Me hice con este libro porque me interesaba leer algunos de los relatos incluidos en él. Pero claro, ya puestos, pues uno se lo lee entero, ¿no? Sería como hacer un feo a los demás. Un par de ellos suponían una relectura, pero nada mejor que releer un buen cuento.
La distorsión que vino del espacio (1934), de Francis Flagg (George Henry Weiss), era uno de los que me interesaba. Quería leerlo para tener más material que comentar en el programa dedicado a él en mis colaboraciones en la radio (AQUÍ). Y desde luego fue toda una magnífica sorpresa. En parte, se trata de un relato que sigue el camino que otros perfeccionarían o que ya a esas alturas habían desarrollado de manera magistral. Podría incluirse en el segundo grupo sin temor, pues aquí Flagg muestra auténtico genio en una historia tan breve como impactante, un perfecto ejemplo de “horror cósmico”, el terror provocado por una visión de la inmensidad del espacio y las estrellas lejanas, de los seres que lo habitan y su, para nosotros, incomprensible mundo. En fin, un hijo inteligente de H. P. Lovecraft.
Un meteorito cae en una desolada región de los Estados Unidos. Un fragmento destroza el tejado de un rancho y va a parar a una habitación. Allí, el tiempo y el espacio se distorsionan dando una imagen de la inmensidad del universo, una grandeza sobrecogedora y brutal a nuestros humanos ojos. Ante el terror de ver, de tener ante sí la vastedad del vacío estelar, se sobrepone la comprensión por el ser solitario y perdido que lo ha provocado: el meteorito transportaba un ser de otro mundo, y lo que asemeja un ataque no es sino un sistema de defensa. La ironía está servida, pues el intento de comunicación de este ser con los humanos resultará una tarea fútil: Stanislaw Lem, años después, nos haría sentir esto con la misma fuerza. Francis Flagg nos ofrece así una visión pesimista de la existencia humana: nuestra incapacidad para comprender lo que es distinto a nosotros supone una barrera infranqueable.
Relato nacido también de la teoría de la relatividad de Einstein cuyo descubrimiento había asombrado al mundo, esto no es sino una inteligente excusa para mostrarnos lo más lejano por medio de algo que bien podría ser un agujero de gusano primitivo. Impresionante el paseo “espacial” del protagonista en un lugar en el que nuestras leyes físicas han desaparecido, pues sucede dentro de un cuarto de una perdida casa en el campo. Es difícil transmitir una idea tan acertada de lo ajeno, de lo extraño, y Flagg acierta de lleno.
En resumen, un magnífico relato que guarda ciertas concomitancias con El color que cayó del espacio (1927) del mentado Lovecraft, pero no por esto hay que considerarlo menor.
Los tres centavos marcados (1934) de Mary Elizabeth Counselman era el otro relato que más me interesaba a priori de esta antología, pues también a ella le quería dedicar un programa en la radio (AQUÍ) y, siendo este cuento el más conocido de los suyos, pues no me venía nada mal poder leerlo al fin.
Counselman nos cuenta el devenir de un extraño concurso protagonizado por tres centavos marcados respectivamente con un círculo, una cruz y un cuadrado. Uno significará la obtención de un premio de 100.000 dólares, otro un viaje alrededor del mundo y el tercero la muerte. Las monedas son repartidas de manera anónima y van circulando por la ciudad, de tal manera que quien las encuentra puede decidir si quedarse con una y arriesgarse con el premio o bien pasarla a otra persona en cualquier transacción comercial. ¿Quién se arriesgaría a quedarse con una de ellas sin saber qué significan los signos? La tentación es fuerte por los premios positivos, pero morir por quedarse con la moneda equivocada provoca un pavor más fuerte que la tentación que supone tener buena suerte. Aunque la gran ironía es que tal vez todas las monedas serán igual de nefastas para los ganadores. Y la explicación de los signos, claro, todo un ejercicio de interpretación retorcida.
Excelente relato escrito como si se narrara una crónica de sucesos, lo cual acrecienta y hace más terrible su oscuro significado al no incidir dramáticamente sobre el mismo.
Calaveras en las estrellas (1929) es una aventura del héroe puritano Solomon Kane de Robert E. Howard. Ojo, que lo de puritano es de Howard, no mío, jajaja. Ambientación terrorífica, espíritu aventurero y pulp para un relato en el cual Kane se enfrenta a un fantasma infernal capaz de asesinar pese a su inconsistencia física. El páramo, el pantano, la ciénaga y la luna bañando todo con su irreal luz el enfrentamiento con la extraña criatura componen el escenario perfecto para esta historia de horror. Pero lo más interesante a mi parecer es cómo el héroe, que representa el bien, al tener que recurrir a la violencia y a la muerte para extirpar el mal no siente la bendición y la tranquilidad de haber hecho algo bueno. Por el contrario, la triste verdad es que al mal solo es posible derrotarlo con sus propias armas, una visión oscura de la existencia y de cómo Howard no justifica los actos de su héroe. También es verdad que tampoco es que los condene, pero es todo un acierto plantear la cuestión en un relato cuyo espíritu es, en esencia, contarnos una aventura macabra. Howard trabaja así con Kane, su héroe taciturno y silencioso, entregado a su tarea tal que una misión religiosa en la cual no hay compensación ni alegría. Un héroe oscuro y fatalista más acorde con nuestros días que con los de la era dorada del pulp. De ahí su modernidad.
En El que tenía alas (1938) Edmond Hamilton nos cuenta la historia de David Rand, una extrañeza, un mutante, un niño que ha nacido con dos anormales gibas en su espalda. Protuberancias que darán paso a unas alas que lo convertirán en el primer humano con la capacidad de volar. Pese a que la razón por la que la mutación ha tenido lugar no deja de ser un lugar común del más trillado relato pulp, Hamilton, como su héroe, pronto alza el vuelo y consigue dar vida y fuerza a una historia sobre lo que es ser diferente, la renuncia a esa diferencia para ser un hombre normal y la llamada continua de su yo interior que se rebela a su nueva condición de normalidad.
Hamilton logra momentos en verdad hermosos cuando nos transmite la alegría exultante y la libertad sin parangón de ese hombre capaz de batirse en vuelo con los halcones más veloces, de oler y escuchar el viento, de sentir con una fuerza irresistible la llamada del sur. Vendrán el amor y su lucha por convertirse en un hombre como los demás, pero ahogar la diferencia con una máscara solo puede dar una felicidad pasajera.
Gran relato de Hamilton que aúna de manera brillante momentos de una belleza contenida y sencilla con una tristeza tan inevitable como, en el fondo, enaltecedora. Imposible leerlo sin recordar en algunos momentos al gran film de Tod Browning Garras humanas (1927), aunque la tristeza de Hamilton no nace del desgarro y del dolor, sino de la aceptación de lo que uno es siendo distinto a todo lo que los demás son.
La suprema abominación es un relato del ciclo de Hiperbórea que Clark Ashton Smith dejó incompleto y que terminó el “especialista” en recosidos Lin Carter en el año 1973. Como es habitual en Ashton Smith, y Carter no le desmerece aquí, estamos ante un relato con gran capacidad de sugerencia y una inusual intensidad. Esta historia sobre invocaciones de olvidados dioses de criaturas-serpiente condensa horror, fascinación y una enorme capacidad de llevarnos en pocas páginas al corazón de lo desconocido. Un relato sin sorpresas pero perfecto en su atmósfera.
Retransmisión eterna (1973) de Eric Frank Russell es un extraño relato que nos lleva de viaje por la muerte con dos criaturas bien distintas: un humano y un ser del planeta Delta. Desde la plena conciencia del ser a la unión con el todo infinitamente grande, infinitesimalmente pequeño. Todo en la creación tiene un mismo origen y un mismo final. Parece cosa como de científicos, pero no. La deriva es teológica.
El que esquivaba las balas (1943) de Ray Bradbury resulta efectivo y curioso, pero adolece de ese tono blandito y algo beato del Bradbury que menos me gusta, al que se le nota que quiere trascender y resultar poético. ¡Si no lo necesita! Recuerdos de infancia, la inocencia de ser niño, un ser divino que protege esta inocencia… Todo muy película de la Amblin cuando no les sale bien. Bueno, claro, tenéis razón: al revés, que Bradbury llegó primero.
Robert Bloch y Henry Kuttner rinden homenaje a H. P. Lovecraft en El beso siniestro (1937), un relato de seres abominables que realizan sus siniestras llamadas desde el mar. Un joven pintor, una herencia (genética, cómo no) corrupta, sueños que se confunden con la realidad, el mar como lugar que oculta monstruosas criaturas ancestrales… Solo falta la ciudad oculta de R’lyeh. Buscando las fuentes más en los mitos clásicos (en concreto, la figura de las sirenas y sus cantos hipnóticos, aquí de marcado carácter deforme y animal) que en los mitos creados por Lovecraft, sí mantiene en lo formal (estilo y estructura del relato, personajes recurrentes, situaciones semejantes) y lo argumental las maneras del maestro. Si bien sin alcanzar en ningún momento las cotas de horror de aquel en quien se inspiran. Se cita a Arthur Machen en esa búsqueda de una mítica más centrada u original de las leyendas, pero en espíritu es a Lovecraft a quien se invoca.
Como curiosidad, bien podrían haberse currado un poco más el nombre de esa española procedente de Granada, la ancestro del protagonista: Morella Godolfo. Ni Poe ni Granada.
El superviviente (1954) de Howard Phillips Lovecraft y August Derleth es uno de mis favoritos de los recuperados y reescritos por Derleth del maestro de Providence. Las ciudades, los libros malditos mencionados, la longevidad insana, extraños y antiguos cultos dedicados a dioses infames… Y los Profundos, los hombres peces, los hombres saurios, los reptiles al servicio de estos dioses antiguos (¿os suenan Cthulhu y Dagon?). En fin, puro Lovecraft. Pero lo que engrandece el relato es que Derleth ha sabido mantener el tono intenso, la atmósfera malsana y maldita, el aire de perdición y el sentimiento de hollar aquello que no debe ni ser mirado con una fuerza magistral. Nada nuevo más allá de Lovecraft, pero es mucho teniendo en cuenta el año de publicación. Como ejemplo, esa casa embrujada donde se desarrolla la acción, heredera directa de las casas encantadas más clásicas del género de terror, pero aquí a la vez tan distinta. El maestro y el heredero en ebullición creativa.
Salvo la portada del libro, el resto de ilustraciones son de la maravillosa Margaret Brundage. Hay una estupenda selección de sus dibujos en el gran blog Jungle Frolics.
ASHLEY, Mike (sel.). Legados macabros. Traducción de Héctor Raúl Pessina. Buenos Aires: Lidiun, 1981. 175 p.
5 comentarios:
Apetecible recopilación de relatos y las ilusraciones qué te voy a decir. Espero poder encontrar algo igual de raruno este fin de semana en la feria del libro antiguo.
Por cierto, ¿los lees en castellano o en inglés?
Los leo en castellano. Mi inglés no da para tanto... Si encuentras algo raruno, ya sabes, ¡cuenta!
But, of course! Aunque cada año está más difícil. Atrás quedaron los tiempos en los que te podías topar con exquisiteces del tipo "Religión de la escatología" (y no, no la del universo, la de la caca!). Husmearé todo cuanto pueda...
¡Estas portadas son una auténtica delicia!
Pato: no olvides contarnos qué has encontrado...
Paymon: ¡esas bellezas de los años treinta!!!!!!!!!!!!!!!!!!
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