Buceando en la serie B de la literatura a veces falta el aire. Hay sorpresas, imaginación, ingenuidad y diversión, pero también aburrimiento y cutrerío. Igualito que en cualquier otra faceta de la vida literaria de cada cual. Otra cosa es la vida normal, donde abunda lo segundo. El mundo de los bolsilibros es más justo.
Marcus Sidéreo, uno de los catorce seudónimos que llegó a utilizar la escritora María Victoria Rodoreda, es quien nos ocupa hoy. Una escritora desigual, de estilo básico, sin florituras, directo y, cuando le falla la imaginación, algo torpón. Cuando no, es un disfrute asegurado pese a sus limitaciones. En sus obras la acción es continua, trepidante, y cuando la historia se deja llevar por los destellos más fantásticos su lectura es una gozada.
Los “agentes” (1972) es un ejemplo perfecto de cuando Marcus Sidéreo se desata. Resulta una novela arrebatadora pese a su ingenuidad, divertida, trepidante y sorpresiva en su desarrollo argumental. Ingenua porque sus notas a pie de página (¡un bolsilibro con notas a pie de página: no me digáis que no es un encanto!) son un poquito sonrojantes, la verdad. O evidentes o inútiles, cuando no tras leerlas uno piensa que esa nota necesita otra que la explique (y entonces es cuando me parece genial). Ingenua porque en el espacio profundo para la buena de Marcus el cielo siempre es de color azul pastel. Ingenua porque cuando su imaginación corre sin freno suele caer en algún disparate argumental. Pero no nos importa. No importa en Los “agentes” porque desde su inicio hasta su final nos lleva de sorpresa en sorpresa.
El satélite Adverger I es un lugar solitario y lejano. Sus habitantes, colonizadores de otro mundo, deben vivir sometidos a la esclavitud de la falta de aire y verse obligados a precisar de continuo trajes con escafandras y oxígeno para vivir. Abandonados por su planeta de origen debido a que hay crisis y no se puede gastar dinero en la aventura espacial (¡sí, escrita en el año 1972!), los advergerianos (imagino que se llamarán así pues en la novela nunca se llega a especificar) viven sometidos a una vida que es una celda en la cual se consumen sus sueños.
Bajo un sistema militar, el joven piloto Ramsahil está cansado de todo. Adverger I lanza al espacio naves exploradoras en un desesperado intento por mantener su existencia plena de sentido: si pervive la idea de que aún se investiga el espacio, vive el satélite. Pero los recursos de este se agotan y las naves no podrán seguir cruzando los cielos ignotos. En uno de sus últimos viajes, una de estas naves retorna contaminada por un agente desconocido. Las autoridades quieren mantener en secreto el incidente, pero Ramsahill se rebela ante los mandos superiores. ¡Basta de la dictadura militar! ¡El ciudadano tiene derecho a conocer la verdad! ¡Libertad para el individuo, aunque ello conlleve la muerte! En la España de Franco, Marcus Sidéreo alzaba su pequeña voz. Tan válida hoy en día como ayer.
A partir de la solitaria revuelta y de la aparición de la profesora Kapra, la trama amorosa era inevitable en el mundo del bolsilibro, la acción se dispara y ambos personajes nos llevarán por un recorrido brillante en acción y espíritu de la maravilla. Otros mundos, otros soles, planetas devastados y civilizaciones alienígenas más cercanas al universo de Stanislav Lem que al habitual de estos relatos más aventureros jalonan un viaje que es un verdadero placer. Y con una sorpresa final tan feliz para los protagonistas como admonitoria para nosotros, los horribles y detestables humanos del planeta Tierra.
Porque otro aspecto que destacar de Marcus Sidéreo, además de su aire abiertamente libertario, es su mensaje pesimista en lo que a los humanos se refiere: bombas, odio, destrucción, países enfrentados, poderosos aplastando a los más débiles… Ecos de la guerra fría. El hombre ha hecho de un planeta hermoso un infierno detestable. Hay esperanza para ellos… ¡siempre que decidan cambiar! Un zas en toda la boca a la condición humana que rompe todos los esquemas que se podrían esperar de un bolsilibro. Y sí, los alienígenas son superiores a nosotros. Pero no porque su ciencia es superior, sino porque no la utilizan para la destrucción.
Lástima que la novela que me leí justo seguido, El invento (1972), me provocara sensaciones totalmente distintas. Y eso que en cuanto a lo que el mensaje de advertencia y la visión negativa del hombre si este se empeña en administrar de forma equivocada sus avances y sus conocimientos se refiere resulta igual de potente. Es el envoltorio lo que naufraga.
Aburrida, previsible y tontuela, El invento más que avanzar se arrastra hasta su final. Y eso que comenzamos en el año 1999, pasamos en el capítulo 2 al siglo XXIII, de nuevo a un apocalíptico 1999, vuelta al siglo XXIII pero en un planeta alienígena y otra vez a la Tierra postnuclear del siglo XXIII y de nuevo… En fin, que parar a respirar no se para, pero la bombona de oxígeno está agotada casi desde el inicio.
La novela ofrece una idea interesante: desde ese planeta lejano, unos alienígenas nos observan (un profesor y dos alumnos, una clase de historia terrestre), y con ellos asistimos al auge y caída de la Tierra. Pero esta idea pronto se torna un problema: lo que podría haber sido algo tan descabellado como valiente, a las pocas páginas se desvela como un recurso torpe, repetitivo y cansino. Porque nuestros amigos alienígenas a lo que se dedican es a explicarnos todo lo que va sucediendo interrumpiendo de continuo una acción que apenas interesa, pero que a saltos interesa aún menos, a modo de coro griego. Se cede la intensidad de los acontecimientos a las explicaciones del profesor alienígena y a las preguntas chorras de sus dos alumnos. En fin, un martirio. Y eso que los alienígenas siguen siendo superiores a nosotros en todos los aspectos. Y eso que el cielo en el espacio profundo continúa siendo de color azul pastel.
Y sí, de nuevo Marcus se reserva una sorpresa final tan delirante como efectiva (bueno, a mí me sorprendió, qué queréis que os diga), pero para entonces las aventuras de la pareja protagonista, unos nuevo Adán y Eva postnucleares enfrentándose a tribus salvajes a lo Conan, ya no nos importan un pimiento.
Una de cal y otra de arena, lo mejor y lo peor de los bolsilibros de la mano de la misma autora. Y es que cuando se bucea en la serie B a veces falta el aire. Pero cuando nos llega una bocanada su pureza nos resulta tonificante.
SIDÉREO, Marcus. Los “agentes”. Ilustración de cubierta de Antonio Bernal. Barcelona: Bruguera, 1973. 126 p. La conquista del espacio; 131. ISBN 84-02-02525-0.
SIDÉREO, Marcus. El invento. Ilustración de cubierta de Antonio Bernal. Barcelona: Bruguera, 1972. 126 p. La conquista del espacio; 114.
4 comentarios:
Caí aquí buscando información sobre "La décima Víctima" de Robert Sheckley. Me sorprendió encontrarme con este post, porque una vez, en mis años de adolescencia, mi abuela me dio uno que no sé de dónde sacó. Me dijo que ella no lo quería, así que aproveché para leer algo nuevo. Lo guardé con cariño, y no me acordé más de él hasta hoy. Me gustaría saber un poco más, así que seguiré buscando en este espacio tan curioso. Gracias por la información. Saludos!
¡Gracias por pasarte por aquí! El libro de Sheckley tiene su correspondiente entrada, por supuesto... ¡
Saludos!
Mis agradecimientos por este post dedicado a Marcus Sidéreo. Dos de mis bolsilibros preferidos, "Los descendientes" (La Conquista del Espacio 227, diciembre 1974) y "La organización" (La Conquista del Espacio 232, enero 1975) fueron escritos por esta autora. Como dices, en sus mejores momentos mostraba calidad e ideas muy interesantes.
¡Gracias por pasarte y comentar, Sergioka! Voy a ver si consigo hacerme con los dos bolsilibros que comentas de Sidéreo. ¡Me has abierto el apetito con ellos! ¡Mil saludos aeroespaciales!
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