro, de lo malo que era el tabaco para la salud...


Pero, a mi gusto, su cumbre creativa es Tomás El Gafe. Adoro a este personaje. Chico para todo de la editorial del señor Dupuis (sus protagonistas serán los dibujantes, los guionistas, los directivos, administrativos y secretarias de dicha editorial), en un principio se nos muestra como un vago indomable que se pasa el día durmiendo en la oficina, cocinando en la oficina o cuidando de una vaca... ¡en la oficina! Pero al tiempo se nos irá mostrando otra faceta: su capacidad como inventor de los más insólitos cachivaches, siempre ideados para realizar el menor esfuerzo posible y cuyos resultados serán invariablemente desastrosos (unas veces para él, en la mayoría de los casos para los demás). Esta capacidad del personaje, de Tomás, será la que paulatinamente se adueñará de las historietas, no centrándose tanto en la más pura vaguería para mostrarnos aspectos más interesantes. Yo me atrevería a decir que revolucionarios. Porque los inventos y la huida de la realidad de Tomás irán adueñándose de sus aventuras cotidianas. Su enfrentamiento es siempre pasivo, inconsciente, pero sus supuestas locuras dejan en entredicho la seriedad de quienes lo rodean, los cuales, por lo general, acaban imbuidos y contagiados por el espíritu anárquico que mueve a Tomás. Pero olvidaos de las proclamas: la revolución de Tomás es sincera, por lo que huye de dogmatismos. Es la imaginación desbordada que crece y se expande, que se enfrenta a la aburrida cotidianeidad dinamitándola, haciéndola añicos, haciéndonos cómplices de su inocencia no domesticada, no exenta de aspectos negativos que, en lugar de ensombrecerla, no logran sino hacerla más real, más posible.

En un principio es al pobre Fantasio a quien le toca hacer de ogro, de jefe en perpetuo estado de cabreo regañando a Tomás, aunque ya apunté que en más de una ocasión son quienes le rodean, incluso el mismo Fantasio, los que acaban contagiados de sus locuras, disfrutándolas tanto o más que nuestro protagonista. Emblemática al respecto es la buena de Jeanne (la señorita Juanita de las antiguas ediciones), la secretaria menos atractiva de la oficina que profesa una encendida fascinación romántica por nuestro héroe, al cual aplaude todas sus ocurrencias por extravagantes que sean.

En fin, que no me cansaré de alabar y recomendar a todos la lectura de estas fascinantes aventuras. Aventuras que tienen lugar en el más cotidiano y gris de los entornos: un edificio de oficinas. Aventuras invadidas, desbordadas, desbordado el lector, por la más exultante fantasía. En definitiva, se trata de la lucha de siempre, la única que merece la pena: la imaginación contra la realidad. El único bálsamo, el único lugar al cual aferrarse y sobrevivir. Y divertirse, por descontado.


FRANQUIN. Tomás El Gafe. Traducción de Mireia Rué. Barcelona: Planeta De Agostini, 2007. 19 v. ISBN 84-674-3336-1.


miércoles, febrero 21, 2007

Nueve relatos de Edogawa Rampo



Tras el seudónimo Edogawa Rampo (pronunciación japonesa de Edgar Allan Poe) se ocultaba el considerado oficialmente como padre de la literatura de terror japonesa: Hirai Taro (1894-1965). Al fin se publica en España un volumen con algunos de sus relatos. Los aficionados al género lo esperábamos con impaciencia, pues quienes habían tenido acceso a ellos lo vendían como un prodigio al cual el resto de los mortales, qué pena, no podíamos aspirar a conocer. Pues ya sí. Y, como por desgracia suele suceder, no era para tanto. Hay autores de culto que parecen serlo única y exclusivamente por lo difícil que resulta acceder a su obra. Un valor ciertamente fútil.

Pero tampoco neguemos lo evidente: su importancia en la implantación y difusión del género en Japón es incuestionable, así como la impronta que ha dejado en otros autores, tanto en el campo de la literatura como en el del cine y el manga, hasta el día de hoy. Solo basta decir que la importancia no siempre va unida a la calidad, y que de su admirado Poe a su propia obra median unas distancias que ni el más alucinado de sus seguidores se atrevería a acortar. Esto no quita que algunos de los relatos aquí incluidos me parezcan excelentes, claro, pero pienso que resultará de más ayuda a quien no conozca a este autor y le apetezca leerlo que no se lo disfracen con trajes que no le vienen bien.

El primer relato (aunque aviso que en adelante no seguiré en mi comentario el orden del libro) incluido en esta recopilación, Relatos japoneses de misterio e imaginación (Japanese Tales of Mistery & Imagination, atención a este título original que nos hace temer que la traducción no es del original japonés sino de una traducción al inglés, lo cual puede desvirtuar más de lo común la apreciación de estos relatos), de increíble portada de la edición de Jaguar (cuesta trabajo imaginar algo más cateto y feo: esa silueta de la niña con los ojos como dos estrellitas habrá conseguido que este libro venda menos aún de lo que ya esperarían los editores... o bien a los amantes de la literatura de terror ya nos da todo igual, que también) es La butaca humana (Ningen Isu, 1925). Más grotesco que terrorífico (hay que reconocer que este relato se puede prestar a un sano cachondeo), atrapa por la sencillez y clasicismo de su estructura y desarrollo en curiosa combinación, de fuerte contraste, con la delirante trama. También jugando con lo grotesco y lo exacerbado de los sentimientos humanos, destaca otro gran relato: La oruga (Imomushi, 1929). Relato negro, más bien negrísimo, en el que se entremezclan el rechazo y la atracción mórbida por lo monstruoso, por lo deforme. De una gran crueldad, resulta aún más terrible por lo que sugiere que por lo que se nos cuenta directamente, si bien tampoco es que pase por alto detalles escabrosos: es solo que podrían serlo más aún... Por ejemplo, en sus referencias fálicas, tan salvajes como nunca explicitadas. Un relato morboso, efectivo y de tremenda fuerza gracias a la sabia combinación de lo que nos es narrado con detalle y lo que es dejado a nuestra (maltrecha) imaginación.

Tal vez sea en estos dos relatos donde se aperciban de manera más clara las influencias que sobre los autores nipones de terror ha ejercido Rampo. No es difícil, leyéndolos, pensar en directores como Takashi Miike o Yasuzo Masumura o dibujantes de manga como Hideshi Hino y Suehiro Maruo. Estos han leído sus relatos, no lo dudéis ni un instante.

Rampo también creó un detective al estilo de Sherlock Holmes y Auguste Dupin: el Dr. Kogoro Akechi. Lo que no se nos cuenta en el prólogo es que su creación se encuentra a años luz de sus modelos. Así se puede comprobar en El test psicológico (Shinri Shiken, 1925), tan entretenido como intrascendente. El resto de relatos de misterio o detectivescos que se incluyen en el libro son lo peor del mismo. Así El precipicio (Dangai, 1950), historia criminal desgranada en forma dialogada, teatral. Presenta un curioso juego sadomasoquista de la protagonista, pero la trama de asesinatos que plantea Rampo es torpe, está infestada de tópicos, su desarrollo es aburrido hasta el hastío y su banalidad llama la atención al más despistado. Así en La cámara roja (Akai heya, 1925), un relato de crímenes perfectos cuya gracia quizá consista en que el criminal nunca se mancha las manos con ellos. No negaré que resulta simpático, pero también de un tontorrón que casi da la risa. Y la sorpresita final es un trago que bien Rampo nos podría haber ahorrado. Así en Los gemelos (confesión de un criminal condenado ante un sacerdote) (Sôseiji, 1924). El doble, la suplantación de personalidad, el horror a los espejos y el crimen son temas recurrentes en los relatos de horror y han dado notables obras maestras en el género. No es este el caso. Un relato criminal que parte de un buen puñado de ideas, si no originales sí al menos sugerentes, pero que son desechadas por el típico conflicto nacido de la pregunta "¿qué error cometí en el crimen que creía perfecto?" La respuesta no interesa lo más mínimo. Y así en Los dos inválidos (Ni Haijin, 1924), en el que encontramos de nuevo el tema del crimen perfecto y en el que una vez más la sorpresa final resulta algo tontuela. Pero aquí el ritmo es bueno y se lee con interés. Al menos con mayor interés que los cuatro precedentes.

En contraposición al relato Los gemelos, en El infierno de los espejos (Kagami-jigoku, 1924) el protagonista lo que siente es una morbosa atracción por los espejos. Una obsesión que lo lleva a la locura y al castigo por la transgresión. El modelo narrativo no presenta nada que no hayamos leído otras mil veces. Rampo vuelca toda la fuerza del cuento en lo estrambótico de la fijación del protagonista, siendo su desarrollo absolutamente convencional.


El último relato que voy a comentar es también el último del volumen: El viajero con el cuadro de las figuras de tela (Oshie to Tabi-suru Otoko, 1929). Imagino que me ocurre lo que a todos los que gustan de leer cuentos: sea cual sea el autor, en una colección de relatos siempre esperamos encontrar al menos uno que nos conmueva, que nos lleve a pensar que al fin dimos con esa joya que anhelamos disfrutar. En algunos casos son muchos, en otros por desgracia ninguno. En esta colección de cuentos de Rampo hay una joya prodigiosa. Y es este. Perfecto en la creación de una atmósfera de ensoñación, irreal, de espejismo, de atisbo de un auténtico mundo fantástico. En esta historia de amores más allá de lo terrenal y objetos mágicos que la hacen posible, Rampo está sensacional de principio a fin. No hay más que ver con qué sencillez y maestría nos introduce en los mares en los cuales habita lo increíble, lo sorprendente: con algo tan común como es subir a un vagón de tren e iniciar un viaje. Lo extraño es siempre una cuestión de mirada. Y la de Rampo en este relato es única, maravillosa. En un libro dominado por la mediocridad, este cuento justifica al resto.

RAMPO, Edogawa (Hirai Taro). Relatos japoneses de misterio e imaginación. Traducción y notas de Juan José Pulido; prólogo de Antonio Ballesteros: ilustraciones de M. Kuwata. Madrid: Ediciones Jaguar, 2006. 205 p. La Barca de Caronte. ISBN 84-96423-22-0.

jueves, febrero 15, 2007

Jeeves y el espíritu feudal (1954), de P. G. Wodehouse


Las aventuras del señorito Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves son una gozada, y si no las conocéis os las recomiendo. Se pasa un rato divertido de mil demonios. La cosa es siempre más o menos la misma: el descerebrado del señorito que se ve envuelto en mil líos y el mayordomo que le salva de ellos. Lo genial está en que, como se adopta siempre el punto de vista del petimetre de Bertie, los hechos se narran desde una perspectiva, por decirlo suave, curiosa (esto es: el pobre no se entera de nada). No es fácil que el narrador, Bertie Wooster, transmita tanta estupidez y, al tiempo, todo lo que se nos cuenta quede diáfanamente claro para el lector, mérito del estilo mordaz y no tan edulcorado como en un principio se puede pensar del gran P. G. Wodehouse (Sir Pelham Grenville Wodehouse, 1881-1975).

Debo confesar que Bertie me cae fenomenal. Envidio (y lo digo de veras) que su única preocupación en este mundo sea el campeonato de dardos que se celebra cada año en su Club, el Club de los Zánganos. Bueno, y los encargos que le hace su tía favorita, o esos líos de faldas que se le caen encima. O cómo cita a Jeeves para darse aires de intelectual, equivocándose siempre y quedando como un idiota. En fin, que resulta simpático por el calibre inmenso de su ineptitud: es una persona que no sirve para nada. Ni falta que le hace.

En esta novela, Jeeves y el espíritu feudal (Jeeves and the Feudal Spirit, 1954), la séptima de la serie protagonizada por el genial mayordomo y su señorito botarate, los líos se suceden, entre otro montón de cosas, gracias a Florence, una joven bella e intelectual cuyo novio tiene amenazado de muerte a Bertie porque ella, por darle celos, flirtea con nuestro héroe (que solo piensa en la paliza que le dará o no el cabreado novio). Un ejemplo (podéis leer, pues esto no resume más que una página de la novela y no desvelo nada): Florence desea visitar un garito, un antro de mala muerte, pues quiere documentarse para una novela que está escribiendo (una novela con una trama imposible, hay que decir). Recurre, claro está, al snob de Bertie, que se los conoce todos, y allá que se van, él con pocas ganas pues teme demasiado al novio de la bella y veleidosa Florence. En el local, la orquesta está tocando y el cantante desgrana todo su almíbar. Y aquí entra el genial Bertie a describir el número:

"Es curioso. Conozco a uno o dos compositores de canciones y los cuento entre los más joviales de mis conocidos, siempre dispuestos a sonreír y llenos de salidas graciosas y cosas así. Pero en el momento en que aplican la pluma al papel, nunca dejan de adoptar el punto de vista lúgubre. Me refiero a todas esas historias de "Nos estamos distanciando y me rompes el corazón". La cuestión que este pájaro nos exponía a través del micrófono tenía que ver con un tipo que lloraba sobre su almohada porque la chica a la que amaba iba a casarse al día siguiente, pero, y ahí estaba el quid o la pega, no con él. Eso no le gustaba. Contemplaba la situación con pesadumbre. Y el del micrófono extraía hasta la última gota de jugo de este planteamiento." (p. 41)

Genial Bertie Wooster. Y su papá, P. G. Wodehouse.



WODEHOUSE, P. G. Jeeves y el espíritu feudal. Traducción de Jordi Mustieles. Madrid: Anagrama, 2005. 203 p. Hoy libro. ISBN 84-9832-001-1.